Jorge Pastor Asuaje - Por algo habrá sido
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Mirta era rubia, de ojos celestes con un corte de cara muy adusto que endurecía su belleza; aún así, despertaba la codicia de muchos varones de la escuela. Mirta era la compañera inseparable de Vilma, de quien yo estuve secreta y perdidamente enamorado hasta el final de mi adolescencia. Vivían en la misma cuadra y estaban bastante desarrolladas para la edad, por eso los maliciosos y los envidiosos les habían inventado una infinidad de romances incomprobados y una precocidad sexual inexistente. Con ella se dio una relación casi fraternal, la sentía como a mi tía o a mis primas, las mayores, que siempre tuvieron una actitud protectora hacia mí. Esa actitud protectora femenina que no pueden tener las madres, porque la madre es la madre y no puede ser una amiga, y una tía tampoco es una amiga, es una tía, pero puede parecerse más a una amiga, lo mismo que una prima. Mirta para mí era algo parecido, alguien en quien yo podía confiar. Lo que no sabía, era que en mi vida habría de aparecer nuevamente para compartir algo más que un banco de escuela y que esa relación se iba a cortar por la tragedia.
Clase de discriminación
La maestra se puso muy seria, nunca se había puesto así. Cuando nos retaba era imperativa y poco le importaba lo que opináramos, pero esta vez era como que le costara lo que nos tenía que decir, buscó una manera muy diplomática para lo que era su costumbre. “Chicos, ustedes van a tener que elegir con el voto al nuevo abanderado, yo lo que quería pedirles es que no lo vayan a perjudicar a Eduardo por el hecho de ser judío – Eduardo en ese momento no estaba y todos sabíamos que, sin duda, era el mejor alumno, un verdadero “bocho”-, el abanderado de la escuela tiene que ser el mejor alumno, eso es lo más importante…” El discurso de la “señorita” me sorprendió, hasta ese momento yo jamás había escuchado en la escuela que alguien hubiese hablado mal de los judíos. En las relaciones entre nosotros no había ninguna diferenciación por cuestiones religiosas, por eso, a mí al menos, lo de la maestra me resultó totalmente desubicado. Pero a Eduardo no lo voté para abanderado.
Habíamos tenido una muy buena relación, en especial cuando recién nos conocimos, en tercer grado; él me había invitado a su casa, me había mostrado la escritura hebrea y me había hecho conocer el maná; yo le había contado de Venezuela y de Francia; después la relación se fue enfriando un poco, pero por una cuestión muy simple: a mí me agarró la locura por el fútbol, y Eduardo no la compartía para nada. Él era muy tímido y estudioso y su área de interés se centraba casi exclusivamente en lo intelectual. Pero no fue por eso que no lo voté. Ni tampoco porque fuera judío: no lo voté porque un día, a la hora de la salida, cuando ya teníamos todos los útiles en el portafolio, después de uno de los tantos grandes despelotes que habíamos hecho en el aula, como los que hicieron, hacen y harán siempre los alumnos de cualquier escuela primaria del mundo, la maestra se enojó y nos impuso como castigo cruzarnos de brazos y quedarnos en silencio hasta después de hora. Eduardo, como de costumbre, no había tenido la menor participación en el barullo; pero se adhirió, como también era su costumbre, al castigo general, porque siempre fue solidario. “Vos no, querido, a vos nunca te va a llegar ese momento”, le dijo la maestra, como estableciendo una diferenciación entre él y todo el resto del grado, poniéndolo por arriba de todos nosotros. Y fue por eso que no lo voté, no por él en realidad, sino por las maestras que no sólo lo habían convertido en su candidato oficial, sino que nos humillaban comparando sus cuadernos y su conducta impecable con nuestra pecaminosa conducta y nuestros impresentables cuadernos.
No sólo de futbol vive el hombre
Boleros de Javier Solís
Con Alfredo nos habíamos hecho muy amigos al salir de la primaria, nos preparamos juntos para el examen de ingreso y nos unía una pasión común: Estudiantes. Alfredo no era precisamente un pibe de barrio; vivía en una hermosa casa a pocos metros del Parque Saavedra, una de esas casas de principios de siglo, con entrada imperial, ventanas de medio punto y mármol en el frente. Único hijo varón de un contador próspero, con dos hermanas mayores, era el mimado de un hogar confortable donde estaba todo lo esencial y algo más. A pesar de tener el parque tan cerca no era de ir a jugar con los pibes del barrio, para la familia era “Alfredito” y preferían para él pasatiempos más seguros. Su posición social y hasta su ubicación geográfica le abrían las puertas a usos y costumbres de la clase media platense que para los demás nos estaban vedadas.
A Alfredo jugar al fútbol le gustaba razonablemente, y aunque no lo hacía nada mal, no se desesperaba por patear una pelota. Pero justo ese año, el 68, el de nuestro ingreso al secundario, fue el de la gran campaña de Estudiantes en la Copa Libertadores y mucha gente acomodada de la ciudad, profesionales, comerciantes exitosos, funcionarios, se prendieron como espectadores y la siguieron como turistas. Al padre de Alfredo se le despertó un fanatismo tremendo y empezó a ir a todos los partidos y a todas las canchas. Y eso significó para mí la posibilidad de ir a la cancha acompañados por un mayor, para que la vieja se quedara tranquila.
Esas coincidencias incrementaron mi amistad con Alfredo que durante un verano estuvo centrada en un ataque agudo de Metegol. Nos lo pasamos buscando metegoles por toda la ciudad con la misma ansiedad que un timbero buscaba garitos o un burrero buscaba una fija. Alfredo había dado bien el ingreso al Liceo y yo al Nacional. Nos habíamos preparado con otro compañero de clase, quien fracasó en su intento por entrar al l Comercial y se retrajo de cualquier tipo de diversión. A media cuadra de la casa de él, había un almacén de los antiguos, de esos con persianas largas y ventanas altísimas, de ladrillos sin revocar. La hija del almacenero nos preparó con un rigor espartano y los resultados fuero más que satisfactorios
En la primaria Alfredo había hecho varios malones en su casa y creo que fue allí donde me animé a dar los primeros pasos de baile. Con paciencia y generosidad sus hermanas me ayudaron a iniciarme en algo para lo que me sentía naturalmente inhibido. Todo lo que estuviera relacionado con la sexualidad era traumático para mí, y el baile era la forma de estar más cerca de una mujer, sobre todo cuando en el tocadiscos sonaban los boleros de Los Panchos, de Altemar Dutra o de Javier Solís. La separación de mis padres y la actitud de mi madre ante todo lo que tuviera que ver con la pareja, ese resentimiento que sin querer nos transmitía, me hacía actuar de una manera muy contradictoria con las mujeres. Yo quería acercarme, pero tenía miedo a ser rechazado, y para disimular mis temores adoptaba actitudes de rechazo o de desprecio.
Los bailes
En los dos últimos años de la primaria hubo varios malones, se empezaba siempre bailando las pegadizas melodías de Palito Ortega y se terminaba con las canciones melosas de Raphael. Había una en particular “Laura”, que a mí me gustaba mucho. Pero éramos chicos todavía para ir a los bailes. Ese año en carnavales las hermanas de Alfredo nos llevaron a Universitario y, a pesar de mis temores, me encantó. Mirá vos, un club que no tenía equipo de fútbol, ¿y que otro sentido podía tener la existencia de un club sino el fútbol? ¡Las cosas que uno empezaba a descubrir! Pero la verdad que me gustó, con sus jardines, con su casona y sobre todo con unas mujeres que, sin ser más lindas ni más feas que las de Estudiantes, Gimnasia, o el Deportivo La Plata, se parecían más a eso en lo que se estaba convirtiendo uno: un chico de clase media acomodada. Acomodada nada más que por ir al Nacional, porque por lo demás la situación económica no había mejorado en absoluto. Pero uno se iba dando cuenta de que ir al Nacional daba cierto prestigio, que hacía que lo miraran de otra manera. Eso era ostensible sobre todo cuando uno sacaba a bailar a una chica o cuando lo presentaban en otro lado. Ser del Nacional daba un crédito ante la audiencia femenina que yo, lamentablemente, nunca supe explotar.
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