Jorge Pastor Asuaje - Por algo habrá sido
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Mi actitud, sin embargo, debo reconocerlo, era contradictoria. Si bien por una cuestión geográfica, de gustos y de idiosincrasia, era más de barrio que del centro; quería ser aceptado también en esos círculos, o al menos no ser rechazado. Con algunos no tenía la menor afinidad y no me interesaba tampoco tenerla, pero ante otros trataba de mostrar rasgos de “urbanidad” que me hicieran más accesible a sus prejuicios.
Las diferencias entre los del centro y los de los barrios eran notorias, principalmente, en el vestir. Los del centro, que no eran únicamente los que vivían en el centro de la ciudad, si no también los que vivían lejísimo a lo mejor, en City Bell o Villa Elisa, pero compartían ciertas convenciones sociales: la sobriedad en el vestir, la más importante de todas. Calidad en las telas y poca estridencia en los colores, nada que estuviera pasado de moda o que rompiera la armonía del conjunto. El uso de saco y corbata en los varones era obligatorio todavía, y la mayoría optaba por la muy británica y flemática combinación de blazer azul con pantalón gris. Los de los barrios, en cambio, no teníamos la misma noción de la armonía estética. En primer lugar porque uno se ponía lo que podía y no lo que quería; pero también porque el gusto era, y lo sigue siendo, marcadamente diferente. Para colmo, en la segunda parte de la década del sesenta se habían puesto de modas las medias rojas, amarillas, verdes, turquesa, todos colores llamativos, combinadas en algunos casos en rombos o motivos parecidos. También estaban de moda las camisas escandalosas y después, encima, se pusieron de moda las corbatas floreadas. Claro, vestidos de sport, con camisa, pantalón y mocasines, esas combinaciones podían no ser armoniosas; pero con saco y corbata a veces eran decididamente abominables. Alguno llegaba a combinar un saco escocés, a cuadritos marrones y verdes; con una camisa a rayas rojas, azules y amarillas; una corbata violenta y anaranjada, un pantalón azul a cuadritos, una medias rosadas y mocasines marrones. Composición digna de los mejores diseñadores de grandes tiendas “Me Cago en la Elegancia”.
Los mersas
Había, incluso, un calificativo para designar todo aquello que ofendía el gusto burgués: lo “mersa”. Había lugares “mersa”, ropa “mersa” y hasta autos “mersa”. No dependía de su valor económico sino de su status social, que era una cosa muy distinta. Porque lo “mersa” no era tanto lo que usaban los pobres, sino los que, teniendo un buen poder adquisitivo, hacían gala de una ostentación lesiva a la susceptibilidad de la clase media. El Torino, por ejemplo, para algunos era un auto “mersa”, un auto de comerciantes prósperos pero sin “categoría”: carniceros, verduleros, panaderos o mecánicos. No era lo mismo que decir joyeros, libreros o tenderos, por ejemplo. Aunque nunca me lo dijeron, yo sé que para los del centro yo era un “mersa”.
Mi gusto de siempre por los colores llamativos, de indudable ascendencia caribeña, y por ende africana, no reparaba mucho en esas convenciones estéticas de los chicos del centro; a veces incluso hasta les llamaba la atención a mis compañeros de la novena de Gimnasia que, en general, de finos no tenían nada. Pero era (lo sigo siendo) muy variable en mi forma de vestir y a veces hasta me vestía decorosamente. También usaba, lo más chocho, un saco con martingala que había sido de mi primo Roberto; la martingala hacía años se había dejado de usar y yo parecía arrancado del túnel del tiempo. El Gordo, El Pato y Omar eran, en cambio, mucho más conservadores para vestir, pero en una sintonía que los diferenciaba de los chicos del centro; ellos, como yo, también eran “mersas”.
El Gordo y El Pato vivían cerca de la plaza Sarmiento, como a doce cuadras de mi casa. Omar vivía más lejos, del otro lado de la vía, pasando la 72, por el club Julián Aguirre. Tenían un defecto los tres: eran hinchas de Gimnasia. El Gordo tenía ojos más bien claros, pelo castaño claro y una nariz gruesa y respingada en medio de una cara cuadrada. Omar tenía el pelo castaño oscuro, una cara larga y la tez amarronada; era muy flaco; las piernas desgarbadas y una nuca angulosa eran sus características físicas más distintivas. El Pato también era flaco y un poco chueco, con las piernas combadas hacia fuera; tenía el pelo castaño oscuro, ondulado, una nariz aguileña levemente desviada y una mirada apagada que por momentos se iluminaba de una picardía desbordante.
El gordo era el más extrovertido, pero también el más infantil, con unos cambios de carácter desconcertantes. Omar y el Pato eran muy callados, sobre todo en clase; aunque con una gran diferencia: Omar era naturalmente introvertido; el Pato no hablaba porque no quería; cuando quería, era jodón y ocurrente.
Un día, estábamos jodiendo Omar, el Pato, el Gordo y yo con el tema de Estudiantes; ellos me cargaban pero no tenían más remedio que tragársela. Omar había dibujado una Copa del Mundo y el Pato quería que se la mostrara, Omar se resistía y en un momento dado el Pato se calentó, se la quiso sacar y forcejearon como si estuviera en juego un botín fabuloso o un arma en una película de vaqueros. La copa quedó hecha trizas y la larga amistad de ellos años también. Orgullosos los dos, no volvieron a hablarse en toda la vida.
Ejercicios
Eran lindas esas clases de Educación Física. Entre el pasto húmedo de la mañana y el frío del invierno la relación entre los compañeros de división se hacía más cálida. Y más cruel al mismo tiempo, porque después venía el momento de la ducha y la prueba de fuego para la masculinidad. Los que la tenían muy chiquita ni se bañaban para que no los cargaran y algunos sorprendían con un miembro desproporcionado para su tamaño, como el caso de Daniel, que a pesar de ser todo flacucho y enclenque tenia una toronja descomunal, realzada por la circuncisión. Era la primera vez que yo veía a alguien con la cabeza del pito rebanada y me daba impresión, yo ni siquiera podía pelarla por la fimosis (el frenillo del pene demasiado corto). No tenía idea de que aquello fuese norma entre los judíos, pero Daniel no había sido circuncidado por ser judío sino, se me ocurre, por tenerla demasiado grande. El profesor se llamaba Oro y como era muy morocho algunos decían por lo bajo que era el “Oro Negro”. Él nos enseñó los primeros fundamentos de atletismo, softball, handball y algún otro deporte.
Selección Natural
Las primeras referencias sobre la calidad futbolística de mis compañeros de división se pusieron en evidencia al término de las esas clases, era el momento que estábamos esperando para irnos a jugar al fútbol. Esa era la primera “selección natural”, ahí empecé a darme cuenta que a algunos el fútbol no les interesaba para nada y que a otros no les interesaba tanto como para tener que andar corriendo. La entrada era, recuerdo, a las doce y cuarenta y cinco minutos y a Educación Física entrábamos a las nueve menos cuarto, así que había poco tiempo para, después de la clase, jugar, bañarse, ir a la casa en colectivo, almorzar y volver a la escuela. Pero a mi no me importaba, yo quería jugar igual y eran varios también los que se quedaban. Los suficientes como para armar un equipo de siete. No teníamos un buen arquero, pero lo teníamos a Joaquín de defensor, con el Tortuga o con Carlitos; al Pato en el medio y a Jorge adelante, con Omar y conmigo. Aunque esa formación podía llegar a alterarse si Carlitos y Jorge tenían que jugar al rugby. Al Gordo mucho no le gustaba jugar al fútbol, quizás porque se sentía más cómodo en la pesca; con la caña en la mano su peso no era una desventaja ostensible, como en la cancha. Sin embargo, tan mal no lo hacía. El Pato y Omar, no tardé en descubrirlo, eran decididamente buenos. Con estilos muy distintos: Omar era un talentoso, frío, pero genial por momentos, y pronto llegamos a formar una pareja brillante en la delantera de la división. El Pato era un batallador que manejaba bien la pelota, tipo Pachamé; le gustaba pisarla y por eso le habían puesto “El Pato” en su barrio, donde alguien alguna vez dijo que se parecía al Pato Pastoriza.
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