Jorge Pastor Asuaje - Por algo habrá sido
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Ruben era de mi barrio, pero hasta entonces nuestro único contacto había sido a través del fútbol, que lo era casi todo. Él iba a un colegio de curas, el San José, y yo a la Cuarenta y dos, estatal. Estaba un poquito mejor económicamente que muchos de nosotros, pero tampoco tanto; aun así, eso establecía cierta diferencia con los demás. Siempre andaba vestido de manera impecable, aunque eso a nadie le importaba, pero no prestaba la pelota y eso si que no se lo perdonábamos. Decía que era porque el padre no lo dejaba, el padre era suboficial de la Marina y era muy exigente con él, lo tenía recagando; pero la verdad es que él no llevaba su número cinco flamante, de gajos blancos y negros, porque no quería que se le rayara.
Verdadero malabarista, hacía jueguito hasta con las mandarinas, pero en la cancha era muy frío y por eso se ligaba nuestras puteadas y las de los ocasionales espectadores. Como en el campeonato del Fortín de Zona Sur, cuando se turnaron para martirizarlo entre el padre y el resto de la hinchada: la hinchada le pedía que corriera, que bajara a ayudar en defensa, y el padre le decía que se metiera en el área. Lo enloquecieron tanto pobre que terminó perdido. Le decíamos así, Ruben, con acento en la u y no en la e final, y a partir de que ingresamos al Nacional, aunque estábamos en divisiones diferentes, fuimos compartiendo cada vez más cosas, hasta convertirnos casi en hermanos.
La medida de todas las cosas
Antes de entrar al Nacional, la única escala social que me preocupaba era la que establecía el fútbol. Es más, ni me imaginaba que existiera otra. Para mí el mundo se dividía entre los que jugaban bien al fútbol, los que jugaban mal y los que no jugaban. Esos eran inconcebibles, inexistentes, no podía entender como un hombre podía vivir sin jugar al fútbol. Fuera de esa no había mi otra estratificación posible; en el barrio esa era la medida para todo y entre los compañeros de la primaria los más pobres no eran tan pobres como para no ir vestidos más o menos dignamente y los más ricos no eran tan ricos como para deslumbrarnos. Nunca había sentido que la plata, la ropa o la calidad de la casa hubiesen sido un elemento para establecer afinidades, Ni que alguien pudiese sentirse más importante que otro porque el padre fuese un profesional. De hecho, los míos lo eran y por eso nunca habíamos tenido ninguna ventaja en el barrio, ni nos habíamos considerado más que ninguno. Nosotros seríamos, incluso, de los más pobres, por más que nunca nos hubiera faltado nuestro plato de comida ni una ropa más o menos decorosa, aunque en este último aspecto debo confesar que estábamos más para el menos que para el más. Muchos años después me di cuenta: los tres hermanos nos pasábamos todo el año con la misma remera, el mismo pullover y el mismo pantalón para ir a la escuela. Unos pantalones que ni siquiera eran de varón; mi madre, seguramente por una cuestión de precio, nos había comprado unos vaqueros sin bragueta; para mear había que bajárselos y me daba vergüenza, no era de hombre. Pero por lo demás ni me importaba, si eso no hacía que jugara ni mejor ni peor al fútbol. La realidad con la que me encontré al ingresar al Nacional fue muy distinta.
Primer año
En ese primer año de 1968 ingresamos como trescientos: once divisiones de unos veinticinco a treinta alumnos cada una. Y de tarde. Primer y segundo año eran exclusivamente de tarde. En la división nuestra, Primero Novena, la que me tocó cuando pedí cambiarme para estar con Joaquín, había varones y mujeres; era una de las dos de primer año en las que había mujeres; en las demás, únicamente varones. Salvo los que venían de la Escuela Anexa, que habían ingresado sin examen y se conocían desde hacía años, éramos todos desconocidos. Y veníamos de toda la ciudad, había también alguno de Berisso y hasta dos que viajaban en tren diariamente desde Bavio. El agrupamiento natural se daba a partir del colectivo. Quienes tomábamos el mismo colectivo para ir a nuestras casas casi inevitablemente nos íbamos aglutinando.
Los que estaban más cerca de mi casa eran El Pato, El Gordo y Omar, que habían sido compañeros en la primaria, en la Escuela Dieciocho. Los tres se iban en el ocho, que para mi era muy embolante porque daba una vuelta larguísima desde el Nacional hasta el Cementerio, pasando por el Policlínico y por la cancha de Estudiantes. Pero me gustaba irme con ellos, aunque caminando un poco tuviera como alternativas tomar el seis en diagonal 80 o el sesenta y uno en calle7. Y así nos fuimos haciendo amigos. Además, sobre todo Omar y al Pato, también eran futboleros. Omar había jugado en Los Ángeles Azules, uno de los mejores equipos de baby-fútbol de La Plata. Para jugar ahí había que ser bueno en serio y eso le abría un crédito especial en mi consideración. El Pato no había jugado en ningún lado pero aseguraba ser un crack en el Parque Saavedra y la Plaza Sarmiento.
Los del barrio y los del centro
Cuando uno se aleja, la geografía del barrio se va ampliando. Desde el centro, el barrio ya no es únicamente la zona de la canchita, ni siquiera la de las tres o cuatro canchitas juntas. No, el barrio empieza a ser todo lo que está más o menos para ese lado de la ciudad. El punto de referencia del mío se desplazó de la canchita a la Plaza Castelli, el Seminario y la Escuela Cuarenta y dos.
En el Nacional, la mayoría vivía en el centro, lejos de los baldíos y las canchitas, y no todos se daban con cualquiera. La ocupación de los padres, el lugar donde vivían, el auto que tenían, la escuela de donde venían, la forma de vestirse y otra cantidad de cosas trazaban líneas invisibles, separando los grupos. Fui conociendo nombres, lugares y costumbres totalmente nuevas para mí. Algunos jugaban al rugby, y no era como el fútbol, que se jugaba en cualquier lado, no. El rugby se jugaba en clubes desconocidos para uno y los que jugaban no te invitaban a que fueras a jugar con ellos. Algunos eran socios del “Jockey” y ser socio del “Jockey” en aquella época tenía todo un significado. El Jockey Club de La Plata no era ese edificio arruinado donde ahora se dan clases multitudinarias de periodismo, de humanidades y de un montón de cosas más. No, en esa época el Jockey todavía era el Jockey, el lugar de encuentro por antonomasia de nuestra falsa aristocracia. Porque en La Plata nunca hubo oligarcas en serio, de esos que manejaban el país desde sus grandes estancias y sus palacetes. Pero si muchos que se las daban de tales, algunos con una posición económica realmente holgada y otros que vivían endeudados y comían fideos todos los días pero “eran socios del Jockey” y, por lo tanto, una casta superior.
Al Jockey iban, según decían, las “mejores minas”, esas rubias que se tostaban al lado de la pileta por no poder ir a Pinamar; esas que pasaban sin mirar, poniendo cara de asco, moviendo de diestra a siniestra el culito levantado por los zapatos de plataforma, que estaban de moda y que ¡papito!, hacían que las que no estaban tan buena parecieran estarlo y a las otras dieran ganas de violarlas en plena calle. Ganas no más, porque uno vivía soñando con esos “hembrunes”, pero terminaba jugando al billar en los fondos del Bar Rivadavia; arrepentido de no haber ido al Deportivo La Plata o a alguno de esos lugares que para los del centro eran reducto de la “negrada”; allí, las mujeres en realidad eran más lindas que las insulsas del Jockey. Pero claro, cojerse a una guacha del Jockey era de alguna forma romperle el culo a todo ese mundo despreciativo, que lo marginaba a uno por no tener los requisitos indispensables para ser aceptado en el jet-set pueblerino.
Respecto a mis compañeros, el hecho de haber vivido en Francia, de hablar correctamente el francés y de haber recorrido una buena parte del mundo me daba íntimamente un cierto aire de superioridad; pero yo no me sentía identificado para nada con los del centro, me parecían unos maricones porque algunos usaban el pelo medio largo y con esa pinta no podían jugar bien al fútbol.
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