Jorge Pastor Asuaje - Por algo habrá sido
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El Clavo
Si la Chona era una institución en el barrio, Ricardito, el hijo, no lo era menos. Pero Ricardito era Ricardito nada más que para ella, para ella y los de la casa: para don Ricardo, el padre; para Osvaldo, el hermano, y para don Gilberto, el tío. Para los muchachos del barrio, Ricardito era el “Clavo ´e techo”. Rubio, alto y flaco, tanto que cuando le tocó la colimba lo pusieron como granadero, era la contracara del hermano. A Osvaldito, más bien petiso y morrudo, le decían “Tachuela”, era el prototipo del muchacho al que los vecinos tomaban de ejemplo: serio y responsable, tenía una gran vocación por la mecánica y por el trabajo, aunque poco apego a las disquisiciones intelectuales. El Clavo, en cambio, era el prototipo del tiro al aire. En el barrio, todos lo tomábamos para la joda. Porque él mismo vivía de joda. A duras penas había cursado el secundario y le tenía alergia al trabajo. Cascarrabia y escandaloso, cuando jugaba al fútbol armaba unos kilombos bárbaros reclamando fules y penales que existían sólo en su imaginación. Si no, estaba inventando alguna joda en la esquina o desarrollando teorías filosóficas descabelladas sobre los temas más variados. Pero el Clavo era inteligente y tenía una visión del mundo mucho más profunda que la mayoría, por eso a veces no le creían lo que decía y por eso también lo tomaban para la joda. Aunque la volvía loca a la madre con su vagancia, tanto que desde nuestra casa se escuchaban los gritos que le pegaba cuando se mandaba alguna cagada, había heredado de ella por lo menos dos cosas: la generosidad y la pasión por la política. La Chona era peronista fanática y tenía un hermano que había sido anarquista y perseguido. El Clavo, sin embargo, era (y lo sigue siendo) un antiperonista acérrimo.
Cuando formamos la agrupación en el barrio, intentamos incorporarlo, charlamos varias veces y tuvimos una larga reunión en Plaza Moreno. Pero se mantuvo en una posición irreductible “Perón es un demoliberal burgués” era su sentencia inapelable; por eso siguió inclinado hacia el trotzkismo, aunque en una organización muy chica pero bastante coherente, porque al menos tenía unos cuantos trabajadores, no como otras que se proclamaban partidos obreros y no habían visto una fábrica ni en las fotos. Si hasta el Clavo mismo terminó convirtiéndose en un trabajador, mucho mejor que yo, por ejemplo. Y mucho más coherente, sobre todo, que muchos de quienes se reían de él.
El Clavo sigue siendo el Clavo y eso es lo maravilloso: no ha cambiado en lo sustancial, en alguna esquina del centro siempre me lo encuentro haciendo su trabajo, rezongando y riendo como en la esquina del barrio. Y con una altura más imponente de la que tenía; su consecuencia hizo que a la estatura del cariño, uno le agregara la de la admiración.
La escuela
Oración a la bandera
Nosotros no cantábamos Aurora, siempre me dio cierta envidia de grande, porque yo ni siquiera conocía la letra de la canción, bahh, ni siquiera sabía que existía. Nosotros recitábamos la oración a la bandera, esa que dice “Bandera de la patria, celeste y blanca/ sublime enseña que el cielo nos legó/símbolo del honor y de la fuerza/ con que nuestros padres nos dieron independencia y libertad…”. A la hora de entrar, a la mañana temprano, en el patio de la escuela, la maestra elegía a los que más se habían destacado para acompañar a los abanderados en la ceremonia de izamiento. A veces eran siempre los mismos, pero a veces elegía a uno nuevo, y el elegido se sentía casi un prócer, un pichón de Sarmiento, un futuro prohombre de la patria. La ceremonia tenía una solemnidad casi marcial, desde siempre había sido así y con los militares en el gobierno más todavía, todo era marcial. Sobre todo las maestras. Pero eso, hay que aceptarlo, no era culpa de los militares, sino de las mismas maestras, y de sus superiores. Porque si hay una institución verticalista en la Argentina, después de las Fuerzas Armadas y la iglesia, esa es la escuela.
Casi toda la primaria, desde tercer grado, la hice en la cuarenta y dos, a seis cuadras de mi casa, pero seis cuadras de diagonal, que no es lo mismo, son cuadras largas, larguísimas. La directora era una petisa malhumorada y sargentona a quien mi vieja le decía Margarita Palacios, porque se parecía a la famosa folklorista catamarqueña. Pero la mujer tenía también, muy pero muy en el fondo, una beta generosa. De algunas maestras, en cambio, era más difícil decir lo mismo; en su mentalidad no cabía eso de la igualdad. Para ellas había seres superiores e inferiores, pero eso no dependía fundamentalmente de la raza, aunque algo ayudaba, sino de la “capacidad”. Una capacidad que se medía por la prolijidad de los cuadernos, por la exactitud de los resultados de las operaciones matemáticas y por la escasez de faltas en la ortografía. Si el alumno además iba bien vestido, y encima era medio rubiecito, entonces ya era perfecto.
Cada año, cada grado, se dividía en dos salones: A y B, que indicaban, por lo general, un nivel de “capacidad”. En quinto grado, a principios de año la maestra hacía una “selección natural”, quienes no cumplían con sus normas mínimas de calidad eran desterrados al grado B, el de los “inferiores”. Vaya casualidad, en el B estaban los más pobres y los peor vestidos, junto con algunos que no eran tan pobres ni tan mal vestidos pero tenían una timidez crónica o una inhibición que rozaba la oligofrenia (al final me doy cuenta que el jodido también soy yo). No recuerdo por qué motivo me tocó caer en desgracia con ella y fui degradado. Esa es la definición exacta, porque me sacaron del grado, por eso esta bien decir degradado; pero además porque me hizo sentir humillado. Y yo era tan boludo, aunque en esa época tenía la excusa de ser chico, que realmente me sentí así. Para mí fue como haber caído en un leprosario y le rogué y le recontra rogué que me dejara volver al grado. Ofrecí dar pruebas de aptitud, de comportamiento y de cuanto quisiera con tal de volver, y al final el “perdón” me fue concedido. Pude retornar al A y así sentirme un miembro más de la “elite” escolar, de los que estaban por arriba de los otros.
Aunque algunos de los valores en esencia eran muy reaccionarios, la escuela primaria era la matriz de una formación ideológica en la que el trabajo, el estudio y el talento eran reconocidos como virtudes, a las que se fomentaba y premiaba. Si bien la televisión ya tenía una gran influencia en la formación de los chicos, todavía se valoraba más la palabra de la maestra que la de los conductores de programas de entretenimiento.
Mirta
Fue en quinto grado, me acuerdo bien por varias cosas, ese año se jugó el Mundial de Londres y como yo ya iba al centro, a comprar café en Bonafide, voté en un concurso por el candidato a campeón: puse Portugal. No salió campeón pero salió tercero y no estaba en los cálculos de nadie. Con Guillermo íbamos también al Instituto Argentino –Británico donde teníamos una profesora muy linda y muy seria, una morocha que nos enseñó los rudimentos de la lengua de Sheakespeare; los únicos que uno más o menos maneja todavía: “ The cat is black, the pencil es white, mi name is…” . Fuimos de paseo a Capilla del Monte, en Córdoba, con los de la tarde, y se dieron varios romances virtuales. Virtuales porque había ganas de los dos lados, pero no llegaban a concretarse. También fue el año en que empezaron los malones con discos de Palito Ortega, que ya había compuesto La Felicidad, y del Trío Los Pancho, los mejores para bailar apretados.
Ese año tuve de compañera de banco a Mirta. Nos sentábamos un varón y una mujer por banco, una saludable costumbre para integrar a los dos sexos; a diferencia de las escuelas religiosas, que eran sólo para varones o sólo para mujeres.
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