Jorge Pastor Asuaje - Por algo habrá sido

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Canto a las pasiones y crónica extraordinaria -por lo sincera y minuciosa- es la historia de vida y muerte que se cuenta aquí. El narrador entero, en cuerpo y alma, es él y es muchos como él: una generación y pico de muchachos y chicas encendidos como la generosa luz de un fósforo, brillando contra la oscuridad de los años de plomo.

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Viéndolo sufrir los domingos, cuando escuchaba los partidos en la portátil, y oyéndolo hablar con idolatría de la delantera de los profesores del 31, que antes de hacer un gol se pasaban los cinco la pelota, y de figuras como Sbarra, Ogando, Negri, Infante o Pellegrina, nos terminamos haciendo hinchas de Estudiantes. No nos quedó más remedio, en la familia todos eran “pinchas” fanáticos.

La calle

En el casco urbano de La Plata, hasta la década del 70 la mayoría de las calles eran de tierra, también la nuestra. Para tomar el tranvía, antes, o para tomar el colectivo, después, había que salir hasta la diagonal 74. Nosotros estábamos cerca y nuestra vereda era el paso obligado de los vecinos de varias cuadras. Esa era la “clientela” de mi abuelo.

Varias veces al día, cuando se cansaba de trabajar en la tierra, caminaba con las muletas hasta la vereda y se sentaba sobre la parecita del frente, delante de su quinta y bajo los dos paraísos de la calle. Allí atendía sus “consultas”: a las mujeres, cuando pasaban para hacer un mandado o para tomar el micro, les contaba chistes verdes; a los muchachos les contaba secretos de prostíbulo y de garito; con los hombres más grandes discutía de política y deportes; a todos, grandes y chicos, les hacia alguna joda y ellos les respondían. Por eso la mayoría hacía escala allí; un racimo de muchachos del barrio solía juntarse a escuchar sus anécdotas y sus picardías, que nunca contaba delante nuestro.

Mientras la 28 fue de tierra, los paraísos de la vereda formaron un arco natural, ideal para ensayar la pegada, para tirar centros o jugar al “ metegol va al arco”. Eran dos árboles medianos, plantados a unos tres metros uno de otro, atrás estaba la vieja vereda de ladrillos y adelante un cuadradito de tierra, justito para las atajadas del arquero. Alejandro, mi hermano menor, demostró tener buenas condiciones para ese puesto.

Pero con el asfalto se terminó todo: los tiros al arco, los centros y los partidos de metegol. Hasta la gente que iba a tomar el colectivo ya pasaba más rápido por la vereda.

Los grandes

En un rincón umbrío, bajo los árboles de la canchita, alguna vez nos habían develado uno de los misterios del sexo. Estaba en una caja chiquita, tres redondelitos extraños, de nombre complicado: profilácticos. Eran otros tiempos, no se los regalaban a los chicos en la escuela ni se compraban en los baños públicos; no se conocía el SIDA y no había campañas públicas promoviendo su uso. Hasta los grandes se cuidaban de nombrarlos. En televisión, Tono Andreu protagonizaba un sketch en La Tuerca parodiando a un hombre que iba a comprar preservativos y justo cuando se los estaba por pedir al farmacéutico, siempre aparecía una mujer y el tipo terminaba pidiendo cualquier cosa. Hoy a muy pocos les da vergüenza pedir preservativos en un kiosko o manotearlos de las góndolas de los supermercados.

Para nosotros era un descubrimiento. El auditorio andaba entre los nueve y los doce años y, salvo alguna que otra excepción, ninguno había visto nunca un forro y otros ni siquiera habíamos escuchado hablar de ellos. En esas circunstancias, mostrarnos los preservativos era oscilar entre el exhibicionismo y la docencia. Era una demostración pública de machismo y poder por parte de “los grandes” del barrio y también una forma, quizás involuntaria, de empujarnos a ser adultos. Los “grandes” no eran mucho mayores que nosotros. La barrera la establecía la escuela primaria, sin importar demasiado la edad que uno tuviera. Después empezaban a cambiar los hábitos y ya no disponíamos de toda la tarde para ir a jugar. El que terminaba la primaria iba a estudiar o a trabajar, y el fútbol quedaba relegado para los sábados a la tarde. Ese era el día de los “grandes”. Los “grandes” eran los padres de algunos de los pibes, los vecinos cuarentones y cincuentones que todavía se animaban a correr atrás de la pelota, y toda una franja que iba desde los trece o catorce años a los treinta y pico. Pero cuando éramos chicos, los “grandes” eran, sobre todo, los que iban a los bailes y los que ya habían debutado con una puta barata en algún kilombo secreto. Aunque ellos aseguraban haberse acostado hasta con Miss Universo y contaban proezas donjuanescas, descomunales y falsas. Eran también los que sabían de otras cosas, o no sabían pero las inventaban y lograban que les creyéramos. Cuando jugábamos entre nosotros o contra otro barrio se paraban atrás de un arco para armar el equipo y dar instrucciones tácticas que nadie cumplía. Para divertirse arbitraban nuestras peleas y a veces hasta las fomentaban, aunque eran siempre los encargados de cuidar que no traspasaran un límite, como para que ninguno saliera lastimado. Se reunían a la noche en las esquinas para contarse las conquistas del fin de semana o para inventar alguna joda, tomando de punto a los giles del barrio. En verano una de las jodas preferidas era entrar a mi casa a robar ciruelas en la quinta de mi abuelo. Un robo que tenía como único sentido el placer que da comer algo robado, porque había tantas ciruelas que mi abuelo las regalaba, le hacían un favor llevándoselas. Pero robadas tenían otro sabor.

Unos estudiaban, otros trabajaban, pero cualquiera podía aparecer un día con el pelo rapado con la cero y un birrete incrustado en la charretera de un uniforme caqui. El servicio militar se los llevaba del barrio durante un año, a veces más, y los devolvía bastante cambiados; casi siempre más serios y responsables, aunque en algunos casos también más cínicos y perversos.

A los “grandes” les dábamos autoridad para opinar sobre todo: la música, las mujeres y el fútbol eran los temas más tocados; aunque también opinaban sobre tecnología, ciencia ficción, religión. Pero desde hacía un tiempo algunos habían empezado a ponerse llamativamente serios, un tema nuevo y absorbente había aparecido en el barrio, la política empezaba meterse en todos lados.

En mi barrio los grandes eran el Esteban, el hijo del bicicletero de la esquina, al que admirábamos porque había llegado a jugar en la cuarta de Independiente, pero no había trascendido más por falta de contracción al entrenamiento y exceso de contracción a la joda; el Vicente, el hijo del zapatero, un muchacho con más aspecto de intelectual que de laburante: costaba creer que tuviera alguna relación con ese tano viejo y cerrado, que martillaba tachuelas envuelto en el humo de su tabaco denso, tan impenetrable como ese dialecto que apenas se abría para nombrar dificultosamente los tacos y las mediasuelas; el Hugo, que vivía al lado de mi casa y salía con mi primo cuando venía de allá de la Patagonia; el Sapo, que no podía jugar al fútbol por haber padecido una enfermedad muy grave de chico y entonces se contentaba con relatar los partidos desde arriba de un árbol, por eso le habían puesto Saporiti, como el famoso relator de la década del 50, y terminaron diciéndole Sapo; el Pelusa, que unos años después se mató tirándose en paracaídas; los hijos de la Chona y un montón de nombres más, dispersos en la memoria.

La Chona

La Chona no es, todavía hoy, una vecina; la Chona es, ella misma, el barrio. Un elemento tan inherente a su existencia como las mismas calles, como los árboles y las casas. Aún más, tal vez sin los árboles, sin las casas y hasta sin las calles el barrio podría subsistir igual; pero no podría subsistir sin la Chona. Ella encarnó siempre el prototipo de la vecina indispensable; prácticamente no había casa por la que no pasara con cualquier excusa. Así se enteraba de vida y milagros de todos los vecinos, cuyos avatares pasaban automáticamente a convertirse en tema de murmuración general. Todos se enteraban de que fulana se había peleado con el marido, de que la hija de zutano parecía que estaba embarazada, de que mengano andaba en malas compañías, de que la señora de perengano parecía que lo engañaba con el carnicero de la otra cuadra, de que a don José lo estaban por operar de la próstata. Algunos la acusaban de chusma, pero quien más quien menos todos debieron recurrir a ella. Su generosidad rayaba en el heroísmo: estaba siempre lista también para dar una mano cuando había que llamar a un médico de urgencia; o conseguirle a la vecina de la esquina el botón para terminar el vestido de la sobrina; o averiguarle a don Pedro el precio del maíz en la pastería o para ponerle las ventosas a algún enfermo o para cualquier gauchada, sin calcular costos ni conveniencias. Como esa tarde, ya en mis tiempos de militante, cuando se dio cuenta de que me seguían y me abrió la puerta de su casa para salvarme la vida.

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