Jorge Pastor Asuaje - Por algo habrá sido
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Allí, debajo de los contrapisos de las casas y los departamentos que hoy ocupan su lugar, han quedado grabadas las indescifrables huellas de nuestras gambetas y el indeleble candor de nuestra alegría. Allí, debajo del cemento y los ladrillos, está enterrado un pedazo de nuestro corazón. Si algún arqueólogo algún día, dentro de miles de años, remueve esa tierra investigando como era la vida en el pasado, encontrará algo así como la pisada de un animal prehistórico, pero no descubrirá su nombre comparándola con la de los gliptodontes ni buscándola en los libros virtuales del futuro. Sólo podrá develar el misterio si en algún museo escondido o en algún desván olvidado, ha sobrevivido un par de botines Sacachispas.
Y si sigue excavando, en algún momento sentirá que la tierra cruje con un ruido extraño, que se convierte en algo así como un grito, como el eco de una palabra desaparecida que retumba en algún lugar de la memoria. Consultará con otros y les dirá perplejo “¿no se escucha algo así como goooooool?”.
La Gambeta
A mí me tocó sufrir en carne propia la discriminación degradante que se les imponía en el barrio a todos los que no sabían jugar bien a la pelota. Me tocó soportar el tormento del desprecio y el escarnio de la burla con que se castigaba despiadadamente a los “troncos” y a los “pataduras”. Flagelado socialmente por no saber gambetear y por pegarle “de punta”, era tratado como minusválido futbolístico. Y hasta padecí la humillación de quedar marginado al papel oprobioso de testigo, mirando desde un costado del potrero como otros se divertían con mi propia pelota. Yo era tan malo, que no tenía ni siquiera derecho a jugar.
Pero eso empezó a cambiar repentinamente desde aquella mañana en que descubrí la gambeta. Hasta entonces había sido un jugador rudimentario, de correr como un desesperado tras la pelota, con un espíritu de sacrificio capaz de alcanzar la inmolación futbolística. Con esos escasos recursos era, sin embargo, útil para el equipo; generoso en el gasto de energías y en la administración del balón, que siempre pasaba fugazmente por mis pies, incapaces, por impericia, de retenerlo por mucho tiempo.
Para entonces yo ya había empezado a comprar la Goles y El Gráfico y a querer vestirme como los jugadores de fútbol profesionales, imaginándome que un día era de un equipo y otro día de otro. Ese día me había puesto una chomba y un pantalón corto blancos y una medias negras, tratando de imitar el uniforme de Universitario de Lima, y me fui para la esquina. Y ahí, entre los árboles de la vereda de los Rollié y sobre las toscas de la calzada, mágicamente, descubrí que yo también podía. Era como si la pelota repentinamente se hubiese enamorado de mis pies y me di cuenta de que, acariciándola suavemente de un lado a otro, podía conservarla mucho tiempo sin que pudieran quitármela los adversarios. Así descubrí esa mañana el placer de la gambeta, que, por la vía del exceso, pronto se me convertiría en adicción; en el pernicioso vicio que me llevaría a la perdición futbolística unos años después.
La gambeta es un baile de improvisación permanente, ejecutado por una pareja que puede llegar al delirio sin seguir ninguna regla: el hombre y la pelota. A ras del piso nada está prohibido entre los dos, pero de él depende que sean inseparables. Para eso tiene que saber tratarla y protegería, conocer sus caprichos y presentir sus intenciones, saber que tarde o temprano se irá con otro, no por infiel y promiscua sino porque ha nacido para no ser de nadie.
Pero si sabe tratarla puede conseguir que no se vaya antes de tiempo, que parta en el momento justo, cuando él decida despedirla con un golpe dulce y seco, como un beso de adiós en la mejilla. Para que la pareja sea feliz y el baile sea perfecto la pieza tiene que terminar en ese instante, ni después ni antes. Si no, sufrirá el síndrome inevitable del adulterio, el flagelo atroz del abandono, o peor aún, la desesperante impotencia del artista que perece sin ver terminada su obra.
Él tiene que saber que ella es como un pájaro, al que hay que echar a volar después de darle calor, si no, se puede terminar ahogando. El gambeteador sabe que su placer tiene la eternidad de lo efímero. Por eso tiene también una medida exacta que no se debe sobrepasar. Excediéndola, sucumbiendo a la tentación de la lujuria, se convierte en un vicio lascivo. En un erotismo repetitivo y superfluo que culmina en la esterilidad. Por eso sus mejores cultores no han sido, ni lo serán nunca, aquellos que la practican en sus formas más opulentas, los que la acumulan en demasía. Sino, los que tienen el envidiable privilegio de saber descifrar cual es su justa y misteriosa medida.
La pelota
Cuando el bichito del fútbol entró en mi casa, Guillermo andaba por los ocho años y yo por los diez. No se como ni cuando exactamente empezamos a interesarnos por el juego que trajo a la Argentina Alexander Watson Hutton a fines del siglo diecinueve, pero si recuerdo que nuestro primer balón fue una argamasa de recortes de trapo forrados con una media rota. Nos pasábamos horas y horas jugando en el galpón del fondo, cabeceando los centros que nos enviaba nuestro wing imaginario: la pared. Como el galpón estaba lleno de herramientas y trastos viejos, no había mucho espacio para jugar a ras del piso, la alternativa entonces era el juego aéreo, en el que Guillermo me sacó rápidamente considerables ventajas. Hacíamos un solo arco y tirábamos la pelota contra la pared para que rebotara y volviera como un centro para cabecear o parar con el pecho y bajarla para el voleo. Mi hermano saltaba y le daba con asombrosa facilidad a la pelota, dirigiéndola con fuerza hacia donde quisiera, con la frente o con los parietales.
Esas destrezas pronto empezó a demostrarlas en la canchita de la esquina, de la que nos convertimos rápidamente en visitantes consuetudinarios. Guillermo no sólo cabeceaba bien, sino que también le pegaba certeramente con cualquiera de los dos pies, por lo cual se ganó inmediatamente el mote de “Zurdo”.
Cuando éramos pocos o teníamos una pelota chica, jugábamos ahí, en una canchita improvisada y asimétrica, cuyos arcos estaban en un baldío muy chiquito en la esquina de 68 y 28, pegado a la casa de los Amiconi. De un lado tenía como límite insuperable la medianera de la casa, pero del otro se extendía hasta la ligustrina de la casa de enfrente, incluyendo la calle y la vereda. Ese era prácticamente el único espacio donde podía desarrollarse el juego, porque la parte central era demasiado chica para gambetear o intentar cualquier otra cosa.
En la esquina empezamos jugando con pelotas de goma, las de cuero escaseaban. De vez en cuando aparecía una número tres, pero las número cinco eran casi inaccesibles. Para colmo, algunos de los propietarios de esa rara joya barrial no querían llevarla a la esquina porque se les gastaba en los roces sobre la tierra pelada y en los rebotes contra la pared. Así, la pelota número cinco pasó a ser nuestro más codiciado objeto de deseo; nuestro sueño dorado era un pedazo de aire cubierto de cuero. La oportunidad de tenerla se presentaría para el Día de los Muertos.
Muertos eran los de antes
Los muertos ya no son lo que eran entonces. En esa época recibían puntualmente a sus parientes y amigos, domingo tras domingo, preparados para la ocasión; con sus tumbas bien cuidadas, las lápidas desmalezadas, los bronces pulidos y las últimas flores todavía frescas. Los menos afortunados recibían a sus visitas únicamente para el día del padre o de la madre, pero todos, invariablemente, tenían algo así como su fiesta de cumpleaños: el Día de los Muertos. Que no era un día, en realidad, sino dos, porque el último día de octubre es el Día Todos los Santos y el primero de noviembre el de Los Muertos por la Patria, fechas de las que ya nadie se acuerda. Multitudes de deudos desfilaban esos días por la diagonal para cumplir con el sagrado deber que dictaban los preceptos de la religión y de la conciencia; se exigía, como requisito ineludible para que el sacrosanto trámite fuese oficializado en las notarias del cielo, la presentación de un ramo de flores como óbolo al difunto.
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