Jorge Pastor Asuaje - Por algo habrá sido
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El pletórico jardín del abuelo se convirtió entonces, de buenas a primeras, en el proveedor de materia prima para el fugaz negocio que instalamos en la vereda de la diagonal. Los gladiolos rozagantes, las marimonias multicolores, las dalias pecaminosas, los malvones rústicos, los jazmines embriagantes, las cándidas azucenas y las apocados alelíes cruzaron los veinte metros que separaban la casa de la esquina, para ofrecerse orondos al vendaval enlutado que arrasaba esos días con toda la floricultura de la región.
La diagonal 74 era la vía casi obligada de llegada al cementerio, y todos los domingos recibía un peregrinaje multitudinario de parientes y amigos que acudían a visitar a sus finados con un aire que oscilaba entre lo trágico y lo festivo. Pero esos dos días, la muchedumbre aumentaba hasta convertirse casi en un corso; el carnaval de la muerte era una caravana incesante de carros con caballo, sulkys, autos y colectivos, repletos de hombres y mujeres con vestidos, chales, tules, mantillas, brazaletes, corbatas y cuanto trapo negro pudiera llevarse encima. Todo les venía bien para adornar las tumbas de sus muertos: el helecho espumoso que crecía como yuyo en nuestro jardín y hasta las calas que para nosotros eran casi una plaga, eran alhajas que nos arrancaban de las manos. Así logramos reunir exactamente cuatrocientos noventa pesos moneda nacional y se los dimos a la vieja para que viera que podía hacer; no sabíamos exactamente cuanto costaba la número cinco de cuero, pero sabíamos que estábamos demasiado lejos. Impacientes y ansiosos nos pasamos esa tarde mirando hacia la parada del colectivo, esperando que alguno la trajera a la vieja con el preciado e ignoto encargue, o con nada. Cuando la vimos bajar del sesenta y uno con el bulto inconfundible de una pelota, fuimos felices eternamente. La plata no había alcanzado para la número cinco, pero por cien pesos más, que había puesto ella misma, la vieja nos había comprado una número cuatro esplendorosa. Idéntica a las que usaban en los partidos de primera, pero un poco más chica. No era una pelota, era un tesoro. Cuando desenvolvió el paquete nos quedamos mirándola embelesados, con la devoción de los fieles de un culto pagano que ven corporizarse a su dios. Como un coleccionista de arte que ha conseguido la obra más codiciada; como un joyero tasando el más descomunal de los diamantes; no la tocábamos, la acariciábamos; ni siquiera nos animábamos a rebotarla contra el piso por miedo a que se rayara. Había que mostrársela al barrio, porque para eso la habíamos comprado, para cansarnos de jugar en la canchita de la esquina. Pero había llovido y no queríamos que se embarrara, así que estuvimos dudando un rato, oscilando entre la sensatez que nos aconsejaba esperar al otro día y la ansiedad por estrenar nuestra felicidad. Lo resolvimos con una salida salomónica, más bien con un engaño: “vamos a mostrársela, pero no para que jueguen, para que la vean nada más”, y salimos corriendo, Guillermo con la pelota en la mano y yo atrás de él. Sabíamos que cuando llegáramos iba a pasar lo que pasó: “dejame hacer jueguito, que no la rayo”,”dale, pateámela un cachito, no seas fanfarrón”,”dejame cabecearla”. Después de un instante de contemplación absorta, alguno iba a querer probarla y al rato nuestra adorada gema sería la ofrenda del festín: el picón era inevitable. Y lo fue, al anochecer volvimos cansados y contentos, con la joya encascarada en una costra de barro espeso, que nos costó un rato largo despegar. La acariciamos como a un cachorro mojado, exhausto de retozar en el fango. La bañamos en grasa y le dejamos que se durmiera en una cuna de trapo. No queríamos que tuviera frío ni se golpeara contra el piso si a la noche se movía, porque estábamos seguros de que la pelota estaba viva.
Los apodos
En todo grupo de varones siempre hay apodos, y más en un barrio. En el mío casi todos teníamos uno, referidos en general a alguna característica física que nos pesaba. O a cualquier otra cosa que nos distinguiese. No eran demasiado originales: a un gordito le decíamos “Tapón”, a otro “Chancho”, al flaco “Calavera” y a otro “Locomotora”. “Negro” no le decíamos a nadie en particular, porque morochos oscuros eran unos cuantos. A Guillermo y a mí, por haber vivido en Francia, nos decían Franchute, o Francés, o Francia; principalmente los de los otros barrios, para el nuestro, él era “El Zurdo” y yo “El Jorge”, con el artículo antes, como todos los nombres. Alejandro, mi hermano más chico, era “El Rata”.
De las Championes a las Sacachispas
Los Rosell habían venido de Rosario hacía ya muchos años, sin mucho más patrimonio que el fanatismo por Newell’s Olds Boys y unas zapatillas viejísimas que don Gilberto sacó un día de entre un montón de cosas viejas del galpón:”Que lástima que te quedan grandes, porque estas son muy buenas zapatillas, son como unas championes”. Fue la primera vez que vi de cerca unas zapatillas de basquet de las antiguas, con abotinado de media caña y redondelitos blancos de goma a la altura de los tobillos. Hasta la década del 70, más o menos, las zapatillas para deportes no fueron un producto de venta masiva como ahora. Se vendían únicamente en las casas de deportes y había pocos modelos. Hasta la década del 50 las más sofisticadas eran las “championes”, así les decían en el litoral, pero en realidad se llamaban Champions, en inglés; después aparecieron las Sacachispas, para fútbol, como unas championes pero negras, con puntera y tapones de goma cuadrados; a fines de los 60 hubo unas con tapones redondos, muy lindas, pero se rompían pronto y no salieron más. A parte estaban las Pampero tradicionales, esa alpargata abotinada con suela de goma; todavía existen, pero son chinas y no tienen ni nombre. Mejores que esas eran las Flecha, azules o blancas, con puntera y suela de goma; durante mucho tiempo fueron lo máximo, hasta que en los setenta aparecieron las Pampero Tenis, que eran solamente para los cajetillas.
Tapones de cuero
Los botines de fútbol en esa época eran todavía una rareza, el privilegio de unos pocos. En mi barrio el único que tenía un par era el Nene Gómez, que había jugado en la Liga Amateur; aunque estaban ya bastante gastados, los mirábamos con veneración, algún día también cada uno de nosotros tendría su propio par de botines. Se me convirtió en una obsesión, empecé a ahorrar y unos años después me pude comprar los que más me gustaban: los Selección 64 de Fulvence, un modelo que la fábrica había hecho especialmente para el equipo que gano la Copa De Las Naciones en Brasil. Dicen que los originales eran celestes y blancos, pero los míos eran negros y con tres rayitas blancas a los costados, como los Adidas, que todavía no entraban al país. Los tapones eran de cuero, como casi todos, porque los de plástico todavía no se habían inventado y los de aluminio eran muy caros Los usé muy pocas veces, para mí eran un tesoro; los guardaba solamente para partidos importantes y en canchas de césped.
Años después, cuando la militancia política me quitó tiempo y posibilidades de jugar al fútbol, se los presté a un amigo y nunca más los volví a ver.
Una foto p´al Gráfico
García Márquez le echa la culpa de todo a una de sus primeras maestras en la primaria: “Ella fue la que me dio esas lecturas que me pudrieron el seso para siempre”, dice en una nota. Yo podría echarle la culpa de todo a las revistas, a la Goles y especialmente al Gráfico.
Desde el 65 me convertí en adicto a las dos y las compraba todas las semanas. La Goles venía en el viejo sepia y traía muchas fotos e información, pero era bastante superficial El Gráfico, en cambio, era el barómetro deportivo del país: el sueño de todo deportista argentino era aparecer retratado en su tapa, significaba la consagración definitiva. Porque todavía no se manejaba con el criterio del “marketing”, los que aparecían en sus tapas no eran los que más vendían, sino los mejores, no importaba cual fuera su especialidad; hasta los deportes menos populares como la natación, el polo o la esgrima podían ocupar la tapa si una figura había hecho méritos suficientes. En la canchita de 29, como en todas las del país, soñábamos con salir algún día en la tapa del Gráfico, y mientras tanto nos consolábamos sacándonos fotos imaginarias para la revista, posando, pegándole a la pelota o ensayando una atajada: “Dale, dale, sacame una foto pa´l Gráfico”.
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