Jorge Pastor Asuaje - Por algo habrá sido
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Pero más importantes tal vez que las fotos eran las notas. Había por lo menos una docena de excelentes redactores, pera las mejores sin duda eran las del gran Osvaldo Ardizzone. Yo me devoraba sus reportajes a las grandes figuras del fútbol, sus crónicas épicas sobre partidos memorables, y los copiosos elogios a las condiciones técnicas de los crack de todas las épocas. Y estaba seguro de que algún día sería el protagonista directo de esos reportajes, el objeto de todos los elogios, yo condensaría todas las virtudes: admirarían mi gambeta, alabarían mi pegada, ponderarían mi talento, encomiarían mi marca. Escribirían sobre mi todas las cosas que habían escrito desde Bernabé Ferreyra a Walter Gómez, de Pedro Ochoa a Federico Sacchi, de Antonio Sastre a Raúl Bernao, de Roberto Cherro al Pocho Pianetti; de René Pontoni a Fernando Arean; de Herminio Masantonio al Toscanito Rendo; de Manuel Ferreyra a Norberto Infante de José María Minella a Daniel Bayo, de Alfredo Di Stefano a Pelé; de Andrade a Sasía, de Puskas a Eusebio, de Masopust a Metreveli. Todas y cada una de mis acciones en la cancha y de mis pasos en la vida serían seguidos de cerca por un enjambre de periodistas que no se cansaría de entrevistarme y de elogiarme. Y yo me adelantaba a ese tiempo y me imaginaba ya lo que estarían diciendo si me estuvieran viendo jugar en ese momento en la canchita, como describirían el pase que acababa de dar, la gambeta que acababa de hacer. Pero en la canchita no estaban Diego Lucero ni Osvaldo Ardizzone ni ningún otro periodista; estaban mis compañeros que me sacaban de mi sueño, gritándome indignados: “¡Franchute, largala boludo!, ¿quién te creés que sos?”.
La que mata
Independiente era el bicampeón de América y venía con todas sus estrellas a jugar contra Estudiantes el último partido del campeonato. La cancha estaba llena, pero la mayoría del público no había ido a ver ese partido, había ido a ver la consagración de “La tercera que mata”, el fabuloso equipo conducido por Miguel Ignomiriello del que salieron Polletti, Aguirre Suárez, Manera, Malbernat, Medina, Pachamé, Bedogni y muchos más. Ellos fueron la base del campeón intercontinental de tres años después y era un deleite verlos jugar. Por eso el público en la tribuna gritaba “Isabelita la esposa de Perón, vino a La Plata para ver al campeón”
Gonzalo Chávez ese día no pudo ir a la cancha, había empezado a jugar otro partido. “El viejo la mandó a Isabelita, que no sabía ni hablar, pero que vino con la misión de romper el proyecto de “Peronismo sin Perón” de la burocracia. Ahí me comí la primer cana de mi vida: pintando “Bienvenida Isabel” en la esquina de 7 y 32, parece mentira”, me contaba recordando ese episodio. Yo todavía estaba muy lejos de la política y mucho más todavía del peronismo.
El equipo de José
La engañamos a mi vieja, nos abusamos de su desconocimiento futbolístico y le hicimos creer que era un partido sin mucha importancia. “Juegan Gimnasia y Racing, no es peligroso” y como ella tenía en la cabeza que los partidos peligrosos eran los que jugaba Estudiantes contra algún grande o contra Gimnasia, nos dejó ir previo pago del “impuesto” implícito en cada autorización.
Cada vez que queríamos ir a la cancha nos hacía tender las camas y pasarle el trapo a todos los pisos de la casa como condición indispensable. Y lo hacíamos, de mala gana pero lo hacíamos, la cuestión era estar el domingo en la tribuna, y ese domingo no queríamos faltar.
Aunque Racing no hacía mucho que había salido campeón, en el 61; ese cuadro del 66 había creado toda una mística. Sólo Boca, hace muy poco, pudo superar su récord de treinta y nueve partidos sin perder. Pero no era sólo eso, ese Racing no cultivaba el estilo tradicional que le había valido el mote de “La Academia”. Ese equipo, construido sobre la base de varios veteranos y otros tantos desconocidos, había revolucionado al fútbol argentino con una mezcla a base de guapeza, solidaridad y contundencia. Tal vez no tuviera un estilo muy definido, no era totalmente sudamericano ni llegaba a ser europeo, pero tenía una identidad inconfundible. La que le había dado la tribuna, inmortalizándolo en un cantito que ha sobrevivido hasta hoy. Un cronista deportivo dijo una vez que si el inventor lo hubiese registrado, cobraría más derechos de autor que Enrique Matos Rodríguez, el compositor de La Cumparsita. “¡Y ya lo ve, y ya lo ve / es el equipo de José!” se cantaba en todas las canchas con un sin fin de adaptaciones.
Para verlo, con mi hermano Guillermo nos fuimos tempranito, para la hora de la tercera, y a esa altura la tribuna visitante de Gimnasia estaba repleta de hinchas de Racing. Era la primera vez que estábamos en otra hinchada que no fuera la de Estudiantes, y los de Racing eran totalmente distintos, porque eran casi todos porteños, de origen o de espíritu, con la ironía sarcástica que caracteriza al porteño. Había tipos que habían seguido a Racing durante toda la vida; muchos habían visto al tricampeón del 50 y algunos hasta recordaban al gran campeón de la década del 20.
El partido fue malo y salió cero a cero, pero queda en el recuerdo el delirio de la hinchada académica ante la prestancia de cada intervención de Perfumo, quien demostró por qué le decían “El Mariscal”. Y queda también ese grito final, el que inscribió definitivamente al “equipo de José” en la historia del fútbol argentino. Ese grito que tardaría treinta y cinco años en repetirse.
Mi casa
La casa de la calle 28 era modesta y larga. Había ido creciendo con la familia. Al principio fue una construcción sólida en uno de los dos lotes del terreno: tenía un estilo más “moderno” que la de 49, si cabe la expresión. Una pared bajita ocupaba los catorce metros del frente y tras ella estaba de un lado un jardincito y del otro un lote entero de árboles y flores. Sobre el jardincito estaba el frente de la casa propiamente dicha: una fachada rectangular y desabrida. De no haber sido por el livingcito, el interior hubiese sido igual al de 49: dos piezas a los costados y una cocina grande al fondo; Tras el lìving, la tradicional galería, dando a una de las piezas y a la cocina. Junto a la cocina había también un cuartito que habrá nacido con la idea de llegar a ser un baño, pero se necesitaron más piezas porque se casó mi tío y el baño terminó al fondo de todo, al costado de un patio descubierto. Pegado al baño, cerrando el terreno, había un galpón grande, donde él tenía su banco de carpintero. Y al costado del galpón, el infaltable gallinero.
Cuando llegamos la familia de mi tío ya vivía en esa casa, ocupando dos piezas, un living y una cocina, adosados a la construcción principal. Media familia Tocho estaba allí: los abuelos, dos hijos, una nuera y seis nietos. No vivíamos hacinados, pero la privacidad no sobraba, ni había espacio para el lujo. Al principio compartíamos todos el mismo televisor, hasta que nos adaptaron a 220 el que trajimos de Venezuela.
Pero si estoy hablando de la casa no es tanto por hablar de la casa en sí, sino de ese lote que tenía al lado. Poco tiempo después de haber llegado nosotros, a mi abuelo le cortaron una pierna, engangrenada por la nicotina de los cigarrillos. Impedido de caminar grandes distancias y de andar en colectivo, se abocó por entero a una de sus grandes pasiones de toda la vida: las plantas.
Caminaba en las muletas hasta el lugar donde quería trabajar, se sentaba en una banqueta y de allí descendía hasta el piso. Arrastrándose se desplazaba luego por los caminitos que él mismo había construido. Delimitados por ladrillos de canto, el abuelo tenía el lote organizado por canteros, con pasillos principales y secundarios. Allí cultivaba flores y árboles frutales adelante y atrás una huerta de hortalizas. Las flores eran la envidia de las vecinas, los frutales rebosaban en verano y la quinta a veces nos daba de comer. Pobre abuelo, no le ayudaba nadie; nosotros siempre poníamos mala cara cuando nos pedía que le alcanzáramos algo y él puteaba como loco. Pero era feliz con sus plantas y sus cuadernos. Escribía un poco con Virome azul y otro poco con roja, los guardaba en unas alforjas pegadas a su silla, En uno anotaba todo el fixture del fútbol de los domingos, partido por partido, con resultados y goleadores. En el otro había coleccionado como dos mil chistes, la mayoría verdes; esos eran los que les contaba a las vecinas y los muchachos del barrio cuando pasaban por la puerta.
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