Jorge Pastor Asuaje - Por algo habrá sido

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Canto a las pasiones y crónica extraordinaria -por lo sincera y minuciosa- es la historia de vida y muerte que se cuenta aquí. El narrador entero, en cuerpo y alma, es él y es muchos como él: una generación y pico de muchachos y chicas encendidos como la generosa luz de un fósforo, brillando contra la oscuridad de los años de plomo.

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Nacido apenas unos años después que la ciudad, el abuelo creció en la calle y pronto adoptó el oficio de la mayoría de los pibes de su tiempo: lustrabotas, ocupación que retomó cuando cambiaron las leyes sobre el juego clandestino. Pasar juego dejó de ser una contravención y se convirtió en un delito. Era la época de los radicales y los conservadores, y vaya uno a saber por qué, tal vez por su ignorancia, el abuelo se hizo conservador. El caudillo a quien respondía era el doctor Míguez, que de tanto en tanto complacía a sus muchachos con un asado; condimentado, seguramente, con un discurso de frases recargadas y altisonantes, para impresionar a sus seguidores.

Quizás por ser conservador, o porque a pesar de su origen humilde tenía mentalidad de clase media, el abuelo se hizo acérrimamente antiperonista. No le gustaba eso de las donaciones compulsivas a la Fundación Evita, ni ver los nombres del general y la abanderada de los humildes designando calles, plazas, ciudades y hasta provincias. Alguien alguna vez lo escuchó criticar al gobierno y el frente de la casa apareció un día pintado: “Los enemigos de Perón”. Eso aumentó su gorilismo, y el de buena parte de la familia. Como la mayoría de los estudiantes, mi tío y mi madre también eran antiperonistas. En el caso de mi vieja, como en el de tantos miles, su oposición tenía mucho de racismo clasista; decía que no podía salir a la calle con un libro en la mano porque los peronistas la miraban con mala cara. En general, se puede decir que compartía los mismos prejuicios de casi toda la clase media; aunque en algunas cosas tal vez tuviese razón, como en eso de que fuera obligatorio ir a los actos oficiales, o que, fuese necesario afiliarse al partido para entrar a trabajar en algunos lugares.

Y mi madre, para colmo, se casó con mi padre: un estudiante venezolano atraído, como tantos latinoamericanos, por el prestigio de la universidad de La Plata, en especial de su facultad de Ingeniería. Al llegar aquí se encontró con un país nadando en la abundancia, potenciada en su caso por un cambio de moneda tremendamente favorable. Deslumbrado por todas las posibilidades de juerga, diversión y buena comida que ofrecía la Argentina de los 50, Jorge Olinto Asuaje Castillo le había encontrado el gusto a la vida de estudiante cuando conoció a una muchacha de ojos verdes, un poco mayor que él, y al poco tiempo se convirtió en esposo y meses después en padre de familia.

A pesar de ser extranjero, mi padre participaba intensamente en la política estudiantil y era también, como casi todos los universitarios, fervientemente antiperonista. Hasta fotos en los diarios hay de él hablando en algún acto estudiantil. Con el tiempo terminaría reconociendo a Perón como a un gran líder y aceptando que a la Argentina le hubiese ido mucho mejor si hubiese seguido en el poder. Tardó mucho en comprender el significado del lamento de aquel guarda de tranvía, en septiembre del 55, cuando salió con mi madre a festejar la caída del “tirano”. “Ahora les toca festejar a ellos, y a nosotros nos va a tocar sufrir”, le comentó el hombre con amargura a un compañero, en la punta de un tranvía repleto de eufóricos “contreras”. Él, por lo menos sabía bien que la Libertadora no había llegado para liberarlos a ellos, a los trabajadores. En cambio mi padre, mi madre y muchos de los gorilas que iban a la plaza a festejar, no sabían que ese era el principio de sus propias decadencias. Tampoco sabían, ni se hubiesen imaginado nunca, que los hijos les iban a salir peronistas.

La Libertadora triunfó en septiembre del 55, el levantamiento peronista fracasó en junio del 56 y a varios de sus líderes los fusilaron allí mismo, en el patio de armas del propio 7 de Infantería; nosotros volvimos a la casa y finalmente Jorge Asuaje Castillo se convirtió en Ingeniero Eléctrico y Mecánico a fines del 58. La buena vida de estudiante se le terminó y tuvo que volver a Venezuela, pero ya hecho “todo un señor”, como diría el tango. Hacía menos de un año que habían caído el general Marcos Pérez Giménez y su dictadura de ocho años. La democracia empezaba a afianzarse por primera vez en un país que prácticamente nunca la había conocido; la cuna del gran libertador de América había vivido de tiranía en tiranía y de calamidad en calamidad desde la guerra de la independencia, pero estaba parada sobre una mina de oro, de oro negro. Las regalías petroleras, una migaja en realidad de las extraordinarias ganancias de las compañías extranjeras, le habían permitido construir espectaculares edificios y las primeras autopistas de Sudamérica, pero la mayor parte de la población vivía en la miseria. Los nuevos gobiernos prometían llevar al país por la senda del desarrollo. Para eso se necesitaban muchos médicos, abogados, contadores, arquitectos, profesores, químicos, físicos y, por supuesto, ingenieros. Al flamante ingeniero Asuaje no le costó mucho conseguir un puesto en la Compañía Anónima De Administración y Fomento Eléctrico, la CADAFE, entonces la señora Silvia Tocho renunció a su cargo administrativo en la Dirección de Electricidad de Buenos Aires, la DEBA, y en febrero del 59 subió con sus dos hijos la escalerilla del Río Jachal. Al atardecer el barco partió de la Dársena Norte, entre el llanto de los viajeros y de toda una comitiva de familiares, que agitaba sus pañuelos desde el muelle.

A partir de ese momento el periplo de la familia Asuaje fue, durante unos años, intenso y azaroso. No lo contaré todo. Es una cuestión puramente personal, no tiene mucho que ver con la historia común de mi generación, y, además, me llevaría gran parte del libro. Fueron varios años de idas y venidas, de hogares fugaces, de largos viajes en barco y de un par de viajes en avión. Cambié varias veces de amigos, de escuelas y una vez, hasta de idioma.

Entre todas esas cosas solamente influyeron en mi futuro, creo, un par de personas y tres recuerdos. De mi bisabuela venezolana y del cura español hablaré después; las otras fueron dos lecciones de antiimperialismo y un beso: el que le dio mi madre a mi padre cuando lo soltaron de la cárcel.

La primera lección me la dio mi padre, a los pocos días de llegar a París. Sí, porque vivíamos en París, casi en la miseria, pero en París; él tenía una beca de postgrado y al principio apenas nos alcanzaba para comer. Yo tenía seis años y una ignorancia absoluta de lo que significaba París, para el mundo y para los intelectuales latinoamericanos, como mis padres. Para mí era el lugar donde estaba mi papá y eso era lo importante. Por eso estaba tan contento cuando me llevó al cine, a ver una película norteamericana en colores, con autos y casas rodantes tan espectaculares. En un momento dije asombrado:

- Que bárbaros que son los norteamericanos, o algo parecido.

- Pero si esos lo único que tienen es plata, fue la indignada respuesta de mi padre. Y me quedó grabada para toda la vida.

La segunda lección fue tres años después, con mi madre y en el canal de Panamá. Me acuerdo muy bien del canal y de su calor exasperante; del oprobioso clima de la ciudad, de sus autobuses viejos y destartalados, de sus calles sucias y de sus negros tan negros como yo nunca había visto. Me impresionaba como le resaltaba la claridad de las palmas de las manos y yo la verdad que era bastante jodido; todo eso me chocaba y hasta me daba un poco de asco. Por eso me encantó cuando fuimos a la zona del canal, la Canal Zone, con sus calles tan de serie norteamericana, con amplios jardines de césped y un enorme supermercado donde había de todo. Mi mamá entró para comprar regalos para toda la familia en Argentina y nos sacaron cagando. Como la vieron blanca y bien vestida la dejaron entrar, pero cuando llegó a la caja le preguntaron si era personal de la marina norteamericana y como dijo que no, tuvo que devolver todo. Aunque fuéramos un poco más blanquitos, en definitiva no éramos otra cosa más que unos nativos de mierda y no teníamos ningún derecho allí adentro. Esa lección fue más contundente: ahí comprendí que no bastaba con ver las mismas series y usar los mismos autos para ser como ellos, que ellos eran ellos y que nosotros éramos nosotros y que tenía razón mi papá cuando dijo “lo único que tienen es plata”.

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