Jorge Pastor Asuaje - Por algo habrá sido

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Canto a las pasiones y crónica extraordinaria -por lo sincera y minuciosa- es la historia de vida y muerte que se cuenta aquí. El narrador entero, en cuerpo y alma, es él y es muchos como él: una generación y pico de muchachos y chicas encendidos como la generosa luz de un fósforo, brillando contra la oscuridad de los años de plomo.

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“La negrada”.

Cuando salió la propuesta de ir a los bailes yo lo comenté con mi prima Mirta, que me ofreció llevarnos al Deportivo La Plata. En la pileta del Nacional se lo dije una tarde a Alfredo y él me preguntó preocupado:

- ¿Estás seguro que ahí no habrá mucha negrada, porque mis hermanas dicen que al Deportivo La Plata va mucha negrada?

- No, si ahí va siempre mi prima, le contesté yo para tranquilizarlo, sin darme cuenta que para la escala social de la familia de Alfredo, mi prima era parte de la negrada. Y si no fuera porque era amigo de Alfredo, yo también estaría en esa categoría.

Sin darme cuenta, estaba haciendo mi iniciación cultural en la clase media.

Pero más allá de la cuestión social, con Alfredo la amistad se fue haciendo cada vez más fuerte, Los dos éramos un desastre con las mujeres, él era extremadamente tímido y yo era más audaz, pero desubicado. A través suyo me hice amigo de sus compañeros de división del Liceo; tanto o menos cancheros que nosotros, a pesar de estar en un colegio donde más del setenta por ciento de los alumnos eran mujeres.

El Nacional

Joaquin

-¿Cuánto mide un área?

- Mil metros cuadrados.

Esa respuesta, susurrada en el silencio del aula, fue como el pacto de sangre de una amistad que duraría toda la vida, aunque su vida haya sido una vida demasiado corta y la mía, tal vez, demasiado larga.

Nos habíamos conocido hacia apenas un par de horas, esperando el momento del examen. Estábamos en una de las galerías que dan al patio y nos tocaba dar en la misma aula; los cientos de aspirantes se distribuían por orden alfabético, él era Areta y yo Asuaje, los dos nos sentíamos extraños en aquel lugar y el destino quiso que nos encontráramos.

Joaquín era en ese momento petisito y serio, tenía el pelo casi rubio y lacio, peinado para el costado, a la gomina, bien aplastado. La cara ovalada, llena de pecas y un par de dientes amarillos que le sobresalían levemente en el medio de la boca,”cara de vizcacha”, le diríamos jodiendo, ya en tercer año. Pronto descubrimos que teníamos varias cosas en común. A los dos nos faltaba algo muy importante en nuestras vidas: a él la madre, a mí el padre. Su mamá había fallecido hacía unos años, al dar a luz al último hijo, Rosarito, la primera mujer después de cinco varones. Mi papá se había ido hacía cuatro años y recibíamos noticias suyas muy de vez en cuando.

A los dos nos gustaba también mucho el fútbol y los dos éramos hinchas de Estudiantes, pero él no era de La Plata, era de un pueblo de Corrientes llamado Monte Caseros, a la orilla del rió Uruguay, enfrente de Bella Unión. Eso de alguna manera también nos unía: teníamos afectos muy lejos, los de él en Corrientes, los míos en Venezuela, los dos éramos un poco “extranjeros”.

La primera conversación se extendió hasta la tarde, cuando nos tocó el turno del examen de Lengua. Me enteré que él jugaba de número cinco y que allá se jugaban unos partidos bárbaros contra los otros pueblos y a veces hasta contra los uruguayos. Yo le conté que estaba por entrar en la novena de Gimnasia y le hablé también de los países donde había estado. Ese día nos contamos todo.

Como la preparación había sido buena, yo no tuve problemas en hacer todos los ejercicios de matemáticas y me dio el tiempo para “soplarle” algunas cosas a Joaquín; pero en un punto me preguntaba cuanto medía un área, y eso yo no lo sabía, no lo habíamos estudiado. Y Joaquín me salvó. Porque cuando uno está en un momento tan difícil, cuando se juega tanto, una ayuda vale mucho más que un valor numérico; sirve para no sentirse solo, para sentirse respaldado; seguro de sí mismo y de lo que está haciendo.

Sin su ayuda a mi igual me hubiese alcanzado para entrar sin problemas, y sin mi ayuda él también hubiese entrado, porque dimos muy buenos exámenes, pero lo importante fue el gesto, al ayudarnos los dos nos arriesgamos por el otro, nos podrían haber anulado el examen, y sin embargo lo hicimos, a pesar de que recién nos conocíamos. Desde entonces asumí el papel de “protector” de Joaquín, lo veía como desvalido, tan chiquitito, tan lejos de su casa y sin una madre para cuidarlo. Cuando empezaron las clases nos tocaron comisiones distintas y pedí cambiarme a la suya, yo era su único amigo en todo el colegio y no podía dejarlo solo.

Años después, las cosas cambiarían, la altura de él aumentaría y la mía se quedaría estancada, pero la estatura de nuestra amistad seguiría creciendo y en más de una oportunidad el se transformaría en mi “protector”.

El examen de ingreso era muy exigente, aunque el colegio era muy grande, eran muchos más los aspirantes que las vacantes disponibles. Para muchos, ingresar era casi una cuestión de vida o muerte; se jugaban las ilusiones propias y las de los padres, que en algunos casos pesaban como una carga abrumadora y asfixiante. Sobre todo cuando las expectativas no estaban puestas tanto en la educación del hijo como en las apariencias impuestas por el círculo social. Ciertos padres no podían aceptar ante sus amistades que sus hijos no hubiesen aprobado y que, en consecuencia, quedaran excluidos de esa elite a la que estaban seguros de pertenecer. Pero eso lo comprendí después. En ese momento me parecía que entrar al Nacional era lo más natural, la continuación lógica de mi escuela primaria. No podía permitirme quedar afuera, era como si no existiesen otras posibilidades.

Aprobar ese examen fue una de las pocas satisfacciones que le di a mi vieja. Ella se merecía mucho; se mataba trabajando en un montón de escuelas para mantener a mis abuelos, a mis dos hermanos y a un zángano como yo, que estudiaba lo mínimo imprescindible y se lo pasaba jugando al fútbol. Pero recuerdo su alegría cuando le conté. Nunca en mi vida un examen fue tan importante como ese. Esperé con una ansiedad terrible el día en que publicarían las notas. Sabía que había hecho casi todo bien, pero suponía que la mayoría estaría en el mismo nivel, así que tenía grandes dudas y fui con un cagazo bárbaro. Las notas estaban puestas en unos pizarrones en el hall de entrada, había que buscar meticulosamente en las listas para ver si había entrado o estaba afuera. Me daba miedo encontrar mi apellido, pero ahí estaba la nota, era más o menos lo que yo esperaba, pero estaba muy lejos del mínimo; el mínimo era de alrededor de cien puntos, nada más, yo tenía ciento setenta y dos. Había quedado tercero en el listado general y primero en el de Lengua. Recogí los laureles y me fui a dormir.

Ruben, con acento en la u

Uuuy, mirá, el hijo del capitán Di Paola dio mal... y el de Corbelli tampoco entró. Ruben también dio el examen de ingreso. Toda esta parte tuve que escribirla de nuevo. Se me perdió al romperse el disco duro de mi vieja computadora y me da rabia no poder encontrar en la mente la forma en que había llegado a contar el orgullo del padre de Ruben y me está costando encontrar las palabras. Porque para don Eusebio Álvarez el hecho de que su hijo hubiese dado bien el examen era mucho más que una satisfacción, era como una revancha de toda la vida.

Él, que había tenido que soportar que los oficiales lo miraran desde arriba siempre, por tener unas jinetas más, ahora tenía la íntima satisfacción de saber que su hijo había demostrado ser más capaz. Allí, donde no valían los grados jerárquicos de los padres, ni la posición social, ni el color de la piel, ni nada más que la pura y descarnada verdad, ahí su hijo había triunfado. Aunque los otros padres fueran oficiales y el suyo suboficial, aunque los otros vivieran en el centro y él en un barrio, aunque los otros fueran blancos y él fuera negro. El listado era implacable, los militares estaban en el gobierno y lo controlaban casi todo, pero la inteligencia se les insubordinaba siempre. Seguía siendo democrática y caprichosa; en el país todavía quedaba bastante y a Ruben, su hijo, le tocó una parte más grande que a los hijos de los oficiales.

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