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En Elanchove las mareas son impresionantes, lo que unido a los altos espigones hace que en bajamar el barco solo asome del muelle la perilla del palo, que te queda a la altura de las manos. Desde esa posición privilegiada pudimos ver que la driza del génova estaba desgastada en la salida de la polea, sobre las crucetas, y quedó anotado como bricolaje pendiente. Es un problema típico de los cabos que se utilizan poco, como la driza del génova en veleros con enrollador ya que la vela se guarda enrollándola y no descendiéndola: pasan años sin que la revises, pero el roce continuo con su polea termina por romperla. Y la rotura de una driza navegando, y sobre todo con mal tiempo que es cuando suelen pasar esas cosas, es un problema tremebundo, porque la única manera de resolverlo es trepando a la punta del palo para pasar un cabo nuevo. Imaginaos eso con mal tiempo.
En Elanchove exhiben como un monumento la piedra de 300 kg que un temporal sacó del mar en 1990 y depositó en la carretera, unos veinte metros más arriba. Ha quedado como un monumento a la fuerza de la naturaleza digno de contemplar. Y en su iglesia hay una figura de San Nicolás de Bari con tres bolas de oro en la mano. La tradición dice que salvó a tres muchachas de la prostitución dándolas de dote ese regalo, y ese fue el origen de la figura de Papá Noel.
Toda la noche se pasó lloviendo y con tormentas con aparato eléctrico, aunque nosotros estábamos tan cansados que dormimos en brazos de Morfeo toda la noche en aquel puerto tan protegido, y en realidad la visita al pueblo la hicimos el día siguiente por la mañana.
La salida de Elanchove fue preocupante, con un viento fuerte del Nordeste que nos obligó a tomar rizos en la mayor y el génova. Pero antes de una hora el viento fue cayendo, dejando una ola residual incómoda y obligándonos a ir apoyados por el petardeo del motor. Un rollo para hacernos las 42 millas en once horas, y muchos ratos lloviendo. Una etapa larga y anodina hasta Hondarribia (43º 22,56’ N; 1º 47,52’ W) donde además la lluvia nos descubrió una posible filtración de agua en popa y en el cáncamo de subir el barco al remolque, en la proa, que humedecían las colchonetas. Vivir en el barco te hace perder pronto el remilgo. Además en una de las viradas se despegó la chapa de inoxidable que protege el roce de la escota del génova, tareas que se iban sumando a los bricolajes pendientes para Hondarribia. Allí pasamos el fin de semana para la presentación del libro, bajo esas nubes de lluvia que parecen unir el mar al cielo, vino Ana a acompañarme como última despedida antes de volver a encontrarnos en Brest un mes después, e hicimos el cambio de tripulación.
Recalar en Hondarribia siempre es una satisfacción, porque es el pueblo de nuestro amigo navegante y escritor Santiago González Zunzundegui, que entre 1983 y 2000 dio la vuelta al mundo a vela con su familia en dos barcos de su propia construcción bautizados JoTaKe. Todas las vicisitudes del viaje las contó en el libro Aventura a toda vela, un mar de palabras muy ameno que ya es un clásico y que se devora como un Tintín. A su vuelta se ha instalado en Hondarribia con su familia, y es un personaje del que Hondarribia tiene que estar orgullosa.
Entre otras gestiones llamamos a Cap Ferret, el faro de la entrada de Arcachon, como siempre hacemos, para ir recabando información sobre nuestro tránsito hacia el Norte por Las Landas y la posible entrada en la bahía de Arcachon. Cuando les oí los ojos me llegaron a mitad de la cara, porque aunque me anunciaron viento suave del Oeste (fuerza 3-4) que nos permitiría navegar de través y entrar en Arcachon, ya empezábamos con el rollo de los ejercicios de tiro del ejército francés, que estaban previstos para el martes y el miércoles, cuando nosotros íbamos a salir de Hondarribia el lunes y por lo tanto nos afectarían de pleno. Eso presagiaba una remontada de Las Landas nada cómoda.
El lunes Iker Uriarte, mi siguiente tripulante, se incorporó a media mañana al salir de trabajar y a la fuerza tuvimos que plantearnos una etapa corta, que además serviría para que se amarinara antes de que le abandonase el equilibrio. El destino lógico era Capbreton (25 millas) y tuvimos la suerte de que se confirmó el pronóstico y hubo un viento del través de fuerza 4, pudiendo hacer todo el recorrido con la mayor y el espinaker en seis horas. Aunque eso sí, lloviendo y con neblina como si estuviera corriendo el mes de enero. Llegamos a nuestro primer puerto francés a las 17 h. Capbreton (43º 39,33’ N; 1º 26,91’ W) tiene una entrada limitada por el calado (un metro y medio en bajamar), lo que unido a las olas contundentes que suelen azotar su entrada, abierta al Oeste, hace que muchos días sea imposible entrar. La limitación del calado afecta también al interior del puerto, y de hecho lo primero que me preguntaron al solicitar amarre fue mi calado. Una vez dentro nos llamó la atención que cada pantalán tenía una chapita con el calado, lo que no he visto en ningún otro puerto de los centenares en que he recalado, y a los del velero nos asignaron uno marcado con 1,50 metros. No es fácil entrar en algunos puertos de la costa atlántica francesa con barcos grandes.
Capbreton estaba desierto y desolado bajo una cortina de agua. Aunque habíamos llegado a las 17 h, entre consultar lo del campo de tiro, hacer los papeles, ducharnos y demás nos cerraron las tiendas, y no nos dio tiempo a nada, quedándonos sin poder hacer la compra justo el día anterior a las que se preveían como las etapas más largas. Solo alcancé a entrar medio cerrando a una panadería, donde me vendieron unas bolsas de patatas fritas, una cerveza y un bizcocho local, y todavía me tuve que quedar contento. Cuando Iker vio “la compra” me miró con la cara de por qué habré venido. Por si fuera poco, las duchas eran un puaj y olían a pescado, porque estaban a pocos metros del mercado (en Capbreton se permite la venta directa desde los barcos al público, sin pasar por la lonja).
La información que me dieron en Capitanía sobre los ejercicios de tiro la tenían clarísima y estaba expuesta en la corchera (en un viaje anterior tropecé con una interina que ni siquiera sabía lo que era eso de los ejercicios de tiro). Resultó que los había toda la semana, entre Capbreton y Arcachon. Hasta hace pocos años, y concretamente cuando dimos la vuelta a España en el Corto Maltés en 2012, siempre dejaban libre un pasillo de tres millas entre la costa y la zona restringida. Pero ya no es así y cada día de ejercicios hay que enterarse de la zona de paso permitido, si es que existe alguna. En esta ocasión el martes era el único día en que dejaban un pasillo de tres millas paralelas a la costa, los demás días había que alejarse por fuera del rectángulo de tiro, lo que significaba casi 60 millas de la costa, una burrada y además el Corto Maltés no está despachado para esas distancias. Así que tendríamos que salir el martes o dejarlo para dentro de una semana y decidimos intentarlo, aunque nos pasarían los misiles por encima de la cabeza. Iban a ser más de 60 millas de travesía hasta Arcachon, de las cuales 30 sin poder salirnos de un pasillo de tres millas de ancho, pero por suerte el viento sería del Oeste al Suroeste, algo excepcional en esta costa, y nos lo pondría fácil como escribir en el libro de rayas. Por el camino decidiríamos si hacer noche en Arcachon o seguir al estuario del Garona navegando de noche.
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