Gisela Zaremberg - El género en las políticas públicas

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Producto de más de diez años de docencia, este libro ofrece una sistematización analítica de las herramientas teórico-metodológicas que posibilitan la incorporación de la perspectiva de género en el campo de las políticas públicas, así como su evaluación y ejecución por parte de funcionarios gubernamentales o miembros de organizaciones de la sociedad civil abocadas a este trabajo.

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Este posicionamiento no implica que dicha tríada se genere a partir de una reflexión meramente tecnocrática, vaciada de conocimiento sobre los contextos políticos que han condicionado las políticas de género en la región. Tampoco elaboramos una propuesta que desconozca la importancia de los debates teóricos actuales emanados de los feminismos y los estudios de género. Por ello, en este apartado expondremos algunos puntos de partida que han alimentado la propuesta pedagógica que aquí se presenta y los contextos de significado en el que se insertan.

El primer y más importante punto de partida se refiere al concepto de género desde el que se escribe este texto. En este sentido, se parte desde un concepto de género que reconoce la multiplicidad de las discusiones dentro de las teorías feministas. Sin embargo, se propone aquí un reconocimiento cuidadoso frente a un hecho concreto: la inclusión de la PEG en las políticas públicas en América Latina implica confrontaciones técnicas, políticas y culturales frente a las que no podemos iniciar procesos docentes desde la complejidad de la deconstrucción de ideas y reflexiones que los hacedores de políticas públicas en general ni siquiera han comenzado a construir. Esto nos conduce a proponer un trasfondo conceptual de género, concebido desde un “constructivismo” que denomino “crítico”, cuyo núcleo, como problema público, se centra en la(s) desigualdad(es) de género.

En primer lugar, se adoptan elementos de lo que se conoce como “teorías feministas de la diferencia” (tanto en la versión del “feminismo de la diferencia social” [2]de corte anglosajón, como del feminismo de la diferencia sexual y la estructura psicosimbólica, de corte francés). [3]Pero se hace sin adscribirse a una epistemología que asuma una esencia social o psicoanalítica en torno a “la mujer” o “lo femenino”, siguiendo lo advertido por las teóricas del llamado “feminismo de la diversidad” y de los “feminismos de la deconstrucción”. [4]Esta postura no deja de ser de difícil adopción. Es más, se toma reconociendo que la discusión entre esencialismo y diferencia reaparece constantemente dentro de los debates en torno al género y, al parecer, es estructural a éstos (Dietz, 2003). [5]

En otras palabras —y atendiendo a buena parte del público al que se destina este libro—, el concepto de género sobre el que se asienta esta obra propone tres puntos de partida: el primero advierte que el género es un principio de organización y construcción de lo social en torno al sexo (entendiendo al sexo, en un primer momento, como sustrato biológico, contenido que más adelante se cuestiona). En este sentido, el gran trabajo pedagógico en una primera etapa consiste en distinguir lo biológico de lo social, cultural e históricamente construido, tal como lo hicieron fundacionalmente las feministas de la segunda ola, por ejemplo, Simone de Beauvoir (1949) y Gayle Rubin (1975). [6]Aunque parezca un objetivo trivial para el nivel de las discusiones actuales dentro de las teorías feministas, es una tarea más difícil de lo que de común se supone. Ello incluye una desnaturalización que incluye un trabajo sobre el lenguaje y los sustratos íntimos de la simbología (como agudamente previenen las feministas de la diferencia de la escuela francesa).

En segundo lugar, se trata de mostrar que las construcciones de las diferencias, que se montan social y simbólicamente de manera arbitraria, generan desigualdad(es). Aunque el género no se reduce a la(s) desigualdad(es), la presente propuesta se basa primordialmente en este punto, porque se considera que resulta el problema público estructural que no puede dejar de advertir y saber enfrentar alguien que pretende desempeñarse en el diseño, implementación y evaluación de políticas públicas con PEG. Éste es, sin embargo, el punto que más se tiende a negar o a no reconocer.

En una proporción de casos mucho más alta de la esperable, no es tarea sencilla que el estudiantado incorpore en sus nociones que la desigualdad es un problema público que importa no sólo por cuestiones de lucha “ideológico-partidarias” (que cada quien puede elegir libremente), sino porque la desigualdad de género, afectando más a unas que a otros, genera en el mediano y largo plazo una afectación para todo el conjunto social que no es inmediatamente reconocida. Ello es así porque los problemas no resueltos de desigualdad/es de género impiden, entre otras cosas, la coordinación social necesaria para la preservación de bienes públicos, a partir de obstáculos que se enraízan en la propia estructura de oportunidades y reconocimientos. Estructura que está, a su vez, conectada con otras múltiples desigualdades cruzadas (de clase, etnia, etc.).

Por su propia relación causal indirecta (y también por la complejidad de las dificultades políticas para su enunciación y representación), la desigualdad de género, a diferencia de otros problemas públicos, implica serias dificultades para lograr su aceptación precisamente como asunto que requiere ser considerado en su calidad de público. Por ello es que este tipo de problemas requiere de un trabajo paciente y progresivo de visibilización para que no se convierta en un problema de “todas y todos” que termine siendo de “nadie”, esto es, un problema público que no se reconozca como tal.

Nuevamente, el desafío no es menor: afrontarlo implica reconocer las relaciones sociales de dominación que implican trabas injustas y resistentes en los terrenos del acceso a derechos, el control de recursos, las capacidades de decisión, las oportunidades, las retribuciones y los reconocimientos. Hablar de género es, pues, afrontar problemas públicos relacionados nada más y nada menos que con la igualdad, la justicia, la autonomía, la dignidad, la realización propia, el reconocimiento, el respeto, los derechos y la libertad. Cuando se enuncian problemas de género en relación con políticas públicas, ello implica un intrincado proceso que exige incorporar que la(s) desigualdad(es), son a) un problema público (no un mero reclamo caprichoso o una invención u ocurrencia ideológica “molesta”), y b) como tal, la(s) desigualdad(es) de género constituye(n) una problema que atañe a la responsabilidad pública. Lograr este giro de la percepción no es una tarea que deba darse por sentada cuando se trata de la docencia en el ámbito de las políticas públicas para la incorporación de la perspectiva de género.

Es notable, por ejemplo, cómo cambia la actitud de las(los) oyentes cuando se pasa de tratar de problemas de pobreza a problemas de desigualdad, y de ello a desigualdades de género. Si con el primer tema (pobreza) se conforma una especie de consenso caritativo para solucionar el problema de “los pobres” —concebidos como “los otros” lejanos (incluso territorialmente lejanos)—, con el segundo caso (desigualdad o desigualdades de género) la reacción es totalmente distinta.

A esta altura de la experiencia pedagógica, resulta claro que en el tratamiento del tema de la(s) desigualdad(es) de género la interpelación resuena de manera personal en muchas(os) estudiantes. Al parecer, una parte del giro implica que ya no hay forma de posicionarse como sujeto externo supuestamente “bondadoso”, que en calidad de funcionaria(o) o activista “debe” atender a otros lejanos que tienen problemas (nótese la operación simbólica: “ellos(as)” tienen problemas —de pobreza, salud, educación, etc.—, no “nosotros/as”).

Por el contrario, cuando se analizan, reconocen o diagnostican desigualdades de género, la reacción suele involucrarme directamente en la comparación y me (re)conozco en algún(nos) lado(s) de ésta para pasar, en gran parte de los casos, a la negación. Inmediatamente, las comparaciones con base en referencias personales derivan, en no pocos casos, en actitudes defensivas. Las actitudes van desde afirmar que “a mí eso no me pasó nunca. Yo siempre he trabajado y nadie se me ha propasado”, o “depende cómo una se comporte también” ante el análisis de legislación para contrarrestar el acoso sexual en el trabajo, hasta “yo soy hombre y nunca le pegué a una mujer: ¿por qué dicen eso de los hombres?” Cuando se analizan estadísticas sobre violencia de género, [7]incluso ante la frialdad de indicadores estadísticos con PEG o ante abstracciones teóricas, se asocia alguna referencia a situaciones e historias personales de violencia, presión social, acoso sexual, discriminación o falta de reconocimiento comentadas por las(os) compañeros, lo que requiere de un manejo de grupo delicado y respetuoso.

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