A pesar de lo anterior, en un proceso lento, acallado pero constante, acontecimientos tan importantes como el descubrimiento de América, nuevos inventos como la imprenta, el desarrollo de las ciencias y de las técnicas impulsarán una renovación de puntos de vista sobre el ser humano y su actividad creativa e inventiva que lo condujo al Renacimiento; este proceso quedó plasmado en diferentes cuerpos normativos, mencionan Landes y Posner (2006) que:
Entre los hitos más relevantes de su historia, cabe destacar la ley veneciana de patentes de 1476, la ley inglesa de monopolio de 1624, la solicitud elevada por el sindicato de libreros de Inglaterra al parlamento en 1643, la ley inglesa de derechos de autor de 1710, la disposición relativa a patentes y derechos de autor de la constitución estadounidense de 1790, las leyes estadounidenses de patentes y derechos de autor de 1790, y la ley francesa de patentes de 1791. (p. 7).
Entonces, de la mano de una construcción normativa cada vez más especializada, las condiciones de trabajo del autor/inventor también fueron cambiando. Si el imaginario social puede conducir a pensarlas únicamente como personas que trabajaban muchas veces solas, individuos creativos, ingeniosos que a menudo vieron el mundo como un lugar que podrían mejorar o como fuente de inspiración, con el paso de los años, especialmente para el caso de las invenciones, este imaginario ha cambiado de manera considerable de la mano del progreso tecnológico, Carmen Fernández menciona:
El fenómeno del maquinismo da lugar a profundas transformaciones sociales y económicas que fueron aportando el contexto adecuado para el surgimiento de una más amplia protección de las invenciones. Hasta entonces el inventor se identificaba con el constructor. Con el fenómeno de la industrialización en cambio, empieza a contemplársele como un creador y el denominado “prototipo normativo” –conjunto de indicaciones que conforman el objeto producible– se empieza a independizar del propio producto, materializándose en un valor económico autónomo. Los planteamientos acerca de la naturaleza de estos derechos fueron ya entonces profusos y dispares, tratando de dar respuesta a la mayor demanda de protección requerida por la sociedad industria (1999, p. 29).
Y respecto a los autores y el impacto del progreso tecnológico en las obras, Jacques Boncompain (2001) menciona que a finales del siglo XV con la utilización de la imprenta en Europa, fue posible la expansión del conocimiento y con ella la comercialización a mayor escala de las obras literarias. Esto le dio un giro a la historia, el acceso al conocimiento implicó un gran avance en la sociedad, la creación de universidades, el pasar de una población altamente analfabeta, que ocupaba el rol de público-auditorio-escucha, poseedor de una tradición cultural verbal, de reproducción manuscrita de textos, a una sociedad de lector solitario-autodidacta, crítico, y aunque esta potencialidad fue coartada por el poder clerical y monástico de la época medieval, su importancia empujó movimientos revolucionarios de los siglos XVII y XVIII, y sigue aún transformando el mundo; al igual que la imprenta, muchos más inventos transformaron la forma de difundir las obras, haciéndolas potencialmente accesibles a un número indefinido de personas en el mundo, y alrededor de ellas, se crea toda una cadena productiva en la que intervienen una gran cantidad de actores interesados en su desarrollo económico.
Así, en un pujante escenario de capitalismo de finales del siglo XVIII y expansión de las fronteras comerciales, con aportes desde diferentes latitudes fueron proponiéndose conceptos, teorías, interpretaciones sobre este conjunto de creaciones e invenciones, a las cuales primigeniamente se les reconocía derechos morales y derechos patrimoniales, como una reivindicación asimilado a una forma especial de propiedad, pues tal como se promulgaba en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y el Ciudadano “no existía propiedad más peculiar para el ser humano, que aquélla que es producto del trabajo de su mente” (Pizarro, 1929, p. 12); al lado de esta, que es la base de los derechos exclusivos, la producción intelectual siempre será consagrada en las constituciones políticas como la forma de promover el progreso de una nación, su cultura, su identidad y su historia.
Pues bien, al reconocerse que tanto obras como inventos son “bienes” objeto de apropiación porque tienen un valor económico, circulan en el comercio e integran el patrimonio de las personas, diversas teorías intentaban dar respuesta al lugar que deberían ocupar en el sistema normativo y cómo debería regularse sobre ellas, pero fue hasta 1874 cuando se logró una adecuada ubicación e integración con el régimen del derecho civil, en razón a los postulados del magistrado de la Corte Suprema de Bélgica, Edmond Picard, quien sostuvo en su obra Pancetas belgas, que teóricamente los derechos intelectuales tienen una naturaleza diferente a aquella de los derechos reales, lo cual sustentaba de la siguiente manera:
En 1873, el mismo Picard leyó en el Colegio de Abogados de Bruselas su trabajo denominado Embryologie juridique; fundamentó su tesis [sic], estableció que no existe ninguna conexión ni asimilación posible entre una cosa material, una “res”, y una cosa inmaterial o intelectual, porque sus naturalezas son antípodas; que contra toda lógica jurídica se imaginó como “propiedad” la objetivación de las producciones artísticas, literarias y científicas, es decir, la propiedad de todas las concepciones intelectuales, y que en vano los sostenedores se veían obligados a reconocer que estas pretendidas propiedades, por diversas razones, deberían estar limitadas en su duración puesto que no podían ser permanentes, lo que estaba en contradicción con una de las características de la propiedad común. Y aún más todavía, en vano se reconocía que la propiedad común se basaba en el hecho de que ella estaba dotada de “impenetrabilidad”, y que si pertenecía a uno no podía a la vez pertenecer a todos, mientras que las producciones intelectuales se desdoblan hasta el infinito y podían ser exteriorizadas en ejemplares sin limitantes. (Loredo, 2000, p. 62).
Sobre la particularidad de los bienes intangibles y las varias formas que podría adquirir, Gómez Segade aporta elementos interesantes, cuando sostiene:
Los bienes inmateriales en sentido técnico jurídico no pueden definirse desde un punto de vista puramente negativo como aquellos que no son perceptibles por los sentidos. El bien inmaterial debe definirse de forma positiva, resaltando sus características esenciales. En este sentido, actualizando mínimamente la definición que ofrecimos en su día, puede afirmarse que los bienes inmateriales son creaciones intelectuales de mayor o menor nivel creador, que mediante los medios adecuados se hacen perceptibles y utilizables en las relaciones sociales, y por su especial transcendencia económica gozan de la sólida protección de un derecho de exclusiva. (Gómez Segade, 2015, p. 316).
Ahora bien, no obstante que se ha mantenido en el tiempo –sin mayores variaciones– la naturaleza jurídica, como las definiciones que desde hace más de dos siglos se vienen expresando sobre la propiedad intelectual y su clasificación, para el contexto colombiano resulta pertinente citar una jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia que data del año 1960 se expuso la estructura básica del sistema así:
La propiedad intelectual goza de las mismas garantías que se confieren, por el artículo 30 de la Carta “a la propiedad privada y a los demás derechos adquiridos con justo título”, con la salvedad indicada en el artículo 35 de la Constitución, de que la protección debida a la propiedad literaria y artística sólo comprende “el tiempo de la vida del autor y 80 años más”. De consiguiente cualquier norma legal que limite o desconozca para el titular de la propiedad intelectual la facultad de disposición, o la de uso, o la de goce que le corresponde sería contraria a la previsión contenida en el artículo 30 de la Carta, a no ser que se tratara de los motivos de utilidad pública o de interés social (inciso 3o. del citado artículo); o de la intervención del Estado “en la explotación de industrias o de empresas públicas o privadas, con el fin de racionalizar la producción, distribución y consumo de las riquezas, o de dar al trabajador la justa protección a que tiene derecho”. (Corte Suprema de Justicia de Colombia, 10 de febrero 1960).
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