Rubén Vélez - A esa fea no se le abre la puerta
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(14 de junio de 1986)
No me preguntes quién me ha pagado este fin de semana en Barcelona, si Juan de Dios o su cliente más rico y azaroso. A ti, que tanto te gustaba la gente que se salta los códigos, no te gustará saber que eres tocayo del segundo (eres: la crítica, de manera unánime, ya te ha otorgado el título de inmortal). No se trata de un ilegal interesante. Para ser interesante se necesita algo más que un currículum inconfesable y una gran fortuna. En Medellín, todo el mundo sabe cómo se hizo esa montaña de plata. También, que los abogados españoles y colombianos de ese hombre de acción devengan honorarios de puta madre. El caso de Juan de Dios me obligó a descreer de mis facultades de vidente. Cuando éramos estudiantes de Derecho, yo pensaba que él llegaría lejos como político. Entonces, su obsesión era la realidad nacional (cómo mejorarla, por quién votar, etcétera). Para mis compañeros revolucionarios, él, que no seguía a Mao, era un reaccionario más. Yo pensaba que en mi salón se sentaba alguien que a la vuelta de unos cuantos años veríamos sentado en el solio de Bolívar. Por eso, porque no tenía ideas revolucionarias, y porque era inteligente, carismático y apuesto. Y por… Esto te va a encantar: el buen manejo de la palabra. Era inevitable que yo le pronosticara a ese muchacho la más alta dignidad. No me preguntes la razón de su renuncia al destino para el cual parecía estar hecho. ¿Supuso que Colombia es una realidad irremediable? En 1976, cuando nos recibimos, él todavía era idealista. Diez años después, tiene una razón de peso para sentirse a gusto en el mundo: su cliente más importante —un pez gordo— por fin se ha librado de la justicia de Estados Unidos. Fue un pleito intrincado que involucró a tres países, y a la postre tuvo más que ver con la política que con la jurisprudencia. A Teseo le bastó un hilo para salir del Laberinto; tu tocayo de ojos de lince necesitó varios millones de dólares. En 1976, Juan de Dios y yo no hablábamos del metal omnipresente, ni del limpio ni del sucio (el fenómeno de la horda nostra, ya perceptible, nos tenía sin cuidado). Diez años después, aquí, en Barcelona, tampoco lo hacemos. Hablamos de la noticia que nos acaba de dar el televisor del vestíbulo. Nuestro próximo destino es la playa de Sitges. ¿Y el tuyo? No hay que tener facultades de vidente para saberlo.
Historia de un color beatífico que no se confundió con la nieve
Hace muchos años, en un colegio privado de Medellín, surgió un apodo que no nunca se había escuchado en estas montañas. A la alumna de apellido Piedrahita le decían Lady Chippendale. Ella no tenía ni una gota de sangre inglesa, pero no se cansaba de ponderar el mobiliario de ese estilo que había en su casa, y decía la palabra Chippendale con acento británico. Su aspecto casaba con esa manía. Piedrahita era muy blanca, casi transparente, y su nariz, nimia y respingada, se parecía a la de muchas damas inglesas. Tuvo suerte. En un colegio público tal vez le habrían puesto un apodo menos gentil, como Lady Bluff o Lady Ghost. Pero en esa época los pobres no tenían ni idea del idioma inglés. La habrían llamado Doña Chepa o Refifí. Ella adoraba su alias. Cuando se lo decían, se sentía celebrada, aplaudida, y estiraba su pescuezo de jirafa para verse aún más inglesa, más lady. En sus planes estaba, en primer lugar, el dominio del inglés británico, y luego, el matrimonio con un hombre de buenos apellidos. Sus hijos debían ser tan Chippendale como ella, ingleses de pies a cabeza. En esos tiempos todavía descafeinados, o mejor, descocainados, la mayoría de los hombres de buenos apellidos pertenecían a familias acomodadas. No se sabía de Piedrahitas pobres. Todos con blanca y de innegable blancura. Tan pronto como terminó el bachillerato, se fue para Londres, a estudiar el idioma que casaba con el color de su piel y el estilo de su nariz. El hecho de que le dijeran que no parecía colombiana, sino europea o inglesa, la embargaba de dicha. Su tipo la predestinaba para quedarse en esa ciudad, cuya composición racial la asombró. Ella no se imaginaba semejante popurrí. Por todas partes veía gente que no era blanca. Negra, morada, verde, amarilla, hasta azul. En el metro, solía sentarse a su lado un africano o un hindú. En su colegio, los blancos mediterráneos (sin el don de la transparencia), como los españoles y los italianos, eran la minoría. Se ennovió con un muchacho de Ferrara. Ella no era fea; él, más que hermoso: una lámina. Rompieron por una razón cualquiera, como suele pasar en todas las relaciones, y no solo en las juveniles. Siempre habrá una razón, más sólida que precaria, para separarse. Lady Chippendale fue una lady a medias, pues lo único que hizo en Londres fue medio familiarizarse con el inglés. Para dominar un idioma, no basta un año de pupitre. Ella debió casarse con un lord. En todo caso, con un caballero angloparlante. Se casó con un abogado medellinense de buenos apellidos que puso su saber y su inteligencia al servicio de una gente muy rica que carecía de pergaminos y de buenos modales. Se habría necesitado una revolución para ver sentados a esos aventureros en los selectos taburetes de la lady de aquí que admiraba la fonética de la reina Isabel.
A la muerte no le gusta posar en traje de baño
Desde el instante en que Silvio Iriarte supo que en las afueras del pueblo vivía un Robinson, se propuso hacerle una entrevista a esa encarnación de su personaje literario favorito. No lo amedrantó nada de lo que se decía del anciano que vivía en una casa de trescientos metros cuadrados, en medio de un bosque virgen de diez cuadras, sin mascotas, sin esos seres a menudo imposibles que calificamos de queridos y sin una reencarnación de Viernes. Del señor Bernal se decía, entre otras cosas, que cada vez que se sumergía en su piscina de veinticinco metros de largo y dos y medio de ancho, se agravaba su naturaleza de monstruo. Silvio Iriarte no era periodista. Él era un inútil que de tanto se proponía una Roma insignificante. Si el monstruo de allá arriba lo recibía, bien; si no, se inventaría una entrevista entretenida, de no más de una página. Basta una página para sugerir lo esencial (en su época de universitario, los profesores diáfanos le infundían la sospecha de que ignoraban o pasaban por alto lo esencial. Los otros, cómo no, lo confundían, pero él le atribuía su confusión a los límites de su cabeza. Tenía claro que el título de intelectual siempre le iba a quedar grande). Del señor Bernal se supo algo que fue la comidilla de los útiles y los inútiles del pueblo por unos cuantos días. Él jamás se bañaba en la piscina medio olímpica que solo tenía un carril. La hizo construir para que se pensara que su cuerpo, no obstante su avanzada edad, dominaba varios estilos natatorios, cosa que pocos muchachos pueden hacer. Esa piscina era su manifiesto contra la muerte.
Aprenda usted a decir correctamente whisky en chino
Al señor Sánchez, cuando oyó decir que en las afueras del pueblo vivía un platudo excéntrico de apellido Bernal, se le despertó en la memoria el recuerdo de Sergio Bernal, un compañero suyo en la Universidad de Antioquia que llevaba una doble vida. En la Universidad, era revolucionario. Fuera de ella, no se codeaba más que con la gente de su propia clase: no salía del Club Unión. En esos tiempos, hará cosa de cincuenta años, en Medellín se sabía a ciencia cierta quién tenía plata y quién no. Bastaba con darle una ojeada al libro de ese club. Empezó a llover coca y se dislocó la situación social y económica de la ciudad. Se acabó la hegemonía de la plata con pedigrí. Gente que no era gente fue más rica que la que sí. La coca cambió nuestra historia (y no solo la nuestra), para bien y para mal. Mao apenas movió el piso del mundo cerrado de la Alma Mater, donde un puñado de estudiantes impuso un apartheid ideológico que duró cerca de diez años. Ay de los que no piensen como nosotros. Ay de los que se atengan a su propia cabeza. Pese a que China cambió el maoísmo por el pragmatismo, la locura por el cálculo (y por eso ha puesto en apuros al capitalismo occidental), Mao todavía tiene aquí fanáticos, en la ciudad y en el monte. El fundador de la China moderna no se llama Mao, sino Deng Xiaoping. Pero el último no escribió un catecismo. Nada como los catecismos para lavar el cerebro. En la Universidad de Antioquia ese lavado lo hizo El Libro Rojo. Hasta los estudiantes que no tenían que montar en bus se prendaron de la fórmula milagrosa de la revolución maoísta. Burgueses, pero lúcidos. Burgueses, pero... enemigos de la burguesía. En los círculos de la inteligencia el aura de izquierdista tiene tanto chic como una joya de la casa Cartier. Bien lo sabía el señorito que vivía entre algodones y defendía el sueño de la sociedad perfecta. Al señor Sánchez se le metió que el rico que no recibía ni visitaba a nadie era el rico heredero que en su época de universitario esperaba muy bien vestido a los ángeles rojos. Sergio Bernal, tenía que ser él. Entre los ochenta y los cien, su misma antigüedad. Allá arriba tenía que vivir el hijo de Mao que no necesitaba mostrar un carnet para entrar en el Club Unión. Sergio Bernal, sí señor: estaba usted en lo cierto. Allá arriba, en medio de un bosque prohibido, dos viejos hicieron un viaje en la Máquina del Tiempo a su estadio de estudiantes en una hermosa ciudadela que vivía de paro en paro, de revolución en revolución. Al calor del whisky fluyó la memoria. Como ya no había diferencias ideológicas entre ellos, no se repitieron los encontrones de la universidad. Una piscina de un solo carril fue testigo de esa chispeante empatía. Por el Gran Timonel, que florezcan 100 flores, que 100 escuelas de pensamiento compitan. Ja, ja, ja. Un mortal de mediana edad siempre estuvo pendiente del confort de los inmortales que chapoteaban como niños. En cuanto al cielo, el color que mejor le sienta: azul celeste. Una que otra hilacha, pero muy lejos, como por la Cochinchina.
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