Rubén Vélez - A esa fea no se le abre la puerta

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155 piezas conforman este rompecabezas sobre el paso del tiempo y la acechanza de la muerte. Con una prosa agradable el autor va uniendo las piezas que retratan las vidas de ancianos ricos e inmortales, los viajes por el tiempo a sitios significativos: las fincas de vacaciones de colegial, las estancias en Salgar o Barichara, una cuadra de la calle 41 de Medellín, la Universidad de Antioquia, antros de aquí y allá y el barrio Chueca de Madrid. Se dibujan, además, en estas piezas, las sombras de personajes como Mao, Tirofijo o Pablo Escobar y las siluetas de seres ficticios como Madame Lucifer, mujer encantadora por extraña e intrusiva

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Medellín, abril 9 de 2020

Mi ombligo y el balcón

Soy el ocioso que de tarde en tarde

Deja de mirarse el ombligo y se asoma.

También soy el ocioso que sospecha que esa audacia

No bastará para exonerarlo del cargo de ombliguista.

En los países donde no pasa nada

No está mal visto eso de mirarse el ombligo.

No hay que pedir disculpas.

No hay que darse golpes de pecho.

El ocioso que a veces se asoma

Y dice qué país o qué horror.

El ombliguismo es bueno para la digestión.

Pero, mon chéri, hay que asomarse.

La casa que quería irse por un precipicio

A Matías Parra, el día de su primera comunión, le regalaron un libro que lo trastornó para siempre. No le regalaron un libro, sino un genio, uno que lo instaba a construirse un palacio miliunanochesco. Tan pronto como empezó a ganar plata, se compró un inmenso terreno en Chimaná, la meseta de enfrente. Su principal vecino es un magnífico precipicio desde el cual se pueden ver tres pueblos, un río y un pedazo de selva. Todos los arquitectos que contrató, que no fueron pocos, lo defraudaron. Ninguno entendía la idea árabe que él alimentaba desde la época de su niñez. En esa meseta fueron más las demoliciones que las construcciones. Al cabo de muchas tentativas, en vez de un palacio, se levantó un adefesio inhabitable que mantenía fuera de sí a su dueño. Con todo, él lo recorría cabalmente los domingos y demás días de fiesta, ya tomado por el alcohol. Debe suponerse que otro genio fue la causa de su repentina adhesión al vacío.

El poeta del Salto del Mico

Dicen que es el único poeta de este pueblo. Debe haber más. Tiene que haber más. También dicen que el único ladrón está en la cárcel. Hablan de un ladronzuelo. Los grandes ladrones andan sueltos y viven en grandes casas. Algunos de ellos son excelentes anfitriones. El que conocí hace unos cuantos días tiene la manía feudal de mirar al otro desde un trono. Como nunca se verá a la sombra, no se le bajarán los humos y así mirará a la muerte. Me gustaría presenciar ese encuentro. Pero me estoy saliendo del tema, como siempre. Volvamos al Salto del Mico, donde el único poeta del pueblo, una vez al año, recita algunos de los poemas que la ha inspirado la abrupta geografía local. Si él diera un paso en falso, se lo tragaría un abismo que me recuerda a uno de mis personajes bíblicos predilectos. A Jonás, ese muchacho judío que quería cambiar su tierra por un mundo remoto y desconocido para librarse de una misión que no le gustaba. Señor, no quiero meterme a predicador. Señor, no me arrebates la juventud. Hasta ahora, el único poeta se ha contentado con asomarse al abismo. Si pasara una larga temporada en el vientre del vacío, tal vez tendría otra voz, tal vez sería poético, y no nos asomaríamos con ojos de turista a los monstruosos precipicios de su pueblo. ¡Tanto espesor metafísico para que no broten más que chorros de espuma! ¡Tantas y tan raras improntas de un océano del pleistoceno para que nos ensopemos de aguachirle! Una señora se muestra extasiada (en esta clase de eventos pululan las señoras). Me pregunto si ese arrobo se debe a las palabras del poeta o la poesía de la naturaleza que tenemos ante nosotros. A prudente distancia de la lírica, también al borde del abismo, unos muchachos se dedican a hacerse selfies. Aquí, el fin del mundo. Allá, el mundo. La desgracia de los poetas de ahora es que por mucha luz que produzcan no alcanzarán la condición de influencer. ¿Qué necesitarían esos muchachos para alcanzarla?, ¿algo más que juventud? Jonás no quería ser un influencer, ni en Nínive ni en ninguna otra parte. Señor, permite que este muchacho se vaya para Gádir. Señor, que den la lata los viejos, que es lo mejor que saben hacer.

Jonás se pide un mar sin límites

Debo admitir que mi situación en esta próspera y bulliciosa ciudad es algo anómala. La gente se va de su casa con la intención de empezar una nueva vida. Yo lo hice para burlar una orden. Soy un fugitivo, y la voz de mi perseguidor ha viajado conmigo. No sé cómo apagarla. Cada vez es más fuerte, más terrible. Se suponía que aquí, tan lejos de su casa, no debería sonar o ser apenas un susurro, una molestia insignificante. Los pocos amigos que he hecho me dicen que hay que estar loco para prestarle oídos a un dios que no suena ni truena en mi país de adopción. Están en lo cierto: aquí, ese dios no tiene templos ni fieles. Cuando les habló de él (lo hago a menudo), se muestran sorprendidos. ¿Siempre colérico?, ¿siempre a la greña con los demás dioses? No se explican por qué ese poderoso me confió una misión que no casa con mi naturaleza. ¿Tú, de profeta?, ¿tú, apenas un muchacho, alguien que necesita pasarlo bien? Abuso del vino para librarme de esa voz de otra parte, de esa orden que me está desordenando, pero no me suelta, no permite que deje de hablar de su instigador. Alguien que solo debería hablar de las muchachas y las travesías por unos mares que a veces deparan tesoros, habla más de la cuenta de un dios lejano que se ha convertido en su verdugo. Yo, que no quería ser un predicador. Yo, que quería seguir siendo por un tiempo indefinido un muchacho más. Me pregunto si me decidí por el destino que no me convenía y si más allá de Agadir habrá otra tierra… Tiene que haberla, ya que en el puerto se habla mucho de ella, y lo hacen marineros, gente que no habla por hablar. Jonás, aterriza: te ha llegado la hora de emprender otro largo viaje.

Vida de ninivita

Debo predicar algo terrible en una ciudad que me ha dejado sin palabras. Cuanto más pienso en la orden que me dio el Señor, más confundido me siento. En mi tierra no hay una ciudad como la que ahora me deslumbra y dentro de poco va a ser destruida. Semejantes casas. Semejantes palacios. Semejantes jardines. Semejantes templos… En ninguno de los últimos se adora al dios que me ha confiado una misión de profeta. No sé por dónde empezarla, si en un atrio o en una plaza. Por dónde empezar la locura de anunciar en una lengua extranjera la destrucción de un mundo que habla tan bien de la inteligencia y la laboriosidad del hombre. Espero que aquí se apiaden de los dementes. No me gustaría morir apedreado o pasar el resto de mis días en un sótano. Ninivitas, este muchacho no sabe lo que dice. Ninivitas, ¿y esa enorme construcción?, ¿es el templo de su dios más poderoso? Tantas tabletas, tantos escritos por descifrar y leer una y otra vez. Este depósito de luz me sugiere que cambie el destino de profeta, que me queda grande, por uno que me traería un sinnúmero de complicaciones. Pero creo que la pasaría bien entre estas altas y recias paredes. Tantos escritos que a la postre me resultarán cercanos, familiares… Señor, te lo ruego: no permitas que mis ojos envejezcan.

Texto de la tablilla número 1953 de la biblioteca de Nínive

Como yo no tenía una causa, los demás me reprobaban. Yo era alguien inconveniente. El extraño. El enemigo en ciernes. Algunos me miraban con odio. Supuse que solo en el desierto podía sentirme a salvo, y me fui para ese más allá, donde me pasaron mil penalidades. Tampoco yo tenía temple. Mientras me dirigía a mi casa, más y más personas salían a mi encuentro. Ni se veían amenazantes, sino expectantes. El muchacho que carecía de una causa ya era alguien que portaba un mensaje trascendental y no tardaría en revelarlo. Tres días de deriva por el desierto habían bastado para convertirlo en un enviado de la Luz. Pese a que no tenía nada que decir, para salir del paso, dije lo primero que me vino a la cabeza: algo terrible. Fue el principio de mi ardua y temeraria vida de profeta.

Hablaba de una rosa prodigiosa que se escondía más allá de Tarsis

Y llegó Jonás a Nínive, con la intención de dañarle el sueño a todos sus habitantes, incluso a los niños, y como andaba exhausto (había caminado tres días seguidos), se recostó a la sombra de una higuera. Cuando despertó, vio que a pocos pasos del lugar donde se encontraba se había formado un corrillo en torno a una persona de aspecto de profeta bíblico. Se dijo, no sin alivio, que alguien se le había adelantado, y se sumó al grupo de oyentes. No entendió nada. El supuesto profeta no hablaba la lengua del recién llegado, que era el arameo. Poco después, en un figón polvoriento (el único que aprobó su bolsa), supo que en la ciudad abundaban los contadores de historias, y que la más contada y celebrada se refería a la búsqueda, por parte del legendario rey Gilgamesh, de la rosa de la inmortalidad. El muchacho judío quiso saberlo todo sobre ese soberano y la flor que otorgaba un don del Edén. Tampoco él quería morirse. También él odiaba que la muerte tuviera los poderes de un dios. Dejó a un lado el asunto de la suerte de Nínive (conversión o destrucción), y se dedicó a aprender el idioma local, para entender todas las historias que se contaban en los mercados y los caravasares. Quien iba para palabra solemne y sobrecogedora se volvió uno de los narradores más amenos e imaginativos de Nínive. Utilizaba el estilo escueto del libro sagrado de su país de origen. En la mayoría de sus historias, algo de muy lejos que solo aparece al final (¿esa rosa es una rosa?), despide un olor ingrato, insano, como de cuerpo en descomposición.

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