Dos muertos que escupían púas
Muchos alumnos de primaria de la escuela Manuela Beltrán todavía recuerdan la primera (y última) vez que el señor Restrepo acudió a hablarles de su vida de prójimo de los huitotos. El hombre llegó, estrelló contra el tablero, del todo extendida, su inmensa e incompleta diestra, y la calcó con una tiza. Los niños quedaron de una pieza. Ante ellos estaba un retrato fiel de la mano que el pueblo entero relacionaba con el canibalismo. Alcen la mano los que ahora no tengan en mente la palabra caníbal. Nadie la alzó. Niños, no piensen como todo el mundo, pongan a trabajar la imaginación. Una pista: los huitotos no comen carne humana. Otra: al principio, mi espesa y oscura barba les hizo pensar que yo era un demonio que les convenía tener de amigo. Y otra, muy importante: en la selva ya se imponían los enemigos de la selva. Como nadie dijo nada, el señor Restrepo borró de un tirón la mano que no había servido de musa y abandonó el aula. Varios días después, empezaron a lloverle historias infantiles sobre la vida de su diestra en la selva. Todas venían con un dibujo muy parecido al que él había hecho en el tablero. Todas, salvo una: la que hablaba de dos dedos que echan raíces y se vuelven árboles muy grandes y de aspecto feroz. Fue la que más le gustó.
Enloda usted el buen nombre de Nuestra Señora de los Charcos
No era necesario ser amigo de doña Bibiana para que ella te permitiera visitar su finca de tierra caliente. Bastaba con que uno le cayera bien. “Usted me cae bien, puede ir a bañarse a los charcos de mi finca, pero necesitará un mapa y una carta de autorización. Hable con mi secretaria”. ¡Un mapa y una carta de autorización! Supuse que se me iban a abrir las puertas de una casona de la época de la colonia en perfecto estado. Tras un viaje de una hora y media por caminos destapados, me encontré ante unas ruinas parcialmente cubiertas con tejas de Eternit. Hice lo que había que hacer: eché chispas. El mayordomo me dijo que a todos los invitados de la señora les pasaba lo mismo y que en los charcos se les arreglaba el carácter. Como yo no quería que el mío se arreglara, cogí el camino de regreso con la intención de increpar a doña Bibiana y a su secretaria. No estaba la primera. A la segunda no la afectó en lo más mínimo mi pataleta y remató su indolencia con unas palabras de templo. “Despreció usted una piscina probática, sus demonios se lo agradecerán”. Al otro día, esos demonios me llevaron de vuelta a la hacienda con una casa fantasma, donde escuché, de labios de un mayordomo embriagado, cosas terribles acerca de su patrona. Un mayordomo que llevaba ahí diez años. Supuse que la piscina probática nunca se vería manchada de sangre.
Póngame usted la música de las esferas celestiales
Según el señor Ospina, y no sólo él (cuarenta y nueve propietarios más), el paraíso queda en una pequeña franja costera del departamento de Sucre llamada Playa Bálsamo. Me gustaría tener la labia de un promotor turístico para describirlo como manda la época. Empecemos por su elemento fundamental, por el mar. Cálido y amable. El mar ideal para ahogar las malas energías que hemos acumulado a lo largo del año (estamos en la última semana del mes de diciembre). Sigamos con la playa. Por ella se puede andar descalzo. Ya se pueden ustedes imaginar la felicidad de los pies de uno de los reyes nacionales del hormigón. A la naturaleza que hay entre la unidad cerrada que consta de cincuenta casas y el mar se le debe dedicar, de una manera jubilosa, varios adjetivos. Frondosa, balsámica, intacta. A ver si también lo hago bien como promotor inmobiliario. Cincuenta casas que no maltratan su entorno. Cambie usted la palabra casa por la palabra cabaña, que la segunda le sienta mejor a la conciencia ecológica. Todas, con vista al mar. Ninguna, sin ojos electrónicos. En cada una de ellas hay cuatro habitaciones completas, lo que implica que para cagar u orinar no hay que atravesar un largo corredor o salir a la intemperie. Uno se levanta de la cama, avanza dos o tres pasos y asunto resuelto. Cuatro baños en cada casa, cuatro zonas de alivio. El inventor del inodoro moderno se merece un monumento. En vez de un caballo, el bendito asiento, donde los poderosos tienen que admitir que su naturaleza no es divina. El inodoro es el trono que nos baja los humos. Hagamos cuentas. Entre el mar y los árboles hay doscientos refugios que le convienen tanto a la fisiología como a la filosofía. El cuarto de baño es uno de los sitios ideales para concebir y ordenar pensamientos. Aquí, los seguidores de Borges deben indignarse. Ningún lugar como la biblioteca. Crecemos entre los libros. Leer, leer, leer. La bibliolatría, otra religión que debemos cuestionar. Como quien dice, otra guerra perdida de antemano. No podría decirse que los cincuenta propietarios del paraíso son leídos, pero no se puede negar que están muy bien informados. Para qué más datos, para qué más cifras. No son leídos y no están bien informados los habitantes del submundo de al lado (submundo, porque carece de algunos elementos modernos, como el acueducto y el alcantarillado. Se recomienda andar calzado por sus trochas). Acerca de esos tres mil quinientos vecinos, el señor Ospina, y no sólo él, dice que son demasiado ruidosos. Es lo único que dice de ellos. Oiga usted esa música, si es que semejante bulla puede llamarse música. El año pasado eran menos ruidosos, y como la policía sirve para tres cosas, esas que sabemos, ya se podrá usted imaginar el estrépito que nos espera. Playa Bálsamo, en el departamento de Sucre. Con guardia a todas horas y sin la plaga de los vendedores ambulantes.
No mirarás hacia atrás
Navegando por aquí y navegando por allá, el señor Sánchez ha vuelto a verse con algunos de sus compañeros del colegio y la universidad. Otra razón para elogiar la tecnología. Uno se sumerge en el inmenso mar de míster Zuckerberg, la otra casa de medio mundo (casa con poderes que no han sido bien estudiados), y de pronto tropieza con un nombre que lo transporta al tiempo de las amistades desinteresadas. En la vejez no es fácil hacer amistades. A los cincuenta, don Quijote entabla una buena amistad con Sancho. Se nos ha asegurado una y otra vez que el segundo es un modelo de cordura. Uno se pregunta si una persona en sano juicio puede hacer buenas migas con un trastornado. Los locos no se entienden con nadie, ni siquiera consigo mismo. Los pragmáticos no secundan las causas fantasiosas. ¿Por qué también a Sancho le da por emprender una vida tan distinta de la que ha llevado?, ¿qué le pasa a la cabeza que no se levantó entre libros? El lector se estará diciendo que ahora el autor desvaría, que su quijotesca digresión denota un desorden. Para callarlo, reanudemos la historia del reencuentro del señor Sánchez con un tal Amílcar Araujo. En la Universidad de Antioquia, el segundo tenía claro lo esencial (lo esencial, según su ideología). Quién era el amigo y quién el enemigo. A quién había que perdonar y a quién no. Un pequeño libro de pastas rojas lo había iluminado. Algunos decían que Araujo no tenía ideas, sino consignas. No había que tomarlos en serio: esos muchachos pertenecían a la abominable secta de los reaccionarios. Eran consignas sublimes, dignas de un evangelio. Una de ellas, “La tierra es para quien la trabaja”, no la habría suscrito el poeta de Nazaret. A Jesús no le sonaba eso de ganarse el pan con el sudor de la frente. Mirad los pájaros del cielo y los lirios del campo. Jesús nos aconsejó que prefiriéramos el reino de allá a los reinitos de aquí. Como no le hicimos caso, la humanidad evolucionó y por doquier se impuso la religión sin un libro sagrado del consumismo. Se ha pronosticado que el camino inevitable nos llevará al abismo. “El fin se acerca”. Araujo pronosticaba que se acercaba el fin de la era de la explotación del hombre por el hombre. A su compañero de apellido Sánchez, le parecía que la futurología no reunía los requisitos para ser considerada como una ciencia. En el encuentro real del creyente y el escéptico, en la tierra del primero (el hombre tenía algo más que un metro cuadrado en donde caerse muerto), no se habló del pasado, solo del presente. El rico propietario habló de lo único que hay que hablar: el éxito. El tema del fracaso se lo dejamos a los poetas. Tantas hectáreas, tantos nacimientos de agua, tantos árboles frutales, tantas reses, tantos caballos. Algunos de esos elementos figuran en el muro de Facebook del señor Sánchez. Las últimas imágenes del correspondiente álbum —todo sobre la choza donde viven el mayordomo y los suyos—nos remontan a los tiempos de Jesús. A uno le entran ganas de agregarle a ese pesebre de tierra caliente, por medio de una aplicación que traen casi todos los celulares, un ángel, tres reyes en camello y una docena de pastorcitos.
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