Rubén Vélez - A esa fea no se le abre la puerta
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Ya están aquí las acuciosas moscas necróforas
En un mohoso salón de Bogotá se hablaba bien y mal de la obra del maestro Zurita. Se decía que no era un pintor, sino un mero ilustrador, y que lo único que palpitaba en sus cuadros eran las moscas. Alguien anotó que no valía la pena hablar de una obra que era apenas decorativa. Para el único crítico de arte que había en esa reunión, la única obra del maestro Zurita que merecía ser comentada era la que tenía los días contados (el artista iba para el siglo). Se habló, entonces, de una larga lucha de gimnasio, y se llegó, por unanimidad, a la conclusión de que el maestro Zurita, pensándolo bien, había sido un aplicado artista conceptual, uno que habría pasado desapercibido en la Feria Basel de Miami, pues en esa ciudad abundan los músculos que inventan las máquinas en complicidad con los anabólicos y los esteroides. Miami es la capital de las obras de arte que de un momento a otro se desinflan. Mientras se decían tan picantes palabras (y tan incorrectas), el trabajado cuerpo del maestro Zurita, esa instalación móvil ya doblada por los años que no se daba por vencida, balbuceaba el nombre de San Sebastián por los corredores de su quinta de verano. Su amor de turno, un muchacho larguirucho e incoloro, le servía de báculo. “Un San Sebastián asediado por una legión de moscas necróforas, que son las que respiran más vida y las más perturbadoras: será mi obra maestra”. El maestro balbuceaba el nombre del santo favorito de los hombres que no desean a las mujeres y los nombres de varios artistas que a última hora se crecieron: por fin cumplieron a cabalidad con el lienzo. Para dominar ese raro tema, el de la vejez prodigiosa, basta con visitar al profesor que destronó a la Enciclopedia Británica. Solo sé que no sé nada, pero sé de alguien que lo sabe todo. Malos tiempos para dárselas de inculto. Cuando ya el maestro Zurita no podía luchar contra el vacío del lienzo, contra nada (él mismo hacía parte del vacío), en cierto salón de Bogotá se dijo que su último San Sebastián no estaba mal, que eso sí era arte, que esa pintura se merecía una pared de primera. Lástima las moscas. Como muertas. Como una retórica que no viene al caso.
Pascal, dos amigas y un ojo sin photoshop
Reina y Rocío. Se conocieron en el colegio y pese a que la vida llevó lejos a la primera, no se distanciaron. En los últimos años, gracias a la inteligencia artificial, esa amistad se consolidó. Reina le mandaba a Rocío muchas imágenes en las que siempre aparecía radiante, intachable, en escenarios del futuro, como Tokio y Singapur. Rocío correspondía con textos de su propia cosecha y artículos y caricaturas de la prensa local. Era un intercambio que intrigaba a la mujer que tras cincuenta años de trajín en el exterior había resuelto radicarse en Barichara. ¿Cómo habrá tratado el tiempo a esa muchacha?, ¿ya no quedará nada de su belleza?, ¿no querrá que su amiga de siempre se entere? Ese misterio no debía resolverlo la virtualidad, sino la realidad, en el pueblo donde Reina se compró una casa con una panorámica de folleto turístico. Ella insistía. Tienes que venir, este pueblo es lo mejor que me ha pasado, te provocará pasar aquí el resto de tus días. La otra cavilaba. ¿Para qué viajar?, ¿para pasar trabajos?, ¿no es abominable la condición de turista y de visita? Rocío, en su confortable y seguro apartamento de Medellín, se decía una advertencia de Pascal que casi nadie ha tomado en serio. “Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de permanecer a solas en su habitación”. Esa máxima debería presidir la recepción de los hoteles, en letras de oro. Reina insistía. Pascal advertía. La primera se hacía preguntas sulfurosas. ¿Por qué tanta renuencia?, ¿estaré invitando a una anciana?, ¿me tocará bregar con una enferma? Al cabo de una insistencia que ya mezclaba las palabras dulces con las agridulces (hay algo hostil en tu actitud, no sé qué pensar, me gustaría que fueras clara con tu amiga de toda la vida), perdió el pensador francés, y a causa de esa derrota, Reina se llevó una sorpresa que no le convino a su alma. Rocío aparentaba menos años de los que tenía. Digamos que diez. Digamos que quince. A la mujer cosmopolita, en cambio, se le notaban sus numerosos almanaques. La anfitriona, consciente de que la gente mayor, por bonita que sea su piel, tiene de sobra ángulos desfavorecedores, se dedicó a retratar a hurtadillas a su huésped. Esas ingratas imágenes pueden ser vistas en varios sitios de la red. “Rocío Jaramillo, una amiga como pocas”. “Rocío Jaramillo en Barichara, una visita inolvidable”. “Rocío Jaramillo, la única hermana de verdad que yo he tenido”. Reina y Rocío. La segunda borró a la primera (delete, delete, delete), y por enésima vez se inclinó ante la sombra de Pascal.
Nos preguntamos si Floro tiene ahora la suerte de pasearse por las calles de Roma
Al hostal “La Hormiga Buenavida” llegó un muchacho italiano que se estaba quedando sin plata. Como no quería andar vacío, le propuso a la hostelera que lo hospedara y lo alimentara por una semana a cambio de un violín que lo había acompañado en su largo viaje por Colombia. La hostelera examinó el instrumento, rasgó una de sus cuerdas y dijo, categórica, “tres días y nueve comidas”. El mochilero accedió. Al cabo del tiempo de hospitalidad acordado, le rogó a doña Alba (así se llamaba la dueña), que no permitiera que “tan ilustre músico se atrofiara”. Ella no atendió ese ruego. En vez de darse a la tarea de buscarle a su violín una pareja apropiada, lo colgó, con arco y todo, en el muro que había detrás de la recepción del hostal. Ya no era un violín, sino un objeto decorativo más. Un día, Floro, uno de esos personajes de pueblo que cargan con los rótulos de bobo y loco, y de quien se decía que sufría del mal de San Vito (todo el santo día iba y venía por todas las calles), entró en el hostal, a darle una razón a doña Alba, y reparó en el violín, y quedó prendado de él, y quiso ser su propietario. Ya no hubo día en que no lo visitara y se dedicara a contemplarlo, extasiado, como los crédulos contemplan la efigie de un santo. Doña Alba, al verlo, se salía de casillas. “Fuera, fuera, que usted no es violinista”. “Fuera, fuera, que me va a espantar a los huéspedes”. “Fuera, fuera, que lo suyo es andar por ahí”. Pero Floro no dejó de visitar el instrumento que lo había hipnotizado. El día en que la hostelera pasaba de las palabras a los hechos, otro turista, también italiano, se interpuso entre la gruesa mujer y el ingrávido hombre, y se fue con el último para una cafetería cercana, donde lo sometió a un interrogatorio de inquisidor. Era un escritor que andaba medio vacío: con plata, pero sin tema. Esta historia tiene un final feliz con notas disonantes. Floro recibió un apodo bonito, sublime (“El loco del Stradivarius”), y se convirtió en una de las principales atracciones turísticas del pueblo. No hubo visitante que no se hiciera una foto junto al violinista que no sabía tocar el violín y no se cansaba de articular palabras italianas que no venían a cuento, como vaffanculo y torrone di merda
Un huitoto chistoso en la fiesta del año
A una casa de setenta metros cuadrados llegó una lujosa invitación del señor Calle, un hombre solitario y ya viejo que necesitaba de los grandes espacios para sentirse a sus anchas (su casa más pequeña medía trescientos metros cuadrados). El capítulo destacable de la vida del destinatario de ese papel es su convivencia de veinte años con los huitotos del Putamayo. Del remitente destacamos su manera de enfrentar el tiempo. Cuanto más envejecía, más se esmeraba por verse impecable. Es lo que recomienda el manual de la vejez digna. Pero se le iba la mano. A los setenta y tantos, ya no parecía real, sino un muñeco de vitrina. Toda su ropa era de marca. En su casa de verano, donde pasaba los meses de diciembre y enero, no cabía un lujo más. No era una casa, sino un museo de la opulencia. Asfixiaba. Intimidaba. Ahí no provocaba vivir, sino posar (sube cuanto antes todas esas fotos, para que tus seguidores se queden sin aliento). El antropólogo y el coleccionista compulsivo de objetos hermosos y costosos tenían algo fundamental en común: la edad. Ambos estaban a un paso de lo absoluto. En la escueta casa del primero lo único valioso era su prodigiosa memoria. Mientras él hablaba de su vida entre los indios amazónicos, uno se internaba más y más en la selva. El maniquí era de pocas palabras. Los maniquís son así, medidos, atildados, educadísimos. En una palabra, tediosos. La invitación del hombre que no quería dar la impresión de decadencia (y, sin, embargo, la daba: saltaba a la vista que iba para los ochenta), no le planteó dilemas de ninguna naturaleza al hombre que tenía el tic de encoger los hombros. Ir o no ir. Comportarse de una manera occidental o de una manera selvática. Ser un mero espectador o un aguafiestas. Nada de eso. Al final de la exclusiva velada, que transcurrió sin contratiempos (los videos de veinte cámaras de seguridad podrían servirnos para corroborar esa afirmación), el anfitrión enseñó los objetos que había comprado en su más reciente viaje al Lejano Oriente. Amuletos, muebles e ídolos de Camboya, Laos y Vietnam. Los invitados posaron para la cámara junto a esas obras de arte. Uno de ellos, ante un pequeño Buda de teca, se hizo sentir en el dialecto de los huitotos. ¿Filosofía sobre la vida? Fríos. ¿Filosofía sobre la vejez y la muerte? Gélidos. Buenos chistes de la gente de la selva que podrían funcionar en español, ¿alguien querrá desbaratarse, estallar en carcajadas? El señor Calle dijo que por desgracia él ya estaba muerto y empezó a apagar las luces.
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