Grínor Rojo - Historia crítica de la literatura chilena
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Diego Barros Arana junto a un grupo de personas, 1894. Disponible en Memoria Chilena, Biblioteca Nacional de Chile .
El único libro que se menciona reiteradas veces en La Aurora, que se vincula a las «bellas letras» y que Camilo Henríquez destaca como imprescindible para el estudio del arte de escribir es la obra del clérigo escocés Hugo Blair Lecciones sobre la retórica y las bellas letras (publicada en inglés en 1783). Según Henríquez, «la obra más profunda y mejor escrita que conocemos sobre esta materia» (25 de junio de 1812). Hay evidencia de que un compendio de esta obra tuvo un uso docente significativo en el Instituto Nacional de Santiago. La obra de Blair se proponía sustituir en el uso del idioma la retórica artificial y la escolástica por los principios de la razón y del juicio. Blair tenía como parámetros del buen decir, del uso de la lengua y de la composición literaria, la sencillez, el sentido común, la claridad y la exactitud. Su obra recomienda atender más a la sustancia que a los ornatos y a la ostentación. Critica, por lo tanto, al lenguaje y a la sintaxis barroca. En la advertencia del Compendio que circuló en Chile se señala que el aprecio con que se leía la obra de Blair es prueba de que los «lectores prefieren las ideas sanas a las áridas nomenclaturas, la filosofía luminosa a los sistemas escolásticos y el gusto depurado a la indigesta erudición» (3). Todo lo que atacaba Blair tenía un correlato para la élite ilustrada de las primeras décadas post-independencia. Algunas de las disquisiciones que se realizaron en el seno de la Universidad de San Felipe a fines del siglo XVIII volvían a hacerse presentes. Por ejemplo, aquella en que un catedrático de esa universidad argumentó en un tratado que el uso de los vestidos de cola debía imputarse a pecado mortal. A su vez, el rector escribió otro sobre el mismo tema, para demostrar –con argumentos basados en la opinión de los Santos Padres– que el uso de los vestidos de cola no podía imputarse a pecado mortal, pues Santa Rosa los había usado y en la Corte Celestial tenían por Santo Patrono a un tal San Bernardino de Siena que también los había usado, todo esto con un lenguaje enrevesado, pleno de retórica escolástica.
Cabe señalar, sin embargo, que a Camilo Henríquez y a los ilustrados republicanos les importaba sobre todo la palabra escrita y la cultura letrada, no en función de las «bellas letras», o de lo que hoy entendemos como ficción y literatura, sino en su potencial para el avance de propósitos políticos y culturales, como instrumento para la participación ciudadana en un sistema político y representativo. De ahí también que abogaran insistentemente en la necesidad de «ilustrar y educar al pueblo», utilizando para ello a la educación pero también a la literatura. La idea de una República, universal en sus principios y abstracta en sus vínculos –vía la constitución y las leyes–, sólo era posible a través de la escritura y de una cultura letrada. Quien sí se preocupó desde su arribo a Chile de las «bellas letras» fue Andrés Bello. Recién llegado al país, en el Araucano, Bello comentó y propuso modelos poéticos afines a la poesía cívica de corte neoclásico, e integró también al canon de la literatura chilena nada menos que a La Araucana de Ercilla, leyéndola –en un artículo de 1841– como una épica fundante de la nación, como «nuestra Eneida».
En la generación de 1810, además de la literatura de ideas, que el editor de La Aurora engloba en la categoría de filosofía civil, se mencionan otros «libros útiles» que merecen ser importados y leídos. Según Camilo Henríquez, «uno de los muchos modos con que el comercio promueve y favorece la literatura –repárese en el uso del concepto de literatura– es con la introducción de libros científicos y generalmente útiles. Harán pues un gran servicio a la patria los comerciantes que hagan venir tantas obras preciosas» (19 de marzo de 1812: 26). También destaca la necesidad de importar diccionarios y gramáticas del idioma inglés. Recordemos que para Camilo Henríquez, más que la Francia de Napoleón, era Estados Unidos el modelo republicano por excelencia. En sus palabras se trataba de «un país industrioso y culto» en el que «todos leen, todos piensan y todos hablan con libertad» (cit. en Hernández: 73), valoración curiosa considerando que en varios Estados de esa nación todavía operaba la esclavitud y la población negra estaba excluida de los logros del país. En la prefiguración del canon de libros que hay que leer, Camilo Henríquez asume entonces la voz de una conciencia nacional; no se trata de un canon personal, sino de un canon que debe ser accesible, que debe ser parte del canon educativo y, por lo tanto, un canon que debiera ser oficial en la perspectiva de preparar un «porvenir feliz» para la nueva nación chilena.
Otra vía de constitución del canon en los años posteriores a la Independencia son las traducciones. Traducir implica una elección y un ejercicio profundo de lectura intercultural. Ante la ausencia de crítica, el proceso de traducción era un mecanismo más o menos directo para ampliar el canon. La primera publicación de una obra traducida data de 1820, se trata de El Diccionario portátil filosófico-político-moral. Obra útil y provechosa a las personas de cualesquiera opinión política que aspiren a figurar en el mundo por principios de una educación «a la derniere» , obra que fue publicada en la «Imprenta –como dice el facsimilar– de los ciudadanos Valles y Vilugron». Es una obrita de pocas páginas, de autor anónimo, que se firma con el seudónimo de Barón de Bribonet, texto inspirado en el Diccionario filosófico portátil (1764) de Voltaire. El texto está precedido de una «Advertencia(s) del traductor, con honores de prólogo», en que el autor anónimo señala «Téngola por producción original, que se ha querido disfrazar con las apariencias de una traducción». Traducción o seudotraducción, lo importante es que se basa en la obra de Voltaire, autor que no sólo fue censurado y prohibido durante la Colonia, sino también en el interregno del ministro Portales; autor que fue un modelo para los ilustrados chilenos de cuño republicano y liberal. Antes, en 1828, durante el gobierno del General Francisco Antonio Pinto –a quien un historiador llamó filósofo con espada– en la entrega de premios del Instituto Nacional, el Presidente Pinto le obsequió a un alumno destacado las Obras Completas de Voltaire.
En cuanto a traducciones, el propio Camilo Henríquez tradujo del inglés un discurso del poeta John Milton sobre la libertad de prensa, pronunciado en el Parlamento de Inglaterra, texto que publicó en La Aurora. Otra traducción que se publicó en 1825 fue el Compendio de las lecciones sobre la retórica y las bellas letras, de Hugo Blair, al que ya nos hemos referido. Otro título fue La conciencia de un niño, obra traducida del francés por Domingo Faustino Sarmiento y publicada en 1844 «para el uso de las escuelas primarias» (como dice la portadilla). Recién en 1844 se traducen y publican obras de ficción propiamente tales: una novela de Balzac ( La tremielga) y de Eugenio Sue (El judío errante y Los misterios de París ). En definitiva, entre 1820 y 1845, la mayoría de las obras traducidas corresponden a lo que llamamos literatura de ideas y sólo unas pocas, muy pocas, a lo que se consideraba entonces «bellas letras».
En Camilo Henríquez y La Aurora se encuentran, como hemos señalado latamente, diversas respuestas a la pregunta ¿qué leer?, las cuales corresponden a las preconcepciones ideológico-políticas de una mentalidad ilustrada de cuño republicano, supuestos que son también en gran medida compartidos por la generación de 1842. De allí que hablemos de prácticas lectoras y de una comunidad de interpretación comunes. El canon de la literatura de la Independencia, que responde a la pregunta ¿qué leer?, está conformado, para esta comunidad de autores, entonces, por algunos de los nombres más destacados de la antigüedad clásica, por pensadores ilustrados como Voltaire, Rousseau y Montesquieu, entre otros, por autores del liberalismo doctrinario francés, también por autores del contra-canon de la España colonial (Feijoo y Floridablanca) y por «libros útiles», sean científicos o diccionarios.
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