Grínor Rojo - Historia crítica de la literatura chilena
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Los comerciantes, esos reyes del mundo, como ellos mismos se titulan, que mandan los mares y la tierra, creen que la vida del pobre vale menos que un mango de remo o un pedazo de cable (vol. I, 204).
(¡Menos mal que al pobre Vicuña no le tocó vivir en nuestro siglo!).
El país ausente adquiere presencia en su diario por contraste con los demás países visitados. Lo que se evoca es casi siempre negativo. Su anticlericalismo exacerbado le hace ver al país convertido en el « refugium frailorum de todo el universo» (II, 267). Cuando observa el trato que se da a los peones mexicanos aclara que Chile es superior en la crueldad con que se castiga a los inquilinos. Cruzando el estado de Guerrero, cerca de la hacienda del dictador de turno, Juan Álvarez, anota: «Nos hospedó el mayordomo de esta, el primer hombre de raza española pura que veíamos, y que como patrón y alcalde era el tirano de los indios; me dijo, sin embargo, que no los azotaba, pero tenía un buen cepo. ¡En Chile estamos mejor provistos!» (vol. I, 52).
Y habrá siempre que retener, como un grito salido muy de lo hondo, las dos o tres páginas que Vicuña dedica a la condición del inquilino chileno, que él había visto muy de cerca, hecha de hambre, desnudez y de atroz miseria (vol. II, 278-281).
A su paso por Rio de Janeiro, que saca lo peor del sentimiento anti-africano del autor, se nos ofrece un breve pero interesante ejercicio en la captación de caracteres nacionales:
Todas las razas que hoy se enseñorean sobre el orbe civilizado tienen en su contra ciertas características típicas: los españoles su altanero orgullo, los ingleses su frívola circunspección, los franceses su petulante inteligencia, los alemanes su obtusa paciencia (y los sudamericanos tenemos también nuestras tildes heredadas y que apuntamos para que no se nos acuse de parcialidad en nuestro cumplimiento: los peruanos su parola , los argentinos su facha , los chilenos su cachaza ) (vol. II, 328-9).
El catálogo está lleno de clichés y, aunque lo de la «cachaza» no está mal, Vicuña sin duda se queda corto en cuanto a los defectos de sus compatriotas. Aunque hoy nos cuesta captar las connotaciones del vocablo en su tiempo, tal vez corresponda a lo que Pérez Rosales diagnosticó como «la índole apática y satisfecha de los ceremoniosos hijos de Santiago» (1).
Las páginas relativas a la Argentina ponen un sello espléndido al escrito de Vicuña. En ellas lo vemos codearse con la flor y nata de la intelectualidad porteña (escritores, políticos, periodistas), frecuentar los clubes liberales en compañía de Sarmiento y tratar de cerca a Mitre, con quien había compartido los calabozos en Chile y de quien hace un brillante elogio como representante de «la santidad de la causa liberal de la América del Sur» (vol. II, 398). Por otra parte, describe con acentos intensos y convincentes la «huella» atroz que dejó Rosas en el país. Es este uno de los primeros potentes retratos de un caudillo sudamericano que ahí se nos ofrece. Luego de mostrar una vez más el delirante sadismo del tirano, explora el por qué podía arrastrar en su siga a las masas gauchas. El carisma bárbaro, nos explica, surge de concretas condiciones económicas y culturales: atraso, ignorancia y hábitos del mundo ganadero. En esto el chileno no se separa de Sarmiento, cuyo Facundo cita (vol. II, 472) y que parece haber asimilado muy bien 17. Es claro que a Vicuña la Argentina lo fascina y lo aterra a la vez. Lo fascina el grandioso empuje épico de la Independencia, que tanto contribuyera a la nuestra –y esto lo dice, reconoce y agradece cuando ya empezaba a actuar un velo de ocultamiento sobre el origen exterior de nuestra liberación. Y lo aterra tal vez porque en el país vecino, más que en ningún otro, advierte cómo se puede pasar de la grandeza a la degradación posterior, cuánto puede retroceder el marcador de la historia. Rosas es una sombra que amenaza en todas partes a los países del continente. Le causa horror ver que la separación de Buenos Aires de la Confederación multiplica el cáncer secesionista sudamericano: «Ayer éramos 14 naciones, hoy con Buenos Aires ya somos 15 y la América del Sur apenas cuenta con una población de doce millones de habitantes cuya gran mayoría son indios humillados y negros bozales…» (vol. II, 388).
Siguiendo con su método usual, compara hechos y cosas argentinos con los chilenos. Elabora, por ejemplo, una hábil hipótesis para explicar por qué Santiago es una ciudad tan fea. Lo que la hace parecer fea, especula, es la belleza misma de la cordillera. El argumento, ben trovato , no deja de ser sofístico y no salva a la ciudad de su fealdad superlativa. Esta seguirá siendo, por los siglos de los siglos, la «apartada y triste población» que tan bien retrató Pérez Rosales al comienzo de sus Recuerdos .
En el amplio repertorio de temas que llenan la sección, cobra singular relieve la especie de himno que el autor eleva a la Independencia hispanoamericana. Son varias páginas inflamadas del más ferviente énfasis romántico (vol. II, 375-386). «Quienes eran ellos» es la anáfora que preside esto que es un himno y también una letanía: himno a la gran energía que fue, réquiem por algo que ya dejó de ser. El estribillo final será, por el contrario, la imagen de la carreta, nuestro verdadero emblema nacional: «y ‘¡el país marcha!’ y también ¡marchan las carretas…!» (385), «nos ponemos a dormir la siesta de los siglos y ‘¡el país marcha!’ y también ¡marchan las carretas…!» (386). Canto olmediano en una prosa más extensa, Araucana abreviada no de la Conquista sino de la Independencia, esta oda elegíaca muestra en todo su pathos el ideal americano del joven Vicuña. Héroes, soldados, mujeres y extranjeros se congregan incluso con los mismos enemigos, los grandes generales españoles que vinieron a imponer la reconquista y que fueron vencidos por los patriotas. Igual que Ercilla, Vicuña alza la epopeya a una altura de guerra noble situada a años luz y por encima del miserable presente. Desde Junín y Ayacucho, todo es inercia y mezquindad en nuestras tierras.
Listo ya para dejar el puerto y aprestándose a navegar por el Paraná, Vicuña nos da un precioso cuadro comparativo de la «beneficencia pública en Buenos Aires y en Santiago», donde el estado de la nuestra resulta, según él, favorable. Curiosamente, quizás por una ironía inconsciente, la atención a locos, enfermos, viejos y huérfanos culmina entre nosotros en el excelente mantenimiento del cementerio. Escribe: «Nuestro cementerio es también un mudo y grande tributo que hemos levantado al espíritu y amor de nuestra sociabilidad, que la muerte no apaga, y en efecto pocas capitales de la Europa se honran de un sitio más hermoso y mejor conservado…» (vol. II, 412). Sociabilidad chilena de la muerte, no hay duda. Desde 1854 hasta hoy, los cementerios son los sitios más agradables y respirables del país (lo señaló hace tiempo, por el de Concepción, Jaime Giordano).
Por último, y ya para concluir este breve apunte sobre el escrito del futuro historiador, en su viaje por el río nos deja un retrato sobresaliente:
Entre la escasa comitiva femenina que nos acompañaba reconocí luego, en ciertos signos que no pueden explicarse pero son infalibles, que teníamos una paisana. Era una mujer vestida de luto, de fisonomía sólida y llena, tipo de esa buena gente que los sábados por la noche forma sus reales de canastas a lo largo de los portales y vende sus zapatos a todas las caseritas … Era, en efecto, una chimbera llamada Peta Honorato, que se había casado en Santiago con un argentino, venídose a establecer a Buenos Aires donde aquel acababa de morir, y ella resignada y laboriosa, venía al Rosario a recoger los restos de su negocito para volver sin duda a repasar los Andes y sentarse al pie de ellos en la plaza de Santiago, a vender zapatos de todos los puntos a sus antiguas caseritas … (vol. II, 420).
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