Grínor Rojo - Historia crítica de la literatura chilena

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Volumen dedicado a la producción literaria que se genera en torno a los procesos de Independencia y formación del Estado nacional o, más exacto, consagrado a la producción que aparece en el período que abarca desde la Primera Junta Nacional de Gobierno hasta las décadas del setenta y ochenta del siglo XIX.

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5. El diario de Vicuña Mackenna (1856)

En el medio siglo que transcurre entre el inicio de la emancipación y el arranque de la obra de Blest Gana, no son muchos los escritos que tocan la cuestión de la nacionalidad o reflexionan sobre ella. Casi todos, bien conocidos en nuestra historia literaria, pertenecen al canon de las letras decimonónicas. Por ser objeto de tratamientos específicos en esta misma Historia , sólo los menciono para enmarcar de algún modo mi exposición. Francisco Bilbao, en su importante Sociabilidad chilena (1844), habla poquísimo del tejido concreto de la sociedad en cuestión. Su liberalismo igualitario, de inspiración cristiana (Lammenais), es una visión abstracta y algo enrarecida, cuya cualidad principal reside en su fervor y en sus intenciones críticas. José Joaquín Vallejo, la pluma probablemente más auténticamente chilena de todo el grupo, ha dejado admirables cuadros de costumbres sobre la actividad económica y social de una de las zonas más dinámicas del país, el norte minero (1847). José Zapiola, en sus Recuerdos de treinta años (ediciones sucesivas de 1872, 1881 y, póstuma, de 1902), reactualiza su temprana fe carrerina, que lo hacía ver un dictador y un criminal en O’Higgins, para volverse más tarde, después del Concilio Vaticano I, en obsecuente ultramontano. José Victorino Lastarria, fundador sin duda del pensamiento y de la tradición democráticos, oculta cuidadosamente en sus Recuerdos literarios (1878) su juventud jacobina, para dedicarse a crear un pedestal aere perennius de sí mismo y terminar convirtiéndose en un orador más en la arena parlamentaria. Finalmente, Vicente Pérez Rosales, considerado con toda razón uno de los grandes memorialistas del siglo antepasado, capta con densidad y vigor las fuerzas más vivas del país, en una visión sustanciosa y plebeya que contrasta con la elitista y oficial. Son sus Recuerdos del pasado (1882, 1886). Todos ellos contribuyen a fijar el perfil de nuestras letras decimonónicas, en aportes decisivos para la fundación de nuestra cultura nacional. No es seguro que Blest Gana haya podido leer a estos autores, aunque tampoco es imposible; pero sí, con probabilidad rayana en la certeza, debió conocer el diario de viaje de Vicuña Mackenna. La fecha en que se publicó y la amistad que lo unió con su autor avalan esta presunción.

Producto de tres años de exilio, las Páginas de mi diario constituyen una impresionante travesía por América y Europa. El joven historiador, de apenas 21 a 23 años, va anotando día a día en papeles volanderos los innumerables lugares a los que llega y luego, ya de regreso en Chile, los selecciona y publica, primero como artículos en El Ferrocarril en 1856, enseguida en libro aparte. La edición de sus Obras Completas supera con creces las mil páginas, en un recorrido que lo lleva desde Valparaíso a California (San Francisco y Sacramento); desde Acapulco a Veracruz cruzando todo México de costa a costa a lomo de mula, a caballo o en diligencia, desde Veracruz hasta Nueva Orleans, por el Mississippi y el Ohio adentro pasando por St. Louis, Cincinnati y Cleveland; amén de la infaltable contemplación del Niágara, visita las principales ciudades de Estados Unidos, Canadá y Europa (pasa tres meses en Nueva York, y cuatro en París), regresando por el Brasil y la pampa argentina ya caído Rosas, hasta cruzar la ansiada cordillera que lo trae de vuelta a su país 16. Al cruzarla, lo hace envuelto entre los recuerdos y las huellas del Ejército Libertador, cuya gesta historiará más tarde. Lo hace también rememorando los santos lugares carrerinos. Uno de sus guías, de quien habla extensamente, es uno de los hombres que en 1828 transportó a Chile «los huesos de los infortunados Carrera» (vol. II, 518). En mi opinión, estamos ante uno de los más importantes libros del siglo XIX chileno, comparable en todo sentido a los Recuerdos de Pérez Rosales y, en un radio americano, a los formidables Viajes sarmientinos. Con ambas obras comparte energía, brío, vigor y vehemencia. Esta agilidad narrativa, una insaciable curiosidad de viajero y sus notables dotes de observación hacen del escrito autobiográfico un vívido testimonio de época e inagotable cantera de información. El historiador precoz y el talentoso escritor que ya empieza a ser Vicuña se juntan en él para dar a estas páginas una sorprendente velocidad descriptiva (ver, entre otras, su descripción de las cataratas canadienses y de los lagos neoyorquinos, hoy en el estado de Vermont, con sus bellezas naturales y luego, en flagrante contraste, la de las fealdades sociales de la aristocracia reunida en Saratoga, vol. I, 197 ss.). El libro, con historias y anécdotas que brotan a granel, realiza una incursión en gran parte del mundo occidental, a la altura cronológica de mediados de siglo, dándonos cifras económicas y demográficas, datos acerca de ciudades, monumentos y edificios, notas sobre estilos y costumbres, etc. «Mi itinerario de peregrino y mi memorándum de estudio», lo llama en el prefacio (vol. I, 18). Cumple de veras esa doble función. Y, por encima de todo, suministra una buena perspectiva sobre nuestros orígenes nacionales.

La mentalidad liberal, con su vigencia de época y las limitaciones que hoy nos son visibles, impregna todas estas páginas, determinando sus valores y guiando la percepción. Hijo de uno de los principales caudillos del levantamiento de 1851, participante él mismo en el motín de Urriola, el liberalismo tiene en Vicuña raíces familiares viéndose fortalecido por una temprana experiencia política. En sus años fuera de Chile va a dirigir sus observaciones en el terreno económico, político y sobre todo cultural. Admira el desarrollo y el progreso norteamericanos, que ve desplegarse en California y en el Medio Oeste; critica el desorden y la dilapidación que reinan en México. De este mismo país juzga acerbamente la inestabilidad de la vida política y las sucesivas tiranías allí entronizadas. Su retrato de Santana, por ejemplo, es perceptivo y certero, tanto en el lado sórdido del personaje como por la intuición de las circunstancias que hicieron posible su pasta de caudillo (79-81). Curiosísimo y voraz de letras e impaciente por averiguar el estado cultural de los diversos países, visita en Boston a William Prescott, cuya biblioteca encarece gráficamente como un «Potosí histórico» (160). Anti-indigenista visceral, mucho antes de su infame apoyo a la «pacificación de la Araucanía», ya descree de la «canción de Ercilla» (167) y coincide con el historiador norteamericano en que toda la historia de la conquista es sólo nuestra «admirable ficción de la Araucanía» (159). Sin embargo, y en total contradicción con esto, puede reconocer al final de su viaje que quizás se equivocaba, preguntándose por un momento: «¿Por qué seguir la rutina de ese desprecio con que el orgullo español miraba a los indígenas y nos miró después a nosotros mismos?» (vol. II, 283-4).

Sus principios liberales, inclaudicables en su absoluta condenación del «coloniaje» (noción que comparte con Blest Gana y que desborda el marco generacional: su juicio sobre Colón es de una brutalidad increíble), no lo llevan, sin embargo, a una ciega exaltación del país del Norte. Su mirada crítica al esclavismo que ve en Louisiana y en otras zonas es a la postre algo coherente, pero su rechazo al craso materialismo norteamericano sobrepasa el lugar común de su tiempo y lo induce a una feroz diatriba contra el desperdicio de vidas que supone el mundo de los negocios. Sólo dos botones de muestra que pertenecen a una larga cadena de calamidades que Vicuña achaca a la «furia de la codicia»:

Yo estaba harto de recorrer los sitios de los horribles desastres que el mercantilismo à outrance produce en esta tierra a la que todo viajero debía llevar una mortaja como pieza esencial de su equipaje… (vol. I, 203).

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