Compartimos una tranquilizadora infusión, que nos calmó el ánimo, y acompañamos a un funcionario para reconocer el cadáver.
Solo vimos su cara, hinchada, en el comienzo de la deformación. El resto del cuerpo, nos aconsejaron, era mejor no verlo. Después me comentaron que solo eran pedazos unidos en una argamasa.
También me dijeron que, gracias a la lluvia, no se había incendiado. Si no, Raúl también estaría muerto.
Las semanas siguientes se me pasaron sin ser consciente del tiempo. Solicité mis vacaciones y esas seis semanas, reservadas para ese fantástico viaje por Turquía y Jordania, las utilicé para acompañarlos. Primero a Pedro, en su sepelio. En estos días, entre Lucía y yo nacía una nueva amistad. Pasamos de ser conocidos, unidos por el vínculo de Raúl y Pedro, a ser AMIGOS. Sí, amigos con mayúsculas, amigos de esos que nacen del sufrimiento, del dolor, de los peores momentos.
Después, cuando los primeros atisbos de esperanza indicaban que Raúl podría salir del coma, lo acompañé, en esos minutos que me dejaban cada dos horas, para hablarle y contarle la verdad, susurrarle que aquí me tenía, decirle lo mucho que le quería y lo mucho que echaríamos de menos a Pedro, pero que juntos los superaríamos.
El 9 de octubre, 13 días después de accidente, en una de estas charlas de corazón a corazón, con mis manos cogiéndole su mano derecha y las lágrimas resbalando por mis mejillas y nublándome la vista, Raúl abrió los ojos.
Los días transcurrían despacio en la soledad del hospital, salpicados por alguna visita de Lucía. Los otros hermanos de Pedro, después del sepelio, solo se interesaron por los bienes que dejaba, para reclamar lo suyo. Afortunadamente para Raúl, lo habían dejado todo bien atado, todo en regla. Nada más leer el testamento, como la niebla matutina de las mañanas de abril, Julio y Teresa desaparecieron. Lucía, sin embargo, no cejó en las visitas constantes al hospital, en las que alguna vez pasaba a verlo a la UCI, y en otras simplemente se tomaba un café conmigo y charlábamos un rato.
La primera planta del hospital llegó a no tener secretos para nosotros. El pasillo principal, ese pasillo cuyo recorrido suponía cientos de metros, lo atravesábamos una y otra vez en nuestras charlas. A veces me ayudaba simplemente acompañándome en silencio; otras, con una conversación amena y entretenida. No había tema tabú, no había censura previa en nada, de todo hablábamos, hasta el punto de casi no tener secretos el uno para el otro.
—Richard —me dijo aquella tarde fría de finales de noviembre—, todos pensamos que eres gay, ya que te conocemos a través de Raúl y Pedro —el nombre de Pedro afloro a su garganta como un mosquito inoportuno que se hubiera colado más allá de las amígdalas.
—¿Gay? ¿Por qué?
—No sé, no hemos conocido a ninguna pareja tuya y tal vez por eso pensábamos que igual eras de esos que no salen del armario.
—Jajaja —me salió espontáneamente una sonora carcajada—. No sé muy bien lo que soy, eso es cierto. A veces yo mismo lo dudo. A veces pienso que el amor no existe o que al menos está vetado para mí; otras, que aún no me he cruzado con la persona adecuada, o que quizá es el miedo lo que no me permite encontrarla. A veces pienso que el tiempo me la traerá. Lo que sí creo es que, antes de que esa persona llegue, debo saber cómo tiene que ser, hombre o mujer.
—Pero… ¿no me digas que no has tenido relaciones, que eres virgen?
—Bueno, espero que me guardes el secreto. Sí, lo soy, en el más amplio sentido de la palabra. Ni conozco el amor de verdad, el del corazón, ni tan siquiera el sexual, el más carnal.
—No me lo puedo creer —me decía Lucía, mientras me miraba con la más absoluta cara de incredulidad—. En pleno siglo XXI, un tío cercano a los cuarenta y ¡virgen! Te oigo y, si no te conociera como te estoy conociendo en las últimas semanas, diría que es mentira.
—Ya ves. Timidez, comodidad, vergüenza, no sé. La verdad, si algún día se presenta la oportunidad, igual salgo corriendo, o hago el ridículo más espantoso.
Aquella misma semana dejé de ser virgen. No sé cómo fue, ni tan siquiera me enteré de cómo llegué a aquella cama. Solo recuerdo la sensación de plenitud, y la charla de después, aún metidos en la cama Lucía y yo.
De aquella tarde tengo tres recuerdos imborrables que permanecen en mi retina. El primero, mi despertar al sexo, al sexo pleno, al sexo compartido, casi cuarenta años después de venir al mundo, que fue como un regalo inesperado.
El segundo, su rotunda aseveración:
—Ya sabes lo que es el sexo heterosexual. Ahora deberías de tener dos cojones y probar...
Me costó trabajo asimilar ese consejo, viniendo además de una mujer, viniendo de mi amiga, pero en el futuro lo iba a comprender, como tantas otras cosas con las que Lucía me obsequiaba.
—¿Sabes? —me dijo con rotundidad y mirándome a los ojos, y este es el tercer recuerdo que tengo de esa tarde—, me alegro de que Raúl y Pedro hubieran tenido tan claras las cosas a la hora de redactar el testamento. Sobre todo me alegro por Raúl, por que los buitres de mis…
—Sí, ya me imagino que habrán tratado de rapiñar algo, a ver si podían sacar tajada, pero ellos desde el principio lo tuvieron muy claro y, a pesar de que no les ha dado tiempo a casarse, los temas legales los tenían bien cerrados, y salvo que Raúl… —mis labios se negaron a terminar la frase, ya no me cabía en el pensamiento un desenlace trágico—. Bueno, salvo que en el futuro Raúl tenga algún percance, todo está atado y bien atado.
Alguna que otra tarde, mi hermana Ana me hacía compañía; otras, venían juntas.
María era más de interesarse por teléfono. Me acompaño en el funeral también y, en una ocasión, un sábado por la tarde, vino acompañando a Ana.
Para mí era suficiente. Son mi familia, las quiero y las respeto, y ellas también quieren mucho a Raúl, pero saben que parte del cariño que les corresponde por sangre se lo entregué a él hace muchos años.
—Oye —me soltó Lucía la tarde antes de que a Raúl le trasladaran a Toledo—, ¿no será que estás enamorado de Raúl?
Fue la nota alegre de la tarde. Después, con el paso del tiempo, lo he comprendido. Un amor entre hombres, un amor fraternal como el de Raúl y el mío, es difícil de entender.
—¿Cómo? Raúl es mi hermano, mi protector, mi hermano mayor, aunque solo sea unas semanas más viejo que yo.
—¿Tu protector?
—Bueno, hasta ahora así lo ha sido. Pero esto me ha hecho madurar, alcanzar la madurez. A partir de ahora, igual me toca a mí protegerle a él.
Efectivamente, tuve que coger la tutela legal de sus cosas. Aunque había salido del coma, su mejoría era lenta, casi inexistente. Los primos habían puesto en la balanza lo que podían sacar del asunto y el tiempo que les llevaría y habían renunciado a ello. Hablaron conmigo y, tras su discurso, vacío de contenido, opté por cuidarlo y protegerlo yo.
Mañana nos vamos a Toledo. Me han dicho que allí empezará una lenta rehabilitación, lenta y dolorosa, pero que le permitirá recuperar algo de fuerza en las piernas y, sobre todo, podrá potenciar la masa muscular de sus brazos, que será su arma de defensa en el futuro.
El accidente le había partido la médula, y se había quedado paralítico de cintura para abajo. El resto de las patologías las había superado.
Los pulmones habían recuperado su potencial, las costillas rotas se habían curado, el corazón se había recuperado y la analítica, después de muchos meses, daba prácticamente normal, dejando atrás la fortísima anemia por la pérdida de tanta sangre.
Ahora toca la etapa final, me dijeron los médicos.
Cuando hablé con Raúl y se lo comenté, se dio la vuelta en la cama y, ocultándome su rostro, lloró, lloró solo, en silencio.
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