Adolfo Pascual Mendoza - El accidente

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El accidente, una novela donde los convencionalismos sociales quedan anticuados, donde la opción sexual de los protagonistas pierde toda su importancia e impera la fuerza del amor y la amistad, talismanes que moverán al protagonista a embarcarse en una aventura trepidante apostando sus opciones al todo, o al nada. Un relato que no te dejará indiferente, despertará en ti sentimientos supremos hasta ahora desconocidos, un punto de vista inexplorado que te abrirá una nueva visión de la realidad, desde un punto de vista muy diferente.

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En el coche de vuelta a casa, alejándome de estos edificios modernos que conforman el hospital, tras cruzar el río y meterme en la circunvalación hacia la carretera de Madrid, empiezo a soñar, a dejarme llevar por mis ilusiones y ya veo a Raúl de pie en la cocina, mientras preparo la cena, hablando de nuestras cosas, y noto como la vista se me nubla. Me restriego con la mano para poder ver bien y pongo algo de música, mi viejo y muy usado CD de Café del Mar, me concentro en el tráfico y me dejo llevar, siento la carretera como una pista de patinaje y el coche se desliza por ella como su cauce natural, con toda suavidad.

Sin darme cuenta, estoy llegando a casa. Había un poco de tráfico pero, como no llego a meterme en Madrid, apenas lo he notado. Al entrar en casa, según dejo las llaves encima de mueblecito de la entrada, siento un cansancio agotador.

Una luz muy tamizada inunda el salón. Me descalzo y me dejo caer en el sofá. Un profundo sueño me impide incluso encender el televisor y noto como el mundo se me aleja, como se va poniendo sordina a todos los ruidos que me rodean y caigo en un profundo sueño.

Al despertarme, me encuentro relajado, feliz. Una sonrisa me cruza la cara y un regustillo me llena el alma. He descansado y he soñado, y ese es el motivo de mi relax, de mi dicha.

En mi sueño, retrocedíamos unos cuantos años. Las imágenes del partido de baloncesto en el hospital fueron el comienzo de este sueño. Después, las imágenes se difuminaban y allí estábamos los dos, jugando, sudando, dándolo todo en el campo. Después, Raúl me miraba y sonreía. Era un guiño de complicidad, como diciéndome:

—¡Mira! ¿Ves como puedo?

No soy supersticioso, pero esto me hace pensar que tal vez la idea de Raúl sea coherente, y la operación y el nuevo tratamiento le darán mejor calidad de vida.

EL ACCIDENTE

картинка 8

No sé ni cómo había llegado hasta aquí. Solo recuerdo la llamada telefónica. Al entrar al hospital, el olor raro a desinfectantes y medicinas me despertó de mi ensimismamiento.

La sala fría y aséptica del hospital, los corrillos de familiares, el susurro de las distintas conversaciones, recorrí toda la sala tratando de encontrar alguna cara conocida, alguna sonrisa amable en la que cobijarme de mis miedos.

Por parte de Raúl, no esperaba a nadie. Solo algunos primos, como mucho, se interesarían por teléfono y, si la cosa se prolongaba, igual hacían alguna visita furtiva. Sabía que con el único que contactarían sería conmigo, y no me equivoqué pero, de la familia de Pedro, esperaba encontrar a su hermana pequeña, Lucía, pero por más que recorría la estancia con la mirada, no reconocía a nadie.

Anduve por todo el corredor. La sala de espera era como un circuito que me llevaba a recorrerlo de extremo a extremo una y otra vez, hasta que olor a café, me llevó hasta la máquina y, de manera automática e instintiva, saqué uno. No recuerdo su sabor, no recuerdo si estaba frio o caliente, solo su olor y, en megafonía, una voz potente, clara, repetía un nombre sin cesar, una, dos, tres veces.

Debió de ser el efecto del café por lo que caí en la cuenta.

—Acompañantes de Raúl Vidal, pasen por información.

—Raúl Vidal, familiares, por favor, pasen por información.

Me costó reaccionar apenas unos segundos, pero segundos vividos a cámara lenta, segundos ralentizados, vividos con intensidad. Salí de mi aturdimiento y encaminé mis pasos a la puerta con el rotulo de información.

Tras la puerta, un doctor con rostro ajado y movimientos cansados.

—¿Es usted familiar de Raúl Fernández?

—Bueno, Raúl no tiene familia cercana. Soy un amigo, soy su amigo desde la infancia.

—Bien, como le habrán informado telefónicamente, ha tenido un accidente, iba con otra persona, que no tenemos identificada. Solo sabemos la matrícula del coche, facilitada por la Guardia Civil.

—¿Qué modelo era el coche?

—Según el atestado, un Mondeo de color negro.

—Bien, entonces iban en el coche de Pedro, su pareja.

—¿Conoce usted entonces al propietario del coche?

—Sí, claro, Pedro Pérez.

Un corto silencio, antes de descolgar el teléfono.

—Pilar, tengo a un amigo de Raúl Vidal en información. Creo que nos podrá ayudar en la identificación del acompañante.

Bien, ahora vendrá mi compañera Pilar, le pedirá que la acompañe. Igual nos puede ayudar.

En cuanto a Raúl, está en la UCI. Las próximas horas serán cruciales para su evolución. Está muy mal. La verdad, no esperamos, salvo un milagro, que salga de esta.

Sentí un puñetazo en la boca del estómago. Las bilis me subieron por el esófago y la boca se me llenó de un sabor amargo.

—¿Cómo? ¿Tan grave es? ¿Tan brutal ha sido el accidente?

—De momento no puedo decirle mucho más. Ahora vendrá mi compañera, acompáñela y ella la informará de todo lo relativo al accidente.

Unos golpes en la puerta me sacaron del shock. Mi corazón había tomado vida propia y pretendía salirse de mi pecho.

—Hola, soy Pilar. Si me acompaña, por favor.

Fui incapaz de reaccionar, quería levantarme de la silla, pero mis piernas se negaban a obedecerme, mi cerebro estaba en blanco y apenas era capaz de atender a orden alguna. En ese momento no existía.

Unas manos acariciándome los hombros y tirando de un brazo hacia arriba me hicieron reaccionar.

—Venga, acompáñame. ¿Cómo te llamas?

—Ricardo, —contesté de forma automática—. Richard, para todo el mundo.

—Bien, Richard, dime. ¿Raúl es pariente tuyo?

—No, es mi amigo, mi amigo de infancia, es mi hermano.

—Comprendo, lazos fuertes. Una ha visto tanto que sabe diferenciar, y a veces los lazos de sangre no tienen la más mínima importancia, y otras, una amistad como esta…

Y dejó la conversación colgada, como ensimismada en sus propios pensamientos.

Habíamos llegado a un despacho, algo más amplio y acogedor que el del doctor en la sala de información. Alguna foto encima de la mesa, sus hijos, pensé, una planta sobre el poyete de la ventana, creaban un clima cálido. Una luz fuerte del exterior, a pesar del día de nubes y llovizna, inundaba la habitación.

Esperó a que estuviera sentado en la silla de este lado de la mesa. Ella se acomodó de manera casi parsimoniosa, activó la pantalla del ordenador y esperó unos segundos antes de comenzar.

—Richard, me ha dicho el doctor Villa que conoces al acompañante de Raúl.

—Sí, iban en un Ford Mondeo de color negro. Es el de Pedro Pérez, su pareja.

—Sí, según consta en la copia del atestado de la DGT, es un Mondeo negro, matrícula CPY. Sí, llevaría en el espejo retrovisor unos estandartes de la Virgen del Rocío.

—No me consta.

—¿Podrías aportarnos algún dato de Pedro? Algún teléfono de sus familiares.

—Bueno, solo tengo el móvil de una de sus hermanas.

—Si eres tan amable, dánoslo para ponernos en contacto con ella.

Sin ser consciente de ello, casi de una manera automática, había marcado el teléfono.

Solo me di cuenta al oír cómo se iba marcando el número. La voz de Lucía sonó al otro lado.

—Richard, ¡qué sorpresa!

Tardé unos segundos en reaccionar.

—Richard. ¿Pasa algo?

—Sí, Lucía, espera. Te paso con alguien.

Como una hora después, Lucía y yo nos fundimos en un abrazo en la puerta de las malditas urgencias del hospital. Seguía lloviendo, y el estrépito de las sirenas y el trasiego de unos y otros rompieron la intimidad del abrazo, nuestras lágrimas compartidas.

Minutos atrás, cuando pasé el teléfono a Pilar, la psicóloga, me enteré de los detalles del trágico accidente, de las horas que llevó sacar los cuerpos del amasijo de chatarra, del barranco donde había ido a parar cerca de la urbanización donde viven, de cómo Raúl había quedado tan mal parado y de que Pedro, desgraciadamente, había fallecido.

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