A lo largo de los años, nuestra amistad se fue estrechando hasta el punto de sentirnos como hermanos; él por no tenerlos y yo por ser el más pequeño de una familia de tres hijos siendo las mayores dos chicas.
En la ciudad, aunque no se podía decir que fuéramos vecinos, solo unas calles nos separaban y, por supuesto, el colegio era el mismo. Al regreso de esas vacaciones, como si el destino quisiera premiarnos por el desgraciado incidente, coincidimos incluso en la misma clase, y los años sucesivos, el instituto e incluso la universidad, fueron años que compartimos y disfrutamos. Compartimos el inicio de la adolescencia, nuestras primeras juergas juveniles, nuestros primeros flirteos y nuestros primeros fracasos, nuestros amores frustrados y, por último, nuestro compromiso vital, ese que desde la aceptación entre adultos, nos unió de por vida, mediante un vínculo que, aunque no era de sangre, sí era un compromiso aceptado de mutuo acuerdo.
—¿Sabes, Richard?
Sus palabras, como un revulsivo, me sacan de mis propios pensamientos y, como un autómata, alejo mi mirada del infinito y le miro al tiempo que le contesto.
—Sí, Raúl, dime.
—Hay algo que desde el accidente me corroe, me quema, me deshumaniza y me destruye, algo como un parásito que vive dentro de mí y me inmoviliza, me anula y evita que vuelva a ser yo mismo.
—Sabes que te he dicho siempre que hablar es lo mejor, pero tú siempre te encierras en ti mismo, sin querer compartir, sin hacernos partícipes de ese mundo tuyo, de tu otro mundo, ese que solo tú conoces, que solo tu entiendes, y que sabemos que te hiere, te hace daño, te destruye, pero que es tan inaccesible para todos nosotros. Hace ya más de cinco años del fatídico accidente y, desde entonces, me cuesta trabajo reconocerte, y lo de menos es verte sentado en esa silla. Son tus ojos, tu mirada perdida, tu mente en otro mundo y, sin embargo, cuando hablamos del pasado, como hace un rato con la foto de cuando niños, veo que en lo más profundo de ese ser desconocido está Raúl, mi Raúl, y en cada visita, en cada encuentro, me llevo a casa la sensación de que algo no ha funcionado, algo me ha fallado, de que he estado a punto de sacarlo fuera pero siempre a última hora reculas y te vuelves a encerrar… ¿Qué te pasa? ¿Qué temes? ¿Qué nubla esa cabeza y te aleja de todos nosotros?
—Simplemente, Riki, no me reconozco. Me niego a aceptar que este es mi cuerpo, que esta es mi situación… Apenas tenemos cuarenta y cinco años. ¿Qué será dentro de cinco? ¿Cómo me encontraré a los cincuenta? ¿Cuáles serán mis limitaciones?
—Raúl. Sabes que es normal. Nos lo dijeron en Toledo cuando superaste aquella recaída tan fuerte, ¿recuerdas? La llamaste el pozo de la vida. Vendrán otras recaídas. Unas se pasarán solas, otras serán más retorcidas, algunas con los familiares y los amigos las superarás, otras tendrás que volver a recurrir a nosotros, te dijo Margarita.
—Lo sé, lo sé, pero no es eso.
Se produjo un largo silencio, me miró a la cara y continúo.
—En Toledo descarté de plano algo, pero ahora le estoy dando vueltas. Tal vez…
Le cogí de la mano, continué como pude. Las lágrimas resbalaban por mi cara y, cuando la emoción dejó de atenazar mi garganta, le dije:
—Raúl, deja pasar un tiempo, piénsalo bien y en unos días lo hablamos.
No obstante, de camino a casa, mi cabeza me traiciona, engaña a mi corazón y, de manera casi mágica, de forma espontánea, una extraña y compleja estratagema, se configura en mi mente.
—¿Margarita?
—Sí, soy yo, dígame.
—Buenos días, espero que te acuerdes de mí. Soy Ricardo Ortiz, el amigo de Raúl Fernández.
—Hola Richard, ¿cómo va todo? ¿Cómo esta Raúl? Hace tiempo que no sabemos nada de él por aquí.
—Bueno, tirando, ese es el motivo de mi llamada.
—Cuéntame, ¿qué pasa?
—Está pasando un pequeña crisis, esta todo el día malhumorado, encerrado en sí mismo, hasta que ayer se me abrió un poco.
—Bueno que empiece a hablar ya es un avance, y que lo comparta con las personas que le queréis, más aún.
—Sí, pero la situación es algo más complicada. En los últimos meses se está planteando la alternativa que le ofrecisteis en su día y que descartó de plano. Creo que está decidido a explorar todas sus posibilidades y arriesgarse. Quiere mucho a Luís y le quiere ofrecer el máximo de sí mismo, y para ello está dispuesto a sufrir, a esforzarse y lo que sea necesario.
—Pero lo que me estás contando es muy positivo. Después de la crisis que pasó estando aquí con nosotros, esperábamos más recaídas y hace ya casi dos años que, todo va sobre ruedas y viene solo a las revisiones.
—Sí, ya sabes, Luís ha sido todo un revulsivo. Le ha dado las ganas de vivir necesarias, y ahora parece ser que esto es lo que le ha provocado la crisis actual, y el nuevo impulso que le quiere dar a su vida.
—Richard, no sabes lo que me alegro de oírte decir esto. Muy pocos casos se dan en estas circunstancias que reconsideren la situación. Déjame hablar con Fernando Chozas. Miraremos bien todo el expediente, lo estudiaremos y, cuando tengamos algo claro, yo te llamo.
—Marga, ¿realmente crees que hay posibilidades de que mejore?
—En todo esto Richard, nuestro trabajo es muy importante, pero la situación anímica del paciente y las ganas de colaborar tienen mucho más peso a la hora de llevarlo a buen término.
Llevaba algunos días esquivando a Raúl cuando trataba de sacar el tema. Hablábamos prácticamente todos los días, pero siempre dejaba la conversación para el domingo, confiando en que se lo pensara un poco más.
Estoy en la cafetería del hospital de Toledo. El miércoles me llamó Marga y quedamos para comer junto con el doctor Chozas y así poder tener información de primera mano antes de ir a ver a Raúl el domingo.
Al pasar por la galería, me ha sorprendido la alegría y el dinamismo de unos chicos en su silla jugando al baloncesto. Sus energías son inagotables, sus ganas de vivir, su alegría contagiosa me hace sentirme mezquino, mezquino por tener tanto, por ser un privilegiado al que, sin embargo, cualquier cosa le deprime. Me hace sentirme un desgraciado y no soy capaz de valorar todo aquello que tengo, todo aquello que soy, lo material, lo físico, lo espiritual.
Al pasar por la cristalera que da paso a esa especie de gran gimnasio, esa sala de tortura y esperanza, de esfuerzo y sacrifico para tantos, me siento equilibrado. La esperanza y la alegría, el esfuerzo y el sacrificio, y todo junto por una mayor calidad de vida, por una cierta independencia, por una mayor autonomía.
Durante la comida, el doctor Chozas y Margarita me dejan muy claro las ventajas y los riesgos. Habría que empezar con muchas pruebas, y esto nos llevaría muy probablemente a un trasplante de medula, y después, el postoperatorio y la temida rehabilitación, dura, disciplinada, cargada de esfuerzos y sacrificios. El final, si todo es positivo, defenderse sin silla de ruedas, con unas muletas e incluso, con suerte, se podría mover por la casa apoyándose simplemente en paredes y muebles.
En la parte negativa estaba lo del donante. Al no tener familiares directos, la cosa se complica. Yo me ofrezco para hacer las pruebas de compatibilidad. Por lo demás, el temor al rechazo. También, en nuestra contra, estos cuatro años largos, que le han debilitado el organismo, con lo que quizá no esté en las mismas circunstancias que cuando pasó todo, pero esto es una dificultad menor.
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