Carlos Venegas - El vástago de la muerte

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La asfixiante calima de agosto cae sobre la noche madrileña. Mery, cansada de mentiras, decide cambiarlo todo y enfrentarse a sus demonios llevando su cuerpo a un momento de éxtasis extremo. Pero su vida se derrumbará por completo al recibir una llamada de la Policía Nacional. En el silencio más profundo le hablan de una muerte que lo cambia todo: presente, pasado y futuro.Sin saber cómo se verá atrapada en el ojo de un huracán lleno de locura y terror del que solo podrán sacarla una abogada inexperta y la investigación comenzada por el Comisario Álvarez y su gente de Distrito Centro.

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Mery vio cómo se encaminaba hacia ella un tipo vestido de uniforme con los distintivos propios de su rango: camisa azul con los emblemas de la policía, bandera española, escudo, placa identificativa y rama del servicio, además de las insignias de laureles y dos estrellas que decoraban sus hombreras. El pantalón básico azul oscuro y unos zapatos negros impecablemente limpios ponían fin a la indumentaria oficial.

A Mery le resultó sorprendentemente joven, no tendría mucho más de treinta años, aunque tampoco es que se fijara demasiado.

—Señora Sagasta, soy el comisario Álvarez. Le rogaría que me acompañara a mi despacho, allí estará cómoda y podremos hablar más tranquilamente.

La joven asintió y, ayudada por el agente, se levantó del asiento y se dirigió a la oficina. Avanzó siguiendo el camino que previamente había hecho el guardia, despacio, como una plañidera tras un cortejo fúnebre.

La estancia era sorprendentemente acogedora: las paredes estaban pintadas de gris perla, el techo blanco salpicado de halógenos de luz cálida; una elegante mesa de nogal barnizada acogía un ordenador HP cuya pequeña torre era soportada detrás del monitor con unas escuadras de fábrica. Se podía ver también un portaplumas doble, un contenedor imantado para clips, una grapadora y varias carpetas bien ordenadas que se había asegurado de cerrar convenientemente antes de que entrara su visita. Una pequeña maceta con rosas del desierto —regalo de su mujer— daba el toque de color, aunque desentonaba bastante con el aspecto serio del lugar. Por último, poblaba la mesa un portafotos con una imagen familiar junto a su mujer y su hijo recién nacido. Un cómodo asiento de piel, de respaldo alto, negro, hacía más cómodas las largas horas de trabajo administrativo y, al otro lado, dos sillas también de piel sintética del mismo color, pero de respaldo bajo, sin reposabrazos y cuatro patas fijas color cromo, acolchadas y confortables, siempre dispuestas para todo aquel que llegara a compartir información o prestar algún alegato. Bajo los pies, el calor desprendido por la moqueta era disimulado por el frío que salía de la rejilla del aire acondicionado situada justo en el centro del techo de la estancia. A la espalda de la mesa, un mueble-librería, de la misma madera que el escritorio, repleto de carpetas, libros de leyes, documentos y material necesario para dar un buen servicio al ciudadano. Una palmera de interior vestía una de las esquinas y en la pared que daba a la fachada exterior y frente a la entrada, una ventana vertical y alargada invitaba a la claridad a entrar. Sin ninguna duda, era un lugar extrañamente acogedor.

El comisario invitó a Mery a sentarse, ocupó su sitio y agradeció el servicio prestado a su acólito, que desapareció cerrando la puerta y dejándoles a solas. Antes de comenzar la charla, Álvarez le ofreció un pañuelo para que enjugara las lágrimas.

—Señora Sagasta, siento muchísimo la muerte de su marido—. Su voz ahora, al contrario que por teléfono, era mucho más cercana y sensible al dolor que estaba presenciando.

—¿Pero... có... cómo? —Hablar le resultaba una ardua tarea; por cada palabra que intentaba articular, un nudo atenazaba sus cuerdas vocales, provocando sílabas inconexas.

—¿Quiere una tila? Parece muy nerviosa y le vendría bien. —Realmente estaba preocupado, en el estado en el que se encontraba aquella mujer, y con semejantes noticias, podía sufrir otro ataque de ansiedad.

—Lo que quiero es que me diga de una vez qué demonios ha pasado con mi marido. —El tono fue subiendo hasta casi elevarse a la categoría de grito. Algo que le sorprendió incluso a ella, que no parecía entender cómo habían podido salir esas palabras de su cuerpo con tanta fuerza.

—Está bien. —El comisario respiró hondo y comenzó a detallar—. Su marido ha sido encontrado en el Hostal Ecuador, de la Ronda de Toledo. Ha aparecido junto a una mujer, con la que estaba practicando sexo, con un disparo en la cabeza. Ella también ha sido asesinada.

Mery dejó de llorar y su gesto pasó de la incredulidad al asombro. Demasiada información para digerirla de golpe. ¿Cómo era posible que la noche hubiera terminado así? Aún le costaba creerlo. Quizá se hubieran equivocado.

Al ver la reacción de la mujer, el oficial decidió no darle muchos más detalles y proceder al reconocimiento del cadáver. Le pidió que le acompañara hasta el Instituto Anatómico Forense donde se encontraba el cuerpo de su marido esperando para ser reconocido y que el juez instructor ordenara la autopsia. Cogieron un coche patrulla estacionado en la puerta de la comisaría. Accionaron los sistemas acústicos y luminosos de la sirena y volaron hacia la Ciudad Universitaria.

Situado al lado de la Facultad de Medicina, en la calle Dr. Severo Ochoa, el Instituto Anatómico Forense se trataba de un edificio de grandes dimensiones, sin alardes arquitectónicos, tan funcional como cualquier hospital y de fachada tan fría como las cámaras del interior. Dos escaleras flanqueaban la entrada principal de puertas enrejadas de hierro. Encima un gran cartel blanco con franja roja, típico en los edificios pertenecientes a la Comunidad de Madrid, señalaba que se encontraban en el lugar indicado.

Cruzaron el umbral, bajaron unas escaleras y caminaron por un extenso corredor lleno de puertas a ambos lados. Sus pasos fueron descendiendo la velocidad hasta parar frente a un portón de seguridad de color azulado con un ojo de buey por el que se podía ver el interior. Una mesa metálica de ruedas se encontraba debajo de una serie de habitáculos parecidos a grandes taquillones. Un engranaje hidráulico permitía aumentar y disminuir su altura. Sobre ella, había una gran bolsa negra con una cremallera que la cruzaba a todo lo largo. Era del tamaño de un hombre. Mery no tuvo que pensar demasiado para comprender que bajo aquella crisálida de plástico se encontraba el cuerpo de su marido.

Después de golpear dos veces con los nudillos sobre el portón, un hombre de pelo cano, gafas de pasta, nariz gruesa y prominentes entradas, se asomó por el cristal. Era un antiguo auxiliar de guardia que estaba preparando el escenario, a la espera de la llegada del funcionario y la persona encargada de identificar el cadáver.

Abrió la puerta y les invitó a entrar. La sala era muy fría y con un fuerte olor a linimento u otro producto de aroma parecido.

—Puede proceder —autorizó el comisario.

El hombre con bata blanca se acercó al cuerpo y abrió la cremallera dos palmos. Una nariz asomaba ligeramente. Mery no quería ver aquello, pero tenía que hacerlo. Álvarez la empujó con suavidad para que se acercara y comprobase quién había en el interior. Solo necesitó dos pequeños pasos para ver el rostro pálido de su marido con un agujero de bala en la cabeza. Apenas duró un segundo, pero las náuseas se hicieron presentes, al igual que un llanto amargo. No pudo soportarlo y se refugió en el hombro del jefe de Policía, que la abrazó con cariño.

—Muchas gracias.

Con esas palabras ordenó al auxiliar que cerrara la bolsa. La joven se abrazó con fuerza al oficial, que le acarició el pelo para tranquilizarla y, entre sollozos, pudo escuchar cómo decía:

—Es mi marido.

Ya en la puerta, la joven recibió del comisario una tarjeta con su número de teléfono, insistiendo en que lo llamara para cualquier cosa que necesitara o que pudiera servir en la investigación. Era demasiado tarde como para dejar que se fuera a su casa sola y en aquel estado. Solicitó a uno de los agentes que había escoltado la ambulancia en el traslado de los cuerpos que acompañara a la señora. Su compañero debía permanecer allí completando algunos trámites burocráticos. Con un leve gesto de cabeza acató la orden y pidió a Mery que lo acompañara hacia el vehículo, invitándola a entrar en el asiento de atrás.

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