Carlos Venegas - El vástago de la muerte

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La asfixiante calima de agosto cae sobre la noche madrileña. Mery, cansada de mentiras, decide cambiarlo todo y enfrentarse a sus demonios llevando su cuerpo a un momento de éxtasis extremo. Pero su vida se derrumbará por completo al recibir una llamada de la Policía Nacional. En el silencio más profundo le hablan de una muerte que lo cambia todo: presente, pasado y futuro.Sin saber cómo se verá atrapada en el ojo de un huracán lleno de locura y terror del que solo podrán sacarla una abogada inexperta y la investigación comenzada por el Comisario Álvarez y su gente de Distrito Centro.

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—Para ya, te quiero dentro —le pidió desesperada.

Lucas le hizo caso y subió por el resto de su cuerpo, envolviendo con la lengua sus pechos hasta llegar de nuevo a los labios, a esa delicia de carne y fuego que le había vuelto completamente loco.

Se quitó el bóxer, la penetró y comenzaron a bailar. El sudor salado se mezclaba con la fragancia de sus perfumes en la piel —es tan especial el aroma del sexo que resulta fácilmente reconocible; no hay nada que se parezca a él—. Lucas la embestía implacable mientras sus manos se entrelazaban. Mery cerraba los ojos con fuerza, concentrada en cada movimiento, en disfrutar de lo que durante tanto tiempo le negaron. No había lugar para pensar en otras personas, tampoco para remordimientos; lo que importa en el momento de la lucha es el ahora.

No fue suficiente con una vez, repitieron en dos ocasiones más, sabedores de que, posiblemente, no volverían a verse nunca. Y ese pensamiento llevo una lágrima al rostro de la mujer, que no deseaba estar en otro lugar que en los brazos de aquel hombre sin nombre que la había liberado de su yugo.

—Odio hacerlo, pero tengo que irme.

La voz grave de Lucas resonó en la estancia, rompiendo la calma que sigue a la tempestad. No hubo respuesta verbal, pero sintió cómo Mery le abrazaba, intentando con todas sus fuerzas que no se fuese nunca de su lado. Deseaba más que nada en el mundo que el tiempo se detuviera; deseaba que aquella sensación de paz absoluta no se fuera jamás de su cuerpo y su mente.

—Lo sé —se atrevió a pronunciar—, pero no quiero. No quiero volver al mundo real.

Un beso en la frente, tierno y paternal, fue la respuesta a tanta dulzura, y lo último que le daría Lucas en ese lecho en el que compartieron tanto —mucho más de lo que esperaban y jamás habían soñado—. Se incorporó y comenzó a vestirse en silencio. No quería mirarla por miedo a volverse aún más loco y dejarlo todo por ella. Se levantó y, con una sensación de enorme pesar, se fue.

Las lágrimas corrieron imparables por las mejillas de la joven, hasta volcar sobre la almohada un llanto largo y amargo. La soledad que sentía en aquel momento, desnuda sobre la cama donde había sido infiel a su marido, era indescriptible. No quería volver al mundo, no se sentía con fuerzas para enfrentarse a todo lo que se le venía encima y solo quería recordar lo que ese hombre le había hecho sentir.

No hubo oportunidad de disfrutar de ese sentimiento en soledad, su teléfono comenzó a sonar en el interior del bolso con intensidad progresiva. Una oleada de pánico empezó a apoderarse de la joven, que se secaba rápidamente las lágrimas y respiraba hondo, intentando controlar que no se quebrara el sonido de su voz.

—¿Sí?

—¿María José Sagasta? —surgió la voz de un desconocido.

—Sí, soy yo —contestó, aún atenazada por la angustia.

—Soy el comisario José Luis Álvarez. Siento llamarla a estas horas, pero ha sucedido algo… —La voz que escuchaba era hermética, sin modulaciones en el tono; apenas demostraba emoción—. Sería recomendable que se sentara.

—¿Qué está diciendo? ¿Qué es lo que ha pasado?

Mery empezó a ponerse muy nerviosa, estaban saltando todas las alarmas de su instinto.

—Siento comunicarle que hemos hallado el cuerpo sin vida de su marido. Necesitamos que venga a comisaría.

De repente cayeron cincuenta años sobre su alma. Pero… ¿qué había pasado? ¡Por el amor de Dios, estaba hablando de su marido!

—¿Có... cómo? —Mery no salía de su asombro—. No... no... no puede ser, acabo... he hablado con él esta noche.

—Lamentándolo mucho, es necesario que venga. Comisaría del Distrito Centro, en la calle Leganitos, 19. No tarde.

—De acuerdo.

Finalizó la conversación sin tener ni idea de cómo podía haberse convertido su vida en un huracán semejante. La conmoción bloqueó todos los músculos de su cuerpo, se quedó su mirada perdida y olvidado por completo su desnudez.

Tardó varios minutos, pero finalmente volvió en sí. Comenzó a vestirse, apenas consciente de sus movimientos. Era como si flotara. Tardó tres veces más de lo habitual, pero consiguió estar lista y salir de la habitación donde momentos antes de aquel apocalipsis le habían hecho tan feliz. Bajó las escaleras, pidió al portero que le solicitara un taxi y salió a la puerta a esperar. Con manos temblorosas sacó un paquete de Winston de su bolso, se llevó un cigarrillo a la boca y después de cuatro intentos consiguió encender el mechero y prenderlo. Fumaba de forma compulsiva, intentando ordenar sus ideas: ¿qué había pasado?, ¿cómo había pasado?, ¿cómo se lo diría a su familia? Deseaba tanto volver a estar entre los brazos de aquel hombre, donde se sentía tan ajena al mundo, tan protegida de todo…

El taxi tardó diez minutos en llegar. El conductor, parco en palabras, solicitó que le indicara la dirección de la carrera y partió veloz a su destino. El peor destino que podía desear.

La comisaría se encontraba situada en el bajo de uno de los edificios de la calle Leganitos. Se diferenciaba del resto del bloque por la piedra que revestía esa parte de la fachada, en lugar del ladrillo visto en los pisos superiores. Podría pasar totalmente desapercibida si no fuera por la bandera de España que ondeaba adherida a la pared. También por el señalizador sobre la jamba de la puerta que anunciaba que se encontraban ante un local policial. La entrada estaba flanqueada constantemente por un par de agentes que no podían contener el aburrimiento y el terrible calor con largos bostezos.

El conductor la dejó delante de la puerta de acceso, no había cruzado palabra con su cliente y, para ser sincero, tampoco le importaba demasiado. Mery había llorado mucho durante el trayecto. El maquillaje desapareció por completo, dándole un aspecto mucho más dramático a su rostro. Tenía la sensación de haber perdido todas las fuerzas, tanto fue así que, al bajar del vehículo, después de abonar la carrera al taxista, le fallaron las rodillas y su cuerpo comenzó a caer. Gracias a la ágil acción de uno de los agentes, que se había detenido a observarla, no dio de bruces contra la acera. La cogió de un brazo con amabilidad y la introdujo dentro para acomodarla en uno de los asientos vacíos que sirven a los denunciantes para esperar a prestar declaración.

—¿Se encuentra bien, señora? ¿Quiere un café? Ha podido tener una bajada de tensión.

—No, gracias. —A duras penas las palabras eran capaces de salir de esos labios pálidos que, solo un par de horas antes, parecían llenos de vida y pasión—. Por favor, ¿el comisario Álvarez? Soy María José Sagasta, he venido a...

No pudo terminar la frase ya que otro lamento ahogó sus palabras.

—No se preocupe, señora Sagasta, iré a buscar al comisario para indicarle que se encuentra usted aquí.

Con paso ligero el policía se dirigió al despacho del oficial. Después de llamar dos veces a la puerta con los nudillos, esperó paciente una respuesta del interior.

—Adelante. —Escuchó por fin.

No era muy normal que se encontrara en su puesto de trabajo a aquellas horas, pero la noche estaba siendo movida y al comisario no le gustaba dejar para el día siguiente lo que podía hacer en ese momento con las pruebas frescas.

El agente abrió un poco la puerta y, sin pasar, asomó la cabeza para indicar a su superior que la señora Sagasta había llegado y que se encontraba en la entrada con un ataque de ansiedad.

—De acuerdo. Ahora mismo salgo.

No era un tipo al que le gustara hablar más de lo necesario, pero en el día a día era amable y cordial, carácter que se agriaba según el nivel de importancia del caso, y esa noche su carácter era especialmente seco.

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