Carlos Venegas - El vástago de la muerte

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La asfixiante calima de agosto cae sobre la noche madrileña. Mery, cansada de mentiras, decide cambiarlo todo y enfrentarse a sus demonios llevando su cuerpo a un momento de éxtasis extremo. Pero su vida se derrumbará por completo al recibir una llamada de la Policía Nacional. En el silencio más profundo le hablan de una muerte que lo cambia todo: presente, pasado y futuro.Sin saber cómo se verá atrapada en el ojo de un huracán lleno de locura y terror del que solo podrán sacarla una abogada inexperta y la investigación comenzada por el Comisario Álvarez y su gente de Distrito Centro.

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Cuando los abrió de nuevo observó cómo la mirada de aquella mujer había cambiado y, lo que antes fue sorpresa, se había convertido en deseo intenso y puro. Lucas notó cómo le cogió la mano, la entrelazó con la suya y lo arrastró de aquel lugar.

Se habían vuelto locos y no se arrepentían de ello.

CAPÍTULO II

Clic. El sonido de la Beretta al ser amartillada hizo eco en el silencio de la noche. No hay nada más hermoso para un ser que ha vendido su alma al diablo que sentir el poder de tener la vida de un ser humano en sus manos.

Le gustaba estar a oscuras antes de comenzar un trabajo, le ayudaba a concentrarse, a focalizar su mente hacia el objetivo. Sentado sobre la cama de la habitación, sin más ropa que unos slips negros, esperaba con calma el comienzo del ritual. No era un hombre de gran tamaño, más bien todo lo contrario. La silueta que se dibujaba tras la claridad de la ventana mostraba una complexión delgada, aunque fibrosa. En algunos puntos del pecho y el hombro derecho se podían apreciar cicatrices provocadas por heridas de bala de sus años de servicio en Afganistán. Medallas al valor, las llamaba.

Respiró hondo y encendió dos velas que iluminaron una estancia austera, sin más muebles que una cama individual vestida con sábanas blancas. El crepitar de las llamas hacía bailar las sombras proyectadas e incendiar los colores de amarillo anaranjado. En el suelo estaban dispuestos de forma meticulosa y ordenada los elementos que compondrían su vestuario: una Star 9 mm. de cañón corto, una pernera, un portacargadores, una sobaquera, un cinturón externo de triple cierre, un pantalón con varios bolsillos de botones a lo largo de toda la pierna, una camiseta de lycra de manga corta, un pasamontañas, guantes de tejido sintético, calcetines, botas militares y un machete dentro de su funda. Todo en color negro.

Comenzó a vestirse lentamente de abajo arriba, asegurándose de que cada elemento estaba perfectamente sujeto y adherido a su cuerpo, hasta estar listo.

Nunca le daban demasiadas explicaciones acerca de los objetivos: un nombre, un lugar de trabajo, un domicilio... Dedicaba unos días a estudiar sus hábitos y buscaba la mejor oportunidad para actuar. Una vez escogida, era eliminado. Limpio y fácil, aunque cada trabajo realizado provocaba una sensación de gozo insatisfecho que le llevaba a alargar más y más el instante de la ejecución. Ansiaba recrearse en ese momento tan cercano a ser Dios en que te convierte tener una vida a tu merced. Se había convertido en un asesino implacable y sin conciencia.

Pero este trabajo se salía de lo habitual, no le habían dejado estudiar a su víctima ni tomar decisiones acerca del cuándo, cómo y dónde. Eso le irritaba muchísimo, pero pagaban mejor que en otras ocasiones, así que no puso demasiadas objeciones.

Entre las sábanas deshechas comenzó a vibrar un teléfono. Era un terminal Nokia muy desactualizado, de prepago.

—Es la hora. Habitación 224 —dijo una voz grave y directa.

—Recibido.

No soportaba que le interrumpieran antes de actuar. Para él, aquel momento era como para un árabe rezar en Ramadán. El éxito o el fracaso de un trabajo dependía de su concentración y toda aquella parafernalia conseguía que se centrara, sin pensar en nada más.

Miró su reloj: 1:04 am. Terminó de enroscar el silenciador en la Beretta y se puso el pasamontañas. Acercó la cabeza a la puerta para escuchar si había alguien en el exterior. Abrió la hoja levemente y miró. No había más movimiento que el de las polillas revoloteando cerca de las luces de emergencia. El pasillo enmoquetado facilitaba el caminar con sigilo. Bajó las escaleras hasta el piso inferior, dejando atrás las entradas a los dormitorios del estrecho corredor. Jadeos y gemidos recordaban continuamente que el lugar era elegido por decenas de parejas cada fin de semana para dejarse llevar por la pasión y el sexo. Se acercaba al objetivo.

Habitación 224. Como en una de tantas, los gemidos eran la banda sonora que amenizaba el interior. Sacó de uno de los bolsillos un juego de ganzúas y abrió la puerta con la facilidad de aquel que ha penetrado en lugares prohibidos en cientos de ocasiones. Antes de entrar quitó el seguro de su arma y colocó el dedo índice al lado del gatillo, listo para la ejecución.

Un hombre tumbado en la cama, boca arriba, recibía las embestidas de una mujer subida a horcajadas sobre su pelvis. Ella, reclinada hacia atrás, evitaba caer de espaldas sujetándose por los tobillos de él. Se acercaba al orgasmo, la respiración entrecortada era más patente, los jadeos aumentaron de intensidad y los movimientos, antes suaves y rítmicos, se transformaron en espasmos mucho más violentos.

Él, con los ojos cerrados, intentando absorber todo el placer que le estaban regalando, sostenía las manos en alto, sujetando y acariciando los pechos de su partenaire . El clímax llegó a su fin, las contracciones abdominales lo hicieron patente. Él dejó caer sus manos sobre la cama mientras respiraba con intensidad y ella inclinó su cabeza hacia atrás con un gran aullido de placer.

Inhalaba profundamente, intentando recobrar el resuello. Su pelo azabache, alborotado, le caía en cascada por la espalda. Abrió los ojos muy despacio en la penumbra, relajada y satisfecha, para ver con horror cómo un arma la encañonaba, sostenida por un sujeto vestido completamente de negro y con el rostro cubierto. Quedó petrificada, como si hubiese visto las embrujadas pupilas de Medusa. Intentó gritar con todas sus fuerzas, pero el pánico ahogó cualquier sonido. Lo último que resonó en el interior de su mente fue cómo su ejecutor sonreía.

El primer disparo, a bocajarro, atravesó el cráneo de la morena, que cayó fulminada. Su acompañante, aún con los ojos cerrados, no se percató de la presencia del asesino hasta que escuchó el leve sonido del silenciador expulsando el proyectil y el posterior peso muerto de su amante desplomándose sobre el colchón. Sus ojos se abrieron como platos para volver a cerrarse por siempre. El mercenario degustó el momento, relamiéndose antes de apretar nuevamente el gatillo para acabar con la vida de su víctima con un disparo certero entre ceja y ceja.

Un trabajo rápido y limpio. Sin enfundar su arma dejó rápidamente la habitación. Habían pasado cuatro minutos desde que le dieran carta blanca. Salió confiado, miró a la izquierda y no vio nadie. Giró la cabeza hacia la derecha, pero antes de completar el movimiento, un alarido agudo proveniente de otra habitación le sorprendió. Disparó sin apenas apuntar y salió corriendo hacia el tejado.

«¡Mierda!», pensó, todo se había complicado. No quería dejar más víctimas y que aquello se convirtiera en una carnicería. Lo mejor era salir corriendo, así que subió los escalones de dos en dos hacia el ático. Fueron numerosas las puertas que se abrieron durante su huida, pero nadie le llegó a ver.

Por fin alcanzó la azotea. Una tirolina le esperaba para completar la fuga. Le había costado semanas preparar aquel armatoste sin que nadie se percatara. Adaptó a su ingle un arnés que había dejado en el suelo, enganchó a su cintura un cable que caía del mecanismo con un mosquetón y se lanzó al vacío para deslizarse hasta un edificio próximo. Cuando llegó al final, soltó el cable del soporte para que no pudieran descifrar la procedencia durante la investigación y quitó cuidadosamente los enganches para que no dejaran marcas. A toda velocidad desmontó el módulo de aterrizaje, con el fin de evitar que sospecharan desde cualquier ventana que algo raro estaba pasando. Bajo el pasamontañas una sonrisa de satisfacción dio por concluido un trabajo casi perfecto.

Extrajo de otro de los bolsillos del pantalón el teléfono. Marcó un número con agilidad y tras varios tonos, sin esperar respuesta, confirmó el éxito del trabajo.

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