Respecto a la objeción por las dificultades institucionales y políticas, Gerald Rosemberg (2008) hizo un llamado de atención interesante frente al optimismo que generaban las decisiones de los tribunales. En su investigación sobre el impacto de las decisiones de la Corte Suprema en la desegregación, así como en la protección de los derechos de las mujeres, el efecto transformador no se explicaba solo por la decisión de la Corte, sino por la capacidad de los movimientos sociales para movilizarse y generar condiciones políticas e institucionales que permitieran poner en marcha las decisiones.
Lo interesante de este debate es que, con base en las investigaciones realizadas, se ha podido refinar la reflexión e identificar las condiciones que dificultan o facilitan los procesos de transformación social mediante el uso de mecanismos de protección de derechos. Desde entonces, varios trabajos de investigación han enriquecido el análisis. Por ejemplo, las investigaciones de Charles Epp (2013) han mostrado que la denominada “revolución de los derechos”, si bien requiere de consagraciones constitucionales, tribunales progresistas y mayor conciencia de derechos, no es suficiente para generar cambio social. Se precisa, además, de estructuras de sostén, es decir, de un conjunto de instituciones, personas y recursos que faciliten y promuevan la movilización jurídica y política para la defensa de los derechos. En un sentido similar, Sheingold y Sarat (2004) resaltan la importancia de la profesión jurídica y del surgimiento de litigantes comprometidos con la defensa de causas sociales desde la década de los sesenta. Por su parte, Michael McCann (1994), quien realizó un influyente estudio sobre la movilización jurídica para la defensa del salario justo en Estados Unidos, dejó ver las múltiples posibilidades que ofrece el derecho en procesos de transformación social, y que incluyen la posibilidad de ser un facilitador de procesos de movilización, un instrumento de presión para el cumplimiento de
políticas públicas o, incluso, un escenario de formación política de los activistas. En resumen, el debate ha servido para refinar las preguntas, decantar la reflexión y, en todo caso, reconocer que es necesario tener en cuenta los contextos, las condiciones estructurales, los actores políticos y sociales y la manera como se articulan los mecanismos jurídicos en las luchas de los movimientos sociales.
El giro cultural: posestructuralismo, posmodernismo y poscolonialismo
Hacia la década de los ochenta, múltiples influencias enriquecieron el espectro teórico de las relaciones entre el derecho y la sociedad. En primer lugar, desde la década de los sesenta el enfoque positivista que había predominado en las ciencias sociales entró en crisis y comenzaron a emerger nuevas miradas de la mano de enfoques constructivistas, así como discusiones en cuanto al poder constructor del lenguaje (Wallerstein, 2006; Berger y Luckmann, 1999). Por ejemplo, en antropología surgió un importante cuestionamiento a la concepción funcionalista de la cultura, de acuerdo con la cual esta resultaba ser un objeto estático y esencialista. Desde orientaciones posestructuralistas afloraron perspectivas que definían la cultura en términos de construcciones simbólicas, representaciones y prácticas (Escobar, 1998; Geertz, 2009). Así mismo, en sociología comenzó a ganar terreno el enfoque sociocultural y constructivista y, con ello, la indagación por las posibilidades transformadoras de los agentes sociales. Además, la influencia del pensamiento posestructuralista ponía en cuestión la idea de verdad como correspondencia, y proponía un acercamiento a la realidad social como construcción discursiva, más que como entidad dada y externa al ser humano (Foucault, 1997; Bourdieu y Wacquant, 1992). Por su parte, los procesos de independencia que se desencadenaron en África y Asia, en las sociedades colonizadas por las potencias occidentales, hicieron posible que intelectuales provenientes de estas colonias denunciaran, a través de los estudios poscoloniales, la falacia e hipocresía de las promesas modernas basadas en la libertad, la igualdad y la fraternidad, mientras se ocultaba la violencia política, cultural y epistémica hacia las sociedades colonizadas (Fanon, 1963; Said, 2002). Todas estas influencias teóricas habrían de proporcionar nuevos elementos para explorar una dimensión sociocultural del derecho y comenzar a pensarlo como un conjunto de discursos y prácticas discursivas asociados con contextos y relaciones de poder.
Estas aproximaciones de orden cultural sirvieron para someter a crítica los presupuestos teóricos sobre los cuales estaban cimentadas las categorías de la modernidad, del Estado de derecho y de la economía capitalista, así como las relaciones de poder que se naturalizaban e institucionalizaban a través del lenguaje del derecho. El surgimiento de corrientes, como los estudios críticos de raza y los movimientos críticos feministas, sometieron a una fuerte revisión las bases mismas del derecho, vistas como un derecho racista y patriarcal, que se reproducía en sus lenguajes y en sus prácticas. Así mismo, en el interior del movimiento derecho y sociedad, de la mano de antropólogas y sociólogas de orientación sociocultural, se promovieron nuevas reflexiones en virtud de las cuales los estudios empíricos de las relaciones de derecho y sociedad ya no debían prestar tanta atención a las instituciones ni a la centralidad del derecho estatal como a la vida cotidiana, a las prácticas sociales y a las representaciones que las personas tenían del derecho, en especial las representaciones de los sujetos más vulnerables y marginados (Ewick y Silbey, 1998; Merry, 1990; Nader, 2005).7
Una reflexión preliminar sobre el derecho y el cambio social en América Latina
La pregunta por el derecho y el cambio social no es una novedad en América Latina. Si bien a lo largo del siglo xx predominó una cultura jurídica bastante formalista y legocentrista (Bonilla, 2013; López, 2004), que dificultó la posibilidad de reflexionar sobre las relaciones entre el derecho y la realidad social, también es factible identificar diversas tendencias orientadas a comprender estas relaciones y a promover el cambio social mediante el diseño y el uso de instituciones jurídicas desde orillas políticas y teóricas diferentes.
Durante la década del sesenta, las políticas norteamericanas de la “alianza para el progreso” promovieron, desde una perspectiva liberal y desarrollista, la incorporación de las recetas ideadas por el movimiento derecho y desarrollo. En el caso colombiano, estos programas se tradujeron en reformas llevadas a cabo a finales de la década de los sesenta e inicios de los setenta, y que consistían en cambios en la educación jurídica, en el otorgamiento de becas a profesores para estudiar en Estados Unidos y en propuestas de reformas normativas que condujeron a la expedición del Estatuto del abogado (decreto ley 196 de 1971), del Código de Procedimiento Civil (decreto 1400 de 1970) y del Código de Comercio (decreto 410 de 1971), así como a la introducción de mecanismos de acceso a la justicia, como los consultorios jurídicos, la defensoría de oficio y la defensoría pública (esta última en términos solamente formales) y el amparo de pobreza. Esta concepción, desde arriba y de orientación institucional, reproducía la idea del derecho como un instrumento promotor de desarrollo y capaz de modernizar a la sociedad a través de la expedición de códigos o la creación de instituciones. Se trataba de iniciativas promovidas fundamentalmente por programas de cooperación, así como por políticas estatales que se institucionalizaron y entraron en la rutina de la actividad educativa y profesional de los abogados, pero sin ningún tipo de reflexión crítica o contextualizada y, menos aún, sin posibilidades de arraigo social.
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