Carlos Cuauhtémoc Sánchez
este día
importa
ISBN 978-607-98664-8-8
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TABLA DE CONTENIDO
Introducción
1
2
LA PERLA DE ESTE DÍA
3
4
ENERGÍA PARA CADA DÍA
5
6
PENSAMIENTOS Y EMOCIONES
7
PROTEGE TU DÍA DE PALABRAS NECIAS
8
PROTEGE TU DÍA DE MANIPULADORES
9
10
DÍAS PLANOS O ESCALABLES
11
FACTOR “MOSCA EN LA SOPA”
12
LOS PROBLEMAS DEL DÍA A DÍA
13
COLAPSO DE CRISIS
NUEVO CÓDIGO DE DEFENSA
14
ASESÓRATE CON CUIDADO
15
EL PODER DE LOS SUEÑOS
16
EL PODER DE UNA VISIÓN
17
VIVE EL DUELO
18
19
20
21
CONVICCIONES
CAPITAL MENTAL
22
NUESTRA VACA
23
SER PRODUCTIVOS
24
25
ALERTAS DE PELIGRO
26
REALIZACIÓN DIARIA
27
DÍAS BUENOS Y MALOS
28
29
MISIÓN POSIBLE
30
31
RUTINAS DE COMPETITIVIDAD
32
33
ALIANZAS
34
35
36
PODER LEGÍTIMO
SIETE PALABRAS MÁGICAS QUE DAN PODER
37
Club “Creadores de días grandiosos”
Introducción
Acaba de terminar el año más raro en el planeta: 2020. El de la plaga sars-cov2 que acabó con cientos de miles de vidas, millones de empresas, empleos y proyectos en todo el mundo. Fue un año en el que todos cambiamos nuestra forma de vivir y ver la vida.
Entre muchas de las cosas sorpresivas que trajo para mí ese año pandémico, hay una extraña carta. Jamás la esperé. Cuando la leí, me quedé impactado, sabiendo que debía hacer algo.
La carta primero me desconcertó y después me llevó a recopilar buena parte del material que escribí durante 2020: la metodología sobre cómo enfocarnos en crear grandes días y añadir a cada uno (de forma consciente) un valor excepcional.
La extraña carta me conectó de nuevo con mi entrañable y querida amiga Ariadne. Tenía muchos años sin saber de ella.
Yo tuve tres amigos que marcaron mi juventud. Sheccid (me empujó, con un enamoramiento idealizado, a convertirme en escritor). Ariadne: su compañera pecosa y dulce, me sacó de mi timidez), y Salvador: me enseñó a divertirme y a reír.
He escrito mucho sobre Sheccid, pero no de Ariadne. La mujer con quien tuve una relación indescifrable, digna de análisis. Cuando yo era un adolescente tímido y lo único que sabía hacer era escribir, Ariadne tuvo la paciencia para escucharme e invitarme a hablar. Se convirtió en la única persona con quien me sentía cómodo charlando. Llegamos a tener pláticas tan profundas que nos hicimos grandes amigos. Pero cuando Ariadne abandonó la adolescencia, se convirtió en una de las mujeres más sensuales y hermosas que conocí, nuestras charlas intimistas se contaminaron por deseos corporales difíciles de contener. Mis instintos masculinos me consumían por ella, y aunque ella estaba enamorada de mí, de manera inexplicable (así de extraños e insondables son los caminos del cerebro humano), mi espíritu no la amaba como mujer. Teníamos una relación atrayente y repelente a la vez, como los cables de alto voltaje que, aislados, se complementan, pero que ante la más mínima fisura en su cubierta se queman y hacen explosión. Muchas veces pude embarcarme con ella en una aventura en la que, al menos, las ansias físicas de los dos se vieran satisfechas. Pero nunca quise. La respetaba de forma tajante, como se respeta a una hermana o a una madre. Era tanto mi cariño amistoso hacia ella que puse barreras para no vulnerar nuestra relación. Ella interpretó eso como desprecio y nuestra relación se dañó de todas formas.
Dejamos de vernos por largo tiempo. Supe que tuvo varios noviazgos infructuosos. También supe que en una junta de exalumnos encontró a mi amigo Salvador, con quien comenzó a salir. Se hicieron novios. Tal vez Salvador le recordaba algo de mí, o tal vez ella halló en él lo que yo nunca le quise dar.
La última vez que vi a Ariadne y a Salvador fue en su boda. Me invitaron, creo que por compromiso. Yo estaba recién casado con una mujer maravillosa que ha sido mi compañera desde entonces. Aunque asistí a la boda de mis dos entrañables amigos de la juventud, no me pidieron que participara en la celebración. Ni mi esposa ni yo fuimos requeridos como padrinos, ya no se diga de arras, lazo o anillos, pero ni siquiera de cojines, arroz o recuerditos. Fui testigo de su casamiento y presencié la ceremonia con lágrimas en los ojos, conmovido de verdad, deseándoles que fueran felices como en los cuentos.
Nunca volví a saber de Salvador y Ariadne. No los busqué jamás ni ellos a mí. Comprendía que había algo en mi persona que les incomodaba. Con toda seguridad, Ariadne le confesó a su esposo el amor que me tuvo; ese amor obsesivo compulsivo, casi tan enfermizo y anormal como el que yo le tuve a su compañera Sheccid. Y por eso quizá Salvador prefirió cortar nuestra amistad. Yo hubiera hecho lo mismo. Ariadne era una diosa, una mujer hermosísima e inteligente; y cualquier hombre que se hubiese casado con ella se sabría tan afortunado, que habría hecho lo posible por impedir que su esposa tuviera ojos para alguien más; ni siquiera de forma retrospectiva. Ese debió ser el final de la historia, de no ser por la llegada de esa extraña carta.
Querido lector 1: la vida está conformada por días, y los días se van muy rápido. Tanto que, cuando menos nos demos cuenta, se nos habrán acabado. Como le pasó a Ariadne.
1Léase lectora, también. En este libro evito hacer aclaraciones respecto al género de las palabras. Todo lector (lectora) inteligente entiende que, en el castellano, la morfología gramatical de adjetivos y adverbios masculinos comprende a hombres y mujeres. (Amigas defensoras de la igualdad de género: el idioma español, tal como es, las incluye a ustedes también).
1
Querido José Carlos:
Mi abuelo falleció por el virus sars-cov2. Era un artista plástico excepcional. Sus pinturas y esculturas han dado la vuelta al planeta. A pesar de ser una persona pública famosa, tuvo un sepelio desierto y una cremación rápida, como si el mundo entero quisiera deshacerse cuanto antes de su cuerpo.
No pudimos estar con él en sus últimos momentos, no pudimos abrazarlo ni darle el consuelo, ni el amor, ni el apoyo espiritual que merecía, y que él siempre nos dio.
Este virus es así. Con algunos convive pacíficamente y a otros les arranca no solo la vida, sino la dignidad de la muerte.
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