Ahora, en la casa de mi abuelo vivimos solo tres personas: mi padre, mi hermano menor y yo. La finca es enorme y cada uno está procesando el duelo de forma aislada. Eso hace que el sitio se sienta todavía más grande y frío.
Ayer entré a la habitación de mi papá a llevarle su cena. Lo encontré debajo del escritorio. ¡Estaba hecho un ovillo con la cabeza pegada al suelo, metido en el hueco para las piernas! Me asusté. Le pregunté qué le pasaba y me di cuenta de que estaba llorando; no quiso hablar, ni moverse. Se encontraba sin energías… Nunca lo había visto desmoronarse así. Ni siquiera cuando murieron mi madre y mi hermano mayor. En aquella ocasión también a mi papá lo perseguía la culpa de no haber estado ahí; decía que él pudo haber evitado el accidente. Pero a pesar del remordimiento, logró recuperar la fuerza y levantarse.
Ahora es distinto. Peor. De nuevo la culpa lo ahoga como si tuviese una losa de concreto encima, aunque esta vez, a su entender, él fue quien causó el accidente. No para de decir: “Yo traje el virus a la casa y contagié a mi propio padre”.
Dejé su cena sobre la mesa y salí del cuarto mareada, confundida. Contagiada de un agotamiento físico y emocional que me llevó a los linderos del desmayo.
Fui a buscar a mi hermano menor y me di cuenta de que no estaba. Tal vez había escapado de nuevo para emborracharse o drogarse. Entonces me desplomé en el sillón de la sala, sin poder llorar, pero ahogada por una profunda congoja. Apenas tuve fuerzas para tomar mi computadora y te busqué en internet.
He leído varias veces tu libro en el que hablas de Sheccid y Ariadne. Sé de memoria cada detalle. Crecí enamorada del personaje principal, pero también enojada con él, porque se dejó despreciar por Sheccid y nunca le hizo caso a Ariadne (quien de verdad lo amaba). Aunque la historia sucedió hace más de cuarenta años, la forma como planteas el amor ideal entre los jóvenes sigue vigente. Tú has sido mi guía y mi inspiración durante mucho tiempo. Al igual que Ariadne, te amé en secreto y al igual que Ariadne, aprendí a olvidarte. Ahora, no sé por qué, me acordé de ti. Estoy viviendo una situación de extremo dolor.
Entré a tu grupo de redes que llamas club “creadores de días grandiosos”. Había una reunión por Zoom. Me uní y me quedé quieta, escuchando, nutriéndome con lo que le decías a tus amigos y con lo que ellos te decían a ti. Me gustó el ejercicio de apoyarse mutuamente y de enfocarse en el día a día para lograr salir de la crisis.
Soñé con la fábula de aquel hombre que estaba a punto de morir y encontraba una bolsa de piedras en la orilla del río. El concepto de aprovechar cada día al máximo, porque eso es lo único en lo que tenemos control, me retumbó durante el sueño. En esta casa, mi padre, mi hermano y yo estamos tirando, como esas piedras al río, nuestros días a la basura, uno a uno, desde que murió mi abuelo.
Hoy en la mañana fui a ver a mi papá y lo hallé dormido. Lo invité a salir del cuarto. No quiso. Giró sobre su cuerpo y se tapó con las cobijas. Le dije:
—Tienes que reponerte, papá; cada día importa y estás desperdiciando tus días.
Me contestó con voz muy baja:
—Ya nada tiene sentido. Perdí mi trabajo y perdí a mi familia.
Me quedé fría al escuchar esas palabras. ¿Y yo qué soy para él? ¿Su mascota? ¿Su sirvienta? ¿Un fantasma? ¿Y mi hermano menor no cuenta? Le di la oportunidad de corregir y le pregunté:
—¿No nos consideras tu familia? ¿Ni a mí ni a Chava? Hasta donde sé, todavía te quedan dos hijos, que, por cierto, se sienten muy solos y te necesitan.
Pero no contestó.
¿Por qué un hombre como él, que siempre fue ejemplo de trabajo y fuerza, ahora está tan disminuido? Parece un muñeco mecánico al que le quitaron las baterías.
José Carlos. Te escribo esta carta para pedirte un favor enorme. Sé que tal vez te parezca descabellado. Sin embargo, estoy desesperada y no te lo pediría si no fuera importante. Quiero que vengas a la casa, que hables con mi padre, que platiques con mi hermano y conmigo. Mi papá te conoce. Te conoce muy bien; y tú a él. Se llama Salvador. Estudiaron juntos la secundaria y el bachillerato. ¿Lo recuerdas? Salvador, tu amigo.
Por cierto, se me olvidó decírtelo: mi madre era Ariadne.
Atte.
Amaia
2
La lectura de los últimos párrafos de la carta me provocó un escalofrío lento y profundo que recorrió mi piel desde la punta de los pies hasta la coronilla. Después me quedé quieto, respirando con rapidez. Tardé en razonar.
¿La hija de Ariadne me había escrito?
¿Y dijo que su madre había muerto? ¿Eso entendí?
Repasé los párrafos con mucho cuidado.
Sí. Eso decía. Al parecer, Ariadne murió en un accidente junto a su hijo mayor. Le sobrevivían su hija intermedia, su hijo menor, quien por lo visto se había vuelto drogadicto, y su esposo, Salvador, mi viejo amigo.
Al repasar la carta, atrajo mi atención que la hija de Ariadne se hubiese animado a escribirme solo después de escuchar la reunión del club “creadores de días grandiosos” en la que hablamos de una fábula, una bolsa de piedras a la orilla del río, y el concepto apremiante de aprovechar cada día.
Estaba tan impactado, que fui a mis apuntes y repasé lo que había movido a la chica a contactarme.
LA PERLA DE ESTE DÍA
Un hombre caminaba por la ribera de un caudaloso río. Estaba preocupado porque le habían diagnosticado una enfermedad incurable y no tenía dinero para dejarle a su familia. Si él moría, su esposa y sus cinco hijos quedarían desprotegidos. Entonces se sentó frente al río y rogó:
—Dios, tú sabes que he tenido una vida difícil e intensa; años buenos y malos, pero sobre todo malos; he cometido aciertos y errores, sobre todo errores; un largo historial de éxitos y fracasos, sobre todo fracasos. A pesar de eso, también sabes que soy un hombre que ama a sus hijos y a su esposa. Ahora que voy a morir, ayúdame a dejarles algo para mantenerse.
Se hizo de noche; el hombre caminó encorvado y desanimado. Pensó que el Creador estaba demasiado ocupado para escuchar su oración.
En la oscuridad de la noche halló una bolsa de piedras de río. Algún niño la habría dejado ahí. Entonces comenzó a pedirle un milagro a las piedras, como hacen los supersticiosos cuando arrojan monedas a las fuentes. Aventó una a una, pidiendo deseos. Cuando le quedaba la última, antes de arrojarla, se dio cuenta de que era demasiado tersa; la miró de reojo y descubrió que se trataba de una perla de gran valor. En su sorpresa la dejó caer, y el río profundo y caudaloso se la llevó.
Volvió a sentarse para mirar la vertiente; asustado, enfadado, asombrado; cerró los ojos y pudo percibir en su interior la voz de Dios que lo amonestaba:
—Te regalé una bolsa con perlas. Cada perla representaba uno de los días extraordinarios que has creado en los últimos años. Era tu legado.
El hombre estalló en llanto y se desmoronó.
—Perdóname, Señor… Ahora entiendo que cada día que hice bien las cosas se convirtió en una perla, y esa era la herencia para mu familia. Déjame tenerla de vuelta por favor.
Caminó de regreso a su casa; encontró otra bolsa similar. La abrió esperanzado, y se dio cuenta de que solo tenía piedras. Aun así, la anudó y la llevó a su casa.
A la mañana siguiente su esposa lo despertó.
—Amor, ¿qué es esto? Anoche cuando llegaste dejaste una bolsa sobre la mesa. Dijiste que eran piedras. ¡Pero son perlas! ¿De dónde salieron?
El hombre, llorando de alegría, abrazó a su mujer y le dijo:
—Se me ha dado una segunda oportunidad. En esta bolsa está mi legado. No es mucho, pero todo lo bueno que he hecho en la vida se encuentra contenido aquí. Te lo obsequio, amor. Es el resumen de todos mis días.
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