Si hace poco más de cien años la sangre de los revoltosos corría por las calles de París, ¿qué certeza tenemos que antes de terminar el presente siglo cada ciudad de este mundo no va a presenciar un espectáculo similar? ¿Qué impide que el desorden y la anarquía lleguen a ser universales? Y es debido a estos interrogantes que nos hemos propuesto demostrar la necesidad, la permanente necesidad , de que Dios ocupe el trono, tome el principado sobre Su hombro y controle las actividades y destinos de Sus criaturas.
¿Pero acaso tiene algún problema el hombre de fe en percibir el gobierno de Dios sobre este mundo? ¿Acaso no puede el ojo ungido discernir, incluso entre tanta confusión y caos, que la mano de Dios controla y dirige los asuntos de los hombres, incluso aquellos relativos a la vida cotidiana? Consideren por ejemplo al labrador y sus cultivos, ¿qué pasaría si Dios no los controlara? ¿Qué impediría que todos ellos sembraran pasto en sus tierras cultivables y se dedicaran solamente a la crianza del ganado? Si así fuera, ¡habría una hambruna mundial de trigo y maíz! Y en cuanto al trabajo del correo. Supongamos que a todos se les ocurriera escribir cartas solamente los lunes, entonces los responsables no podrían manejar el correo de los martes. Lo mismo con los que atienden en las tiendas. ¿Qué pasaría a cada ama de casa se le ocurriera hacer compras los miércoles y se quedaran en casa los demás días? Pero en lugar de que ocurran tales cosas, existen granjeros en diferentes países que crían el ganado y que cultivan granos de diferente tipo para proveer a las casi incalculables necesidades de la raza humana, el correo se distribuye casi uniformemente a lo largo de toda la semana, y algunas personas compran los lunes, otras el martes y así sucesivamente. ¿Acaso estas cosas no evidencian que la mano de Dios controla y domina sobre todas las cosas?
Habiendo demostrado de manera resumida la necesidad imperiosa de que Dios reine sobre este mundo, observemos ahora el hecho de que Dios efectivamente gobierna y que Su dominio se extiende a todas las cosas y todas las criaturas y es ejercido sobre ellas.
1. Dios gobierna la materia inanimada.
El hecho de que Dios gobierna la materia inanimada y que esta materia cumple Su deseo y lleva a cabo Sus decretos, se demuestra claramente en el propio hecho de la revelación divina. «Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz (…) Dijo también Dios: Júntense las aguas que están debajo de los cielos en un lugar, y descúbrase lo seco. Y fue así (…) Después dijo Dios: Produzca la tierra hierba verde, hierba que dé semilla; árbol de fruto que dé fruto según su género, que su semilla esté en él, sobre la tierra. Y fue así ». (Génesis 1:3, 9, 11) Como declara el salmista: «Porque él dijo, y fue hecho; él mandó y existió» (Salmo 33:9).
Lo que se declara en el primer capítulo de Génesis se ilustra después en toda la Biblia. Cuando las iniquidades de los hombres antes del diluvio habían alcanzado su plenitud, Dios dijo: «Y he aquí que yo traigo un diluvio de aguas sobre la tierra , para destruir toda carne en que haya espíritu de vida debajo del cielo; todo lo que hay en la tierra morirá» (Génesis 6:17); y en cumplimiento de esto leemos: «El año seiscientos de la vida de Noé, en el mes segundo, a los diecisiete días del mes, aquel día fueron rotas todas las fuentes del grande abismo, y las cataratas de los cielos fueron abiertas, y hubo lluvia sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches» (Génesis 7:11–12).
Observemos también el control absoluto y soberano de Dios sobre la materia inanimada en las plagas de Egipto. A su mandato, la luz fue convertida en tinieblas y un río en sangre; cayó granizo y la muerte se apoderó del impío país del Nilo, hasta que su altivo monarca se vio obligado a clamar pidiendo liberación. Notemos particularmente cómo la Escritura hace énfasis aquí en el control absoluto de Dios sobre los elementos:
Y Moisés extendió su vara hacia el cielo, y Jehová hizo tronar y granizar, y el fuego se descargó sobre la tierra; y Jehová hizo llover granizo sobre la tierra de Egipto. Hubo, pues, granizo, y fuego mezclado con el granizo, tan grande, cual nunca hubo en toda la tierra de Egipto desde que fue habitada. Y aquel granizo hirió en toda la tierra de Egipto todo lo que estaba en el campo, así hombres como bestias; asimismo destrozó el granizo toda la hierba del campo, y desgajó todos los árboles del país. Solamente en la tierra de Gosén, donde estaban los hijos de Israel, no hubo granizo (Éxodo 9:23–26). La misma distinción se observa en conexión con la novena plaga: «Jehová dijo a Moisés: Extiende tu mano hacia el cielo, para que haya tinieblas sobre la tierra de Egipto, tanto que cualquiera las palpe. Y extendió Moisés su mano hacia el cielo, y hubo densas tinieblas sobre toda la tierra de Egipto, por tres días. Ninguno vio a su prójimo, ni nadie se levantó de su lugar en tres días; mas todos los hijos de Israel tenían luz en sus habitaciones » (Éxodo 10:21–23).
Los ejemplos mencionados no son casos aislados. Ante el decreto de Dios, el fuego y el azufre descendieron del cielo y las ciudades del llano fueron destruidas, al tiempo que un fértil valle quedaba convertido en un nauseabundo mar de muerte. A su mandato, las aguas del Mar Rojo se dividieron para que los israelitas pasaran en seco y a Su palabra se volvieron a juntar destruyendo a los egipcios que los perseguían. Una palabra Suya y la tierra abrió sus fauces para tragarse a Coré y a su grupo de rebeldes. El horno de Nabucodonosor fue calentado «siete veces más» su temperatura normal y en él fueron echados tres hijos de Dios; pero el fuego ni siquiera quemó sus ropas, aunque mató a los hombres que se habían acercado a él.
¡Qué formidable demostración del poderoso gobierno del Creador sobre los elementos nos fue ofrecida cuando, hecho carne, habitó entre los hombres! Véanle dormido en la barca. Se levanta la tormenta, el viento ruge y las olas azotan con furor. Los discípulos están con Él, temerosos de que su pequeña embarcación se inunde, despiertan a su Señor, diciendo: «Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?» Y entonces leemos: «Y levantándose, reprendió al viento, y dijo al mar: Calla, enmudece. Y cesó el viento, y se hizo grande bonanza » (Marcos 4:38–39). Observen también cómo el mar, ante la voluntad de su Creador, lo sostuvo sobre sus olas. A Su palabra la higuera se secó; a Su contacto la enfermedad huyó instantáneamente.
Las grandes luminarias celestes son también gobernadas por su Hacedor y obedecen Su voluntad soberana. Tomemos dos ilustraciones. Al mandato de Dios el sol retrocedió diez grados en el reloj de Acaz para ayudar a la débil fe de Ezequías (2 Reyes 20:11). En tiempos del Nuevo Testamento, Dios hizo que una estrella anunciara la encarnación de Su Hijo, la estrella que se apareció a los magos de oriente, de la cual se nos dice que: « iba delante de ellos , hasta que llegando, se detuvo sobre donde estaba el niño» (Mateo 2:9).
¡Cuán descriptiva es esta declaración!: «El envía su palabra a la tierra; velozmente corre su palabra. Da la nieve como lana, y derrama la escarcha como ceniza. Echa su hielo como pedazos; ante su frío , ¿quién resistirá? Enviará su palabra, y los derretirá; soplará su viento , y fluirán las aguas» (Salmo 147:15–18). Las mutaciones de los elementos están sujetas al control soberano de Dios. Es Dios Quien retiene la lluvia y es Dios Quien la da cuando quiere, como quiere y a quien quiere. Los observatorios meteorológicos se atreven a predecir el tiempo, pero ¡cuán frecuentemente se burla Dios de sus cálculos! Las «manchas» solares, las actividades cambiantes de los planetas, la aparición y desaparición de los cometas, las perturbaciones atmosféricas, son simples causas secundarias, pues tras ellas está Dios mismo. Habla Su Palabra una vez más: «También os detuve la lluvia tres meses antes de la siega; e hice llover sobre una ciudad, y sobre otra ciudad no hice llover; sobre una parte llovió, y la parte sobre la cual no llovió, se secó. Y venían dos o tres ciudades a una ciudad para beber agua, y no se saciaban; con todo, no os volvisteis a mí, dice Jehová. Os herí con viento solano y con oruga ; la langosta devoró vuestros muchos huertos y vuestras viñas, y vuestros higuerales y vuestros olivares; pero nunca os volvisteis a mí, dice Jehová. Envié contra vosotros mortandad tal como en Egipto; maté a espada a vuestros jóvenes, con cautiverio de vuestros caballos, e hice subir el hedor de vuestros campamentos hasta vuestras narices; mas no os volvisteis a mí, dice Jehová» (Amós 4:7–10).
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