La gracia ha sido definida como el favor inmerecido de Dios; y si es inmerecido, nadie puede reclamarlo como derecho inalienable. Un amigo estimado quien gentilmente leyó el manuscrito de este libro (y a quien debemos abundantemente por varias sugerencias excelentes), ha recalcado que la gracia es más que «favor inmerecido». Alimentar a un vagabundo que me lo solicita es «favor inmerecido», pero no llega a ser gracia. Pero supongamos que ese vagabundo me roba, y después de ello yo le doy de comer —eso sería «gracia». La gracia es, pues, conceder favor a aquel que no solamente no tiene mérito, sino que presenta motivos para negárselo. Si la gracia no se gana ni se merece, concluimos que nadie tiene derecho a ella. Si la gracia es un don, nadie puede exigirla. Por consiguiente, puesto que la salvación es por gracia, don gratuito de Dios, Él la concede a quien quiere. Ni aun el más grande de los pecadores está más allá del alcance de la misericordia divina. Así pues, la jactancia es excluida y toda la gloria es de Dios.
El soberano ejercicio de la gracia se ilustra en todas las páginas de la Escritura. Se permite que los gentiles anden en sus propios caminos, mientras que Israel se convierte en el pueblo del pacto de Jehová. Ismael, el primogénito, es desechado relativamente sin bendición, mientras que Isaac, hijo de la vejez de sus padres, es hecho hijo de la promesa. Se niega la bendición al generoso Esaú, mientras que el gusano Jacob recibe la herencia y es convertido en vaso para honra. Lo mismo ocurre en el Nuevo Testamento. La verdad divina está oculta a los sabios y prudentes, pero es revelada a los niños. Se permite que los fariseos y saduceos vayan por sus propios caminos, mientras los publicanos y las rameras son atraídos por los lazos del amor.
La gracia divina actuó de manera notable en tiempos del nacimiento del Salvador. La encarnación del Hijo de Dios fue uno de los más grandes acontecimientos de la historia del universo, y, sin embargo, el hecho y el momento del suceso no fueron dados a conocer a toda la humanidad; en cambio, fueron especialmente revelados a los pastores de Belén y a los magos de oriente. Todos estos detalles tenían un sello profético que apuntaba al carácter de esta dispensación, pues aún hoy Cristo no es dado a conocer a todos. Habría sido cosa fácil para Dios enviar una legión de ángeles a toda nación a anunciar el nacimiento de Su Hijo. Pero no lo hizo. Dios pudo fácilmente haber atraído la atención de toda la humanidad hacia la estrella; pero tampoco lo hizo. ¿Por qué? Porque Dios es soberano y concede Sus favores como Le agrada. Observemos particularmente las dos clases de personas a quienes se dio a conocer el nacimiento del Salvador −las clases más inapropiadas: pastores y gentiles de un país lejano. ¡Ningún ángel se presentó ante el Sanedrín a anunciar el advenimiento del Mesías de Israel! ¡Ninguna estrella se apareció a los escribas y doctores de la ley cuando estos, en su orgullo y propia justicia, escudriñaban las Escrituras! Escudriñaron diligentemente para descubrir dónde había de nacer y, sin embargo, no les fue dado a conocer que Él ya había venido. ¡Qué demostración de la soberanía divina! ¡Humildes pastores escogidos para un honor particular, mientras los eruditos y eminentes son pasados por alto! ¿Y por qué el nacimiento del Salvador fue revelado a estos magos extranjeros y no a aquellos en medio de los cuales había nacido? Vean en esto una maravillosa prefiguración del proceder de Dios con nuestra raza a través de toda la dispensación cristiana; soberano en el ejercicio de Su gracia, otorgando Sus favores a quien Él quiere; frecuentemente, a los más inapropiados e indignos.
Notemos que la soberanía de Dios se muestra en el lugar que Él escogió para que Su Hijo naciera. No fue a Grecia o Italia que la Gloria del Señor descendió, sino a la insignificante tierra de Palestina. Y no fue en Jerusalén, la ciudad real, que nació Emmanuel, sino en Belén, la cual era «pequeña para estar entre las familias de Judá» (Miqueas 5:2). Y fue en la despreciada Nazaret que el Salvador creció. ¡Verdaderamente los caminos de Dios no son como nuestros caminos!
Capítulo 2
LA SOBERANÍA DE DIOS
EN LA CREACIÓN
“Señor, digno eres de recibir la gloria y la honra y el poder; porque tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron creadas” (Apocalipsis 4:11).
Habiendo visto que la soberanía caracteriza a todo el Ser de Dios, observemos ahora cómo este carácter soberano imprime su sello sobre todos Sus caminos y Su proceder.
En el gran espacio de la eternidad, que se extiende antes de Génesis 1:1, el universo no había nacido aún y la Creación existía tan solo en la mente del Gran Creador. En Su majestad soberana, Dios vivía solo. Nos referimos a aquel período tan distante, antes de la Creación de los cielos y la tierra. Pero aún en aquel tiempo (si tiempo puede llamarse) Dios era soberano. Podía crear o no crear conforme a Su buena voluntad . Podía crear un mundo o un millón de mundos y, ¿quién habría de resistir Su voluntad? Podía llamar a la existencia a un millón de criaturas diferentes y colocarlas en absoluta igualdad , dotándolas de las mismas facultades y colocándolas en el mismo ambiente; o podía crear un millón de criaturas, todas diferentes entre sí, sin más característica común que su carácter de criaturas y, ¿quién habría de discutir Su derecho a hacerlo? Si quería, podía llamar a la existencia a un mundo tan inmenso que sus dimensiones escaparan por completo al alcance del cálculo finito, como crear un organismo tan pequeño que ni aún el más poderoso microscopio hubiera podido revelar su existencia al ojo humano. Quedaba dentro de Su derecho soberano tanto el crear al exaltado serafín para que brillara en torno a Su trono, como al diminuto insecto que muere en la misma hora en que nace. Si el Dios poderoso, en lugar de una uniformidad completa , hubiera decidido crear una vasta variedad en Su universo, desde el más sublime serafín al reptil que se arrastra silencioso, desde los mundos que giran en torno a sus ejes a los átomos que flotan en el espacio, del macrocosmos al microcosmos, ¿quién habría de disputar Su soberana voluntad? Consideren, pues, la acción de la soberanía divina mucho antes de que el hombre viera la luz. ¿Con quién consultó Dios en la Creación y disposición de Sus criaturas? Vean los pájaros volando por el aire, las bestias vagando por la tierra, los peces nadando en el mar y luego pregunten: ¿Quién los hizo diferentes entre sí? ¿No fue su Creador el que soberanamente les asignó sus diversos lugares y características?
Levanten los ojos al cielo y observen los misterios de la soberanía divina: «Una es la gloria del sol, otra la gloria de la luna, y otra la gloria de las estrellas, pues una estrella es diferente de otra en gloria» (1 Corintios 15:41). Pero, ¿por qué? ¿Por qué había de ser el sol más glorioso que los planetas que giran alrededor suyo? ¿Por qué había de haber estrellas de primera magnitud y otras inferiores? ¿Por qué tan sorprendentes desigualdades ? ¿Y por qué había de haber estrellas fugaces o estrellas errantes (Judas 13)? La única respuesta posible es la siguiente: «Y por tu voluntad existen y fueron creadas» (Apocalipsis 4:11).
Contemplemos ahora nuestro propio planeta . ¿Por qué dos terceras partes de su superficie habían de estar cubiertas de agua y por qué tan enorme extensión de la otra tercera parte restante había de ser inadecuada para el cultivo o la vivienda? ¿Por qué había de haber vastas porciones de pantanos, desiertos y bancos de hielo? ¿Por qué un país habría de ser tan inferior topográficamente a otro? ¿Por qué uno habría de ser fértil y otro casi estéril? ¿Por qué uno habría de ser rico en minerales y otro no producir ninguno? ¿Por qué el clima de uno habría de ser grato y saludable y el de otro todo lo contrario? ¿Por qué habría de abundar el uno en ríos y lagos, y otro estar casi desprovisto de ellos? ¿Por qué uno había de estar constantemente sacudido por terremotos y otro no conocerlos? ¿Por qué? Porque así agradó al Creador y Sustentador de todas las cosas .
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