Jeffrey C. Alexander - Sociología cultural

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Pionero de la sociología cultural, Alexander ha creado un nuevo modelo sociológico para aproximarse al estudio del tradicional problema del binomio cultura-sociedad. Este volumen reúne una serie de influyentes ensayos de amplio alcance, donde el autor insiste en que, a pesar de la racionalización y de la diferenciación, el mundo moderno continúa «encantado» en aspectos fundamentalmente significativos; que el pensamiento mágico e irracional conserva su centralidad para el individuo y para la acción colectiva; y que los anhelos emocionales y las fantasías son esenciales para las organizaciones y las instituciones, así como el deseo de ser salvado y el miedo a ser condenado todavía estructuran los movimientos sociales y la acción colectiva, pese a que ahora asumen formas seculares más que religiosas. Alexander está dedicado a la creación de una ciencia social más racional y una sociedad más democrática e inclusiva.

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Las sacudidas revolucionarias comunistas y fascistas que caracterizaron la primera parte del siglo XX sentaron las bases para que el discurrir de la modernidad fuera minando la posibilidad de textos saturados de significado. El sosiego que invadió el periodo de posguerra, particularmente en Estados Unidos, supuso para Talcott Parsons y sus colegas que la modernidad no debería entenderse de un modo destructivo. Sin embargo, mientras Parsons afirmaba que los “valores” ocupaban un lugar central en las acciones e instituciones, no explicaba la naturaleza de los propios valores. A pesar del compromiso con la reconstrucción hermenéutica de los códigos y narrativas, él y sus colegas funcionalistas observaban la acción desde el exterior y dedujeron la existencia de valores orientadores, haciendo uso de marcos categoriales supuestamente generados por necesidad funcional.

En América en los años sesenta, cuando resurgió el carácter conflictivo y traumático de la modernidad, la teoría parsoniana suministró una teorización micro sobre la naturaleza radicalmente contingente de la acción y teorías macro sobre la naturaleza radicalmente externa del orden. En oposición a la variable “cultura”, asistimos al ascenso de lo “social” y lo “individual”. Pensadores como Moore, Tilly, Collins y Mann se acercaron a los significados plasmados en textos solo a través de sus con - textos: “ideologías”, “repertorios” y “redes” se convierten en el orden del día. Para la microsociología, Husserl, Heidegger, Wittgenstein, Skinner y Sartre aportaron un ramillete de recursos complementarios y antitextuales. Homans, Blumer, Goffman y Garfinkel entendían por cultura solo el entorno de la acción con relación al cual los actores tienen una reflexividad total.

En los años sesenta, al mismo tiempo que desapareció de la sociología americana el significado-como-texto, las teorías que inciden en los textos, a veces, incluso a expensas de sus contextos, comenzaron a tener una influencia enorme sobre la teoría social europea, particularmente en Francia. Siguiendo la pista marcada por Saussure, Jakobson y lo que ellos llamaban las “socio-lógicas” —más que la sociología del último Durkheim y de Mauss—, pensadores como Lévi-Strauss, Roland Barthes y el primer Michael Foucault, desencadenaron una revolución en las ciencias humanas al insistir en la textualidad de las instituciones y la naturaleza discursiva de la acción social.

En los años posteriores a 1968, la teoría social europea “redescubrió” la pérdida de la abundancia de significado que la modernidad parecía demandar. Althusser transformó los textos en aparatos ideológicos del Estado. Foucault asoció los discursos con el poder dominante. Derrida desconectó a los lectores/actores de los textos. El posmodernismo seguía en su línea, con su declaración de que las metanarrativas habían muerto, de que las interpretaciones de los textos sociales eran reflejos de las posiciones estructurales de los actores. En la tradición francesa de Bourdieu y la teorización británica de la Escuela de Birmingham, estos con-textos giraban en torno a la dominación de clase y en América implicaban crecientemente la influencia determinante de las posiciones de estatus de los actores, en particular, del estatus de raza y género.

Con el paso de los ochenta a los noventa, hemos asistido al renacimiento de la “cultura” en la sociología americana y al ocaso del prestigio de las formas anticulturales del pensamiento macro y micro. A pesar de ello, es evidente que se mantiene la profunda y debilitadora ambivalencia sobre el significado y la modernidad. El resultado ha sido que varias formaciones transigentes que he descrito antes han desembocado en el interior de distintas corrientes que configuran en la actualidad el acercamiento de la disciplina a la cultura. La posición de la “producción de la cultura” asume la existencia de textos —como objetos a manipular— y se dedica, por sí misma, a analizar los contextos que determinan su uso. El neoinstitucionalismo, desde Di Maggio y Meyer a comparatistas como Wuthrow, insiste más en la pragmática que en la naturaleza de la acción semánticamente orientada, considerando los textos sociales primeramente como coacciones legitimadoras de las organizaciones. Las aproximaciones a la acción orientada a la cultura, como la de Swidler, destacan la reflexividad frente a los textos y tratan la cultura solo como una “variable” efectiva contingente.

Adquiere progresiva importancia, por tanto, reconocer que, de este modo, ha nacido también una corriente de trabajo que confiere a los textos semánticamente saturados un papel mucho más destacado. Estos sociólogos contemporáneos son los “hijos” de una primera generación de pensadores culturalistas —Geertz, Bellah, Douglas, Turner y Sahlins entre los principales— quienes escribieron contra la impronta reduccionista de los años sesenta y setenta.

Estos sociólogos culturales contemporáneos pueden concebirse de manera inexacta como inspirados por un marco “neo” o “post” durkheimiano. Con todo, también han arrancado de muy diferentes tradiciones teóricas, no solo desde el análisis cognitivo de los signos del estructuralismo y del giro lingüístico, sino de la antropología simbólica y su insistencia en la relevancia emocional y moral de los mecanismos delimitadores que conservan la pureza y alejan el peligro. Estimulados por teóricos literarios como Northrop Frye, Frederik Jameson, Hayden White, y por teóricos aristotélicos como Ricoeur y MacIntyre, estos escritores se han preocupado progresivamente por el papel de las narrativas y el género en las instituciones y la vida ordinaria. Entre las figuras consolidadas, uno piensa aquí, en concreto, en los recientes trabajos de Viviana Zelizer, Michele Lamont, William Gibson, Barry Schwartz, William Sewell Jr., Wendy Griswold, Robin Wagner-Pacifici, Margaret Somers, William Gibson y Steven Seidman. Menos conocida, pero igualmente significativa, es la obra de jóvenes sociólogos como Philip Smith, Anne Kane y Mustafa Emirbayer. Yo concibo mis propios estudios teóricos e interpretativos sobre el caso Watergate, la tecnología y la sociedad civil desde la congruencia con esta línea de trabajo.

Es importante destacar que mientras los textos saturados de significado ocupan un lugar central en la tendencia posdurkheimiana, los contextos no caen en el olvido. Estratificación, dominación, raza, género y violencia aparecen destacadamente en estos estudios. No se tratan, sin embargo, como fuerzas en sí mismas, sino como instituciones y procesos que refractan los textos culturales de un modo altamente significativo y también como metatextos culturales por sí mismos. El reciente trabajo de Roger Friendland y Richard Hecht To Rule Jerusalem suministra un poderoso ejemplo del tipo de interpretación de texto y contexto, de poder y cultura que tengo en mente.

El trabajo de estos sociólogos —y muchos otros a los que no he mencionado— da lugar a la posibilidad de que el paulatino viraje de la disciplina hacia la cultura conduzca a una sociología genuinamente cultural. La alternativa será únicamente agregar otro subsistema a la división del trabajo de la disciplina, el cual puede llamarse sociología de la cultura.

2. ¿Sociología cultural o sociología de la cultura? Hacia un programa fuerte para la segunda tentativa de la sociología

(en colaboración con Philip Smith)

Si la sociología como un todo está modificando sus orientaciones como disciplina y está abriéndose a una segunda generación, esta novedad no sobresale en ningún caso más que en el estudio de la cultura. Razón por la cual el mundo de la cultura ha desplazado enérgicamente su trayectoria hacia la escena central de la investigación y debate sociológicos. Como todo viraje intelectual, este ha sido un proceso caracterizado por escándalos, retrocesos y desarrollos desiguales. En el Reino Unido, por ejemplo, la cultura ha avanzado hasta el principio de los años setenta. En Estados Unidos el progreso comenzó a verificarse más tarde, a mitad de los años ochenta. En la Europa continental la cultura realmente nunca desapareció. Aun cuando existe este recurrente renacimiento del interés por la cultura, no hay consenso entre los sociólogos especializados en el área respecto a lo que significa el concepto y el modo en que este se relaciona con la forma de entender tradicionalmente la disciplina. Estas diferencias de parecer pueden explicarse, solo parcialmente, por referencia a las contingencias geográficas y cronológicas y a las tradiciones nacionales. Más importantes que las disputas territoriales son las contradicciones profundas vinculadas con las lógicas axiomáticas y los fundamentos en la aproximación a la cultura. En este trabajo exploramos algunos de estos argumentos.

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