Javier Cotelo Villarreal - Al volante de un santo

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San Josemaría preparó la expansión del Opus Dei por toda Europa visitando a los obispos y llenando las carreteras «de avemarías y de canciones», como solía decir. Esos viajes, como tantos otros que realizó para visitar y alentar a los que comenzaban en esos países, o para descansar unos días durante el verano, solía realizarlos en coche.
El autor, arquitecto, fotógrafo y en estas ocasiones también conductor, pudo acompañarlo durante más de dos décadas. Relata ahora sus recuerdos, hasta ahora inéditos, que ponen de manifiesto la dimensión más afectuosa y familiar del fundador del Opus Dei.

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Acabó la guerra y por fin nos reunimos en Madrid toda la familia. Vivíamos en el 5.º piso de la casa de Fernando el Santo, 25. Mi madre puso su taller de costura cerca de casa: en el Paseo de la Castellana, 9, 1.º. Creo que no he dicho que mi madre, Flora Villarreal, era modista. Bueno, tal vez modista sea una forma algo modesta de designar su profesión. Su tarjeta de visita era todavía más modesta: en ella solo ponía su nombre y la palabra “Costura”. Cosía como los ángeles y tenía un taller de alta costura en el que llegaron a trabajar unas cien personas, y al que acudían para vestirse muchas celebrities de la época. También a mi mellizo y a mí nos hacía ropa, aunque se le daba mucho mejor vestir a señoras.

Los estudios elementales los hicimos en el colegio de Areneros, de los jesuitas. Los mellizos ocupábamos el mismo pupitre. Como mi hermano era un poco manazas para el dibujo, yo hacía rápidamente su lámina y seguidamente me entretenía haciendo la mía. El resultado era lo contrario de lo que yo esperaba: a él le daban un sobresaliente y a mí un simple aprobado.

Carmen Consuegra, amiga de mi madre y madrina de mi hermano mellizo, nos llevó una vez a casa de un vecino suyo, hombre grueso con bigote a lo Pancho Villa, y al presentarnos dijo que yo dibujaba muy bien. Él me preguntó si era capaz de hacerle un retrato. Me dejó papel y lápiz y le hice una caricatura. Le hizo gracia y quiso saber el precio. «Un duro», le respondí sin pensarlo dos veces. Me dio las cinco pesetas (de las de entonces) sin replicar, como pensando: «Chaval, eres más caro de lo que imaginaba».

Años después, durante los trayectos en coche con Josemaría Escrivá, yo contaba estas y otras pequeñeces de mis años mozos. Me escuchaba con atención y mantenía esos detalles en su memoria.

Por ejemplo, en uno de nuestros viajes mencioné que una noche, durante la cena y como de costumbre, pasamos el plato para que nuestra madre nos sirviera la sopa. Inmediatamente se dio cuenta de que aquello olía a naftalina. Vino Catalina, la cocinera, que no supo explicarse aquel olor. Ante el temor de que hubiese caído en el puchero una bola de alcanfor, decidieron recoger todos los platos, pero al llegar al mío vieron que yo ya me había tomado la sopa... «¿A qué sabía la sopa, hijo mío?». «A naftalina». Gracias a Dios, digerí perfectamente, sin ningún problema. Sin embargo, el prestigio de mi paladar quedó malparado. Desde que conté a san Josemaría este suceso, ya no podía opinar si lo que estábamos comiendo era rico o no. Él me decía: «¿Qué sabrás de gustos, con tu paladar estragado?».

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Una vez íbamos los gemelos en tren con nuestro tío Aurelio, que era cheposo y se ganaba la vida tocando en una pequeña orquesta de jazz. En una estación se bajó y compró unos pasteles en la cantina, para darnos algo de merienda. Hay que decir que mi hermano era melindroso y habitualmente me ofrecía lo que ya había mordido y no le había gustado. Esta vez, en cuanto probó el pastel puso cara de asco y me lo pasó, pero yo le dije: «No lo quiero, tíralo por la ventanilla». Dicho y hecho: ante el estupor de mi tío, el pastel voló… Nuestro Padre, cuando años después se lo conté en una de las travesías, comentó, pensando en mi pobre tío: «¡Qué falta de caridad!».

LA LEY DEL LITRO EN LA PRIMAVERA DE 1951 cuando tenía 18 años fui con mi - фото 2

LA LEY DEL LITRO

EN LA PRIMAVERA DE 1951, cuando tenía 18 años, fui con mi hermano Adolfo a una academia que estaba cerca de la plaza de Alonso Martínez, para aprender a conducir y preparar el examen. Nos matriculamos, nos citaron para el día siguiente y nos dieron un folleto con las instrucciones elementales del manejo del coche.

Fuimos a la primera clase. El instructor, un madrileño muy castizo, nos estaba esperando. «¿Están preparados?», preguntó. «Sí, señor». Me puse al volante y fui ejecutando todo lo que me indicaba: «Punto muerto. Ponga en marcha. Pise el embrague. Primera. Quite el freno. Pie en el acelerador…». En pocos minutos estábamos circulando por las calles de Madrid. Adolfo, desde el asiento de atrás, observaba todo con admiración. Después fue su turno, y quedó de manifiesto que no se había preocupado de leer el folletito...

Las frases castizas de nuestro instructor nos hacían mucha gracia. Un día intenté sortear una piedra que había en medio de la calzada pero la pillé de lleno. «¡Menuda puntería!», comentó. Otra vez, soné el claxon para advertir a una señora que cruzaba la calle del peligro que corría. «Al peatón no se le concede nada», sentenció.

Aprobé el examen y me dieron el carné. Estaba fechado el 10 de julio de 1951. Muy poco después, en el Hillman Commer de mi padre, llevé de paseo a mi madre y a algún hermano a la Sierra de Guadarrama. A la vuelta, en la bajada del Puerto de los Leones, concretamente en la Recta Madrid, de notable pendiente, puse en práctica el doble embrague. Se asustaron mucho con el ruido de reducción de las marchas a gran velocidad. Al final de la cuesta me hicieron parar, y mi madre dijo que aquello había sido una imprudencia y que se lo contaría a mi padre. Pero mi padre, en esta ocasión, tomó partido por mí: «Eso del doble embrague es de maestros», dijo.

Mi hermano José Ignacio y yo salimos otro día con nuestra madre en el coche. Poco después, el coche se paró. «¿Qué pasa?», preguntó alarmada. Nos habíamos quedado sin gasolina. «Os daría una bofetada». Se cumplía lo que solía decir mi padre: «Usáis el coche como si fuese una bicicleta: nunca ponéis gasolina, ni miráis la presión de las ruedas, ni el nivel del aceite…».

San Josemaría decía que sus hijos jóvenes, no muy previsores y siempre escasos de dinero, solían manejar los coches de acuerdo con la “ley del litro”: usan los coches con poca gasolina y conducen apurados hasta el surtidor más próximo. Cuando les preguntan «¿cuánto ponemos?», responden «un litro», porque no llevan dinero para más.

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Al terminar el bachillerato, en el colegio Santiago Apóstol, pasé el examen de reválida y decidí estudiar Arquitectura. Para esto era necesario aprobar el examen de ingreso, que consistía en superar las siete materias principales de los primeros cursos de Ciencias Exactas, más otras cinco asignaturas que se convocaban a examen en la Escuela de Arquitectura y para las que había que prepararse en una academia especializada. Mi cuñado Víctor, arquitecto, tenía una de estas academias, y allí aprendí a dibujar con las técnicas de “mancha” y de “lavado”, que eran las materias más difíciles.

Por las mañanas asistía a clases en la Facultad de Ciencias, situada en la Ciudad Universitaria, y aprovechaba las horas de sol de la tarde para dibujar a carboncillo o con tinta china en la academia. El resto de la jornada era de estudio. Temprano iba cotidianamente a Misa en la cercana iglesia del Cristo de la Salud, de la calle de Ayala, siguiendo el ejemplo de mis padres.

En julio de 1951, mi madre fue a París, como todos los años, para asistir a los desfiles de modelos de la temporada entrante. Quiso llevarme para que descansase un poco. Mientras ella se dedicaba a trabajar, yo pintaba por las orillas del Sena y visitaba la ciudad. Al mediodía me llevaba a comer a algún restaurante. Un día comimos caneton à l’orange (pato a la naranja). Me gustó tanto que quise volver a tomarlo otro día, en otro restaurante. Pero en esta ocasión, en vez de darme mi propia ración de pato, me sirvieron los restos de un puchero que había quedado en la cocina. Mi madre protestó, y como no estaban dispuestos a darnos la razón, nos marchamos con cajas destempladas. Esta anécdota la recordó siempre san Josemaría. Años después, en el restaurante de un hotel de Salzburgo, al ver este plato en el menú de la cena, indicó al camarero que a mí me pusieran una ración de pato a la naranja.

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