No, no fue por eso, parece, que los habitantes de esta noble y leal ciudad se enojaron con el general Francisco Villa, sino porque el caudillo revolucionario andaba en su tren particular, un pullman de lujo donde vivía y dormía, yendo y viniendo por El Bajío, bien acompañado de una señorita de “buena sociedad” de Guadalajara. Las mujeres tapatías la hacían comidilla en las tardes de bordado y canasta. La mala reputación de ella afrentaba a todas. No era natural brincar de casta y recatada a puta descarada. Bueno, así se lo oí a Doña Hortensia Farías y Álvarez del Castillo e igual lo repitió la señorita solterona Navarro Velarde, justo cuando le avisé que ya estaba su pedido anticipado de tamales de la Capilla de Jesús para el día de la Candelaria.
Se rumoraba por esos días que el carrancista Manuel M. Diéguez regresaba con sus tropas; venía tan molesto que estaba dispuesto a castigar a la veleidosa Guadalajara, que como a la Helena de Troya, ultrajada pero seducida (¿no perdona lo primero a lo segundo o al revés?) Quiso lo que no quería tener pero al tenerlo, quiso todo. Volvió a la misma vaina: reduciría a cenizas la ciudad y todas las vírgenes tapatías serían violadas al igual que todos los efebos, y todos los mochos, con sus propios blasones religiosos, serían ahorcados. Hasta entonces, tuve un miedo de a deveras (si lo tuve realmente).
Fue entonces que Julián Medina, organizando la resistencia en las afueras de la ciudad, volvió a Palacio, pero una multitud ya lo esperaba y le impedía el paso para entrar. La gente le gritaba que cuándo volvería Villa para defender la ciudad y acabar de una vez con Diéguez y no ver cumplido su deseo de destrucción. Y lo empujaban los varones con el hombro, pero las mujeres lo llevaban a empellones hasta el quiosco francés de la Plaza de Armas, con sus vientres y sus pechos. Y el coronel Julián Medina, seguido del doctor Mariano Azuela, se dejaba arrempujar. Y no teniendo más aislamiento que el quiosco, se encaramó en él. Había algunos guardias con sus rifles apuntando a la multitud.
Julián Medina, solo, en el centro del sitio, alzó las manos para que la gritería se acallara. Yo, ese día, no había hecho mandados; tenía miedo de la revolución, del incendio y de las violaciones a tanta jovencita que me enamoraba todos los días. Pero estaba justito frente al gobernador, a unos cuantos escalones de la plataforma del quiosco. Se hizo silencio con chis de boca callando unos a otros para escuchar lo que pudiera decir Don Julián Medina. Finalmente sólo el resoplido de los caballos se escuchaba al estornudar.
—¿Cuándo va a venir el general Pancho Villa a la ciudad para defendernos? —gritó una voz dura, sin quebrantar, de macho entrón.
—Vendrá en dos días, el 17 de enero, en su Pullman —respondió sereno Julián Medina.
—¿Y a qué horas exactamente? —le grité casi en son de burla sabiendo que la exactitud del tiempo no importaba mucho entre nosotros.
Y eso enojó al coronel gobernador Julián Medina.
Le arrebató el fusil a uno de sus guardias, apuntó hacia el reloj de Palacio de Gobierno y le hizo un hoyo, justo en el V de su numeración. Luego desenfundó su colt revólver y marcó otro orificio más pequeño en el III del reloj. Con gran entereza, luego gritó:
—A las cinco y cuarto de la tarde. Para que no lo olviden jamás, cabrones.
Pancho Villa no llegó y la batalla se inició, según me lo dijo un moribundo, desde las seis de la mañana, nomás despuntando el sol por el lado de Tonalá. Venía la gente de Diéguez desde los cerros del Gachupín pero el encuentro con las tropas de Julián Medina se dio en las faldas del Cerro del Cuatro. Era la mañana del 17 de enero y no terminó hasta que pardeó la tarde y todas las cosas y las gentes vivas y muertas se hicieron un bulto oscuro en las laderas del monte. Fueron los villistas quienes abandonaron sus posiciones (sabrá Dios quién dio la orden de retirada). Por mandato de Don Manuel M. Diéguez, el general Murguía se dirigió al centro de Guadalajara para tomar posesión de la ciudad, entre la oscuridad de la noche, las velas incandescentes de los vecinos, y el parpadear de la luz eléctrica que no quería alumbrar a los nuevos vencedores.
Yo me acerqué al lugar de la batalla en ese atardecer, como un Thénardier de Víctor Hugo en la batalla de Waterloo, para recoger despojos de los muertos.
Fue así como poseo esta gran chaqueta de militar revolucionario y puedo contar a propios y extraños que yo fui general de la Revolución.
No me lo creen del todo pero hoy vago por toda la ciudad, pacífica ahora de aquella revolución y de otros cristeros que la enardecieron, para contarles toda clase de aventuras que viví en la Revolución.
Enrique González Martínez(Guadalajara, 1871-Ciudad de México, 1952). Trabajó como médico rural en Sinaloa. Será recordado como el último poeta modernista de México. Su obra poética fue abundante y muchos lo recuerdan por algunos de sus poemas más recitativos: “Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje”, “Busca en todas las cosas un alma y un sentido”. Estuvo nominado al Premio Nobel de Literatura en 1949.
Mariano Azuela(Lagos de Moreno, 1873-Ciudad de México, 1952). Es considerado el más importante novelista de la Revolución Mexicana por su obra Los de abajo, publicada en el diario El Paso del Norte en Texas a fines de 1915. En 1924, el crítico Francisco Monterde la descubre para la literatura mexicana y desde entonces es una de las novelas más leídas.
Francisco Rojas González(Guadalajara, 1903-1951). Escritor clasificado como indigenista por su conocida colección de cuentos El diosero que se publicó luego de su muerte, fue en realidad un escritor costumbrista. Su novela La negra Angustias, sobre una mujer revolucionaria, fue adaptada al cine y filmada por Matilde Landeta, la primera directora de cine profesional.
Francisco González León
POETA
Nació en Lagos de Moreno, el 10 de septiembre de 1862. Fue profesor de farmacia y dueño de una botica. En 1903, obtuvo la Flor Natural en los Juegos Florales pero decidió salir del pueblo, para evitar la ceremonia de premiación, por su excesiva modestia y nula ambición de reconocimiento. Contrariamente a su amigo Mariano Azuela, nunca dejó su lugar de origen para probar suerte en Ciudad de México. Ramón López Velarde, poeta zacatecano, le dio el sobrenombre de “El ermitaño de Lagos”. Es considerada su mejor obra Campanas de la tarde (1922). Falleció el 9 de marzo de 1945.
Bajo la paz milagrosa
de este ocaso coral rosa,
¿dónde vas tan pesarosa
y tan pálida en tu pena,
que sugieres azucena
que besó la luna llena?
A mi olvido das ejemplo,
y extasiado te contemplo,
vas al templo… vas al templo.
Como en joyas celinesas
para frentes dogaresas,
en tus ojos, las tristezas
engastaron dos ancianos,
y en tus manos, en tus manos,
hay diez pétalos hermanos
que le forman relicario
de marfiles al himnario
que diadema tu rosario.
Bruno Vésper un corpúsculo…
Es final, como de opúsculo
melancólico, el crepúsculo,
y en la escena milagrosa
de la tarde, fuiste rosa;
una rosa pesarosa:
¡por tan triste… por tan triste, más hermosa!
Tomado de: Velasco, Sara, Escritores jaliscienses . Tomo I (1546-1899). Guadalajara: Universidad de Guadalajara, 1982, pp. 234-239.
Читать дальше