Existía un dato científico innegable: en los terremotos, al igual que en las explosiones subterráneas con armas nucleares, solo una pequeña fracción de la cantidad total de energía transformada terminaba siendo radiada como energía sísmica. Por ello, una deflagración nuclear de grado menor podía cuadrar con el seísmo experimentado en la zona; sin embargo, quedaban por despejar muchas incógnitas, como descubrir la autoría, la causa y el origen de dicha explosión. Por tanto, la teoría del movimiento sísmico autónomo debía descartarse como detonante de la explosión, de ahí que tomara cuerpo la posibilidad inversa, en el sentido de que la deflagración hubiese sido provocada, y el posterior estremecimiento de la tierra se debiese a su onda expansiva interior.
En cualquier caso, la devastación fue de tal magnitud que ningún servicio de emergencias tuvo la posibilidad de entrar en acción de manera inmediata. El apagón eléctrico que se produjo instantes después de la explosión imposibilitó que se pudiese facilitar auxilio a las víctimas y contribuyó a que la magnitud de la tragedia se agrandase.
Pese a ello, los equipos de emergencias no se encontraban debidamente preparados para hacer frente a una catástrofe de aquella magnitud. Entraron en la zona afectada desprovistos de los medios de protección NBQ, lo que les llevó a convertirse de forma inconsciente en nuevas víctimas en lugar de en rescatadores.
Las informaciones facilitadas por la agencia New Line Time Press fueron ninguneadas por las autoridades, quienes mantenían la hipótesis de que la explosión se había producido como consecuencia del escape de gases provocado por un movimiento sísmico previo que había sacudido la zona. Ya ni tan siquiera admitían la negligencia como causa del desastre en la planta petroquímica y lo achacaban simplemente a un evento de carácter natural y a motivos de fuerza mayor.
Otras agencias independientes comenzaron entonces a acusar a las autoridades de falta de previsión ante un hecho de esa envergadura, aunque, la verdad sea dicha, ¿qué estado estaría preparado para afrontar una catástrofe nuclear provocada? Cuestión diferente era limitar el acontecimiento a una explosión provocada por una reacción química dentro un depósito de ácido clorhídrico. Pero había algo de lo que podíamos estar seguros: el incidente de Castellón iba a ser el comienzo del fin.
Washington D. C., viernes, 23 de octubre de 2020
Durante los últimos meses la actividad sísmica había experimentado un aumento exponencial desconocido en el planeta hasta ese momento. Un estado de especial inquietud recorría los despachos de la FEMA aquella fría mañana de otoño. Las noticias que llegaban de Europa eran inquietantes y esa inquietud había alcanzado los escalones más altos de la agencia, afectando de forma especial al director y al círculo de sus más íntimos colaboradores, entre los que se encontraba Anne Perkins, quien se dirigía de forma urgente al despacho de William Carber con la última cifra de víctimas registradas en los seísmos de Italia y Francia del día anterior.
Nada hacía pensar que los terremotos sufridos aquella madrugada a lo largo de la Costa Azul francesa y la región del Piamonte italiano tuviesen una causa común; si bien, resultaba ciertamente extraña la coincidencia temporal de ambos acontecimientos, dada la distancia existente entre las zonas afectadas y la ausencia de una placa tectónica de fricción que las conectase.
Era un hecho constatado que durante un periodo de dos años se había multiplicado por diez la actividad sísmica sin que existiese una explicación científica convincente para esclarecer dicho fenómeno. No obstante, distintas agencias federales de los Estados Unidos habían reconocido ese cambio planetario como un suceso cierto. Hacía cientos de miles de años que la tierra no temblaba a tal escala. Por ello, después de su nombramiento, el presidente Wilcox decidió adoptar medidas de prevención especiales ante la posibilidad de que se produjese un acontecimiento devastador a nivel global, así que no eran extrañas las órdenes facilitadas a los directores de las principales agencias gubernamentales, instándoles a mantener un estado de especial alerta.
A primera hora de aquella mañana, el director Carber había recibido instrucciones expresas de la Casa Blanca de mantener abierta una línea de comunicación directa con las autoridades francesas e italianas, a la vista de los acontecimientos ocurridos la madrugada anterior, algo que, en principio, escapaba de la competencia atribuida a una agencia federal, cuya función primordial era la coordinación de situaciones de emergencia dentro del territorio de los Estados Unidos.
Sin embargo, el presidente Wilcox tenía muy presentes las promesas que había hecho a sus aliados europeos en el mismo momento en que ganó las elecciones presidenciales, cuando aseguró que jamás abandonaría a su suerte a sus socios del otro lado del Atlántico en previsión de que tuviese lugar una eventualidad catastrófica y devastadora de carácter inminente en el planeta. En su momento nadie entendió aquel comentario e, incluso, los asesores del presidente tuvieron que salir al paso de aquellas manifestaciones, dando explicaciones banas sobre el sentido intrínseco de lo que Wilcox quiso decir con sus palabras, aunque, en realidad, fueron peores las explicaciones que el propio comentario en sí.
¿A qué podría referirse el presidente? ¿Acaso antes de tomar posesión de su cargo y ocupar el sillón en el Despacho Oval había sido conocedor de algo que el resto de mortales desconocía, o simplemente pretendía atribuirse un protagonismo mesiánico, valiéndose de informaciones privilegiadas pero sustentadas en simples bulos científicos? Lo cierto es que pocos meses después de su nombramiento Europa se vio sacudida por el mayor episodio de actividad sísmica de su historia más reciente.
¿Tenían aquellos acontecimientos algo que ver con el contenido oculto del enigmático mensaje lanzado por Wilcox el día de su toma de posesión? Esa era una pregunta para la que aún no se tenían respuesta; sin embargo, William Carber tenía muy presentes sus prioridades y sabía que se debía, en primer lugar, a los ciudadanos estadounidenses, aunque si el presidente le ordenaba mantener una línea directa de comunicación con sus aliados europeos, así lo haría, pero sin descuidar por ello el sentido y la razón de ser de la existencia de la propia agencia, que no era otro que el de mantener todos su medios alerta y preparados ante cualquier eventualidad de carácter catastrófico que pudiese producirse dentro de territorio americano.
Carber era director de una de las agencias gubernamentales más importantes de los Estados Unidos: la FEMA. Se trataba de la Agencia Federal para la Gestión de Emergencias, un organismo que dependía del Gobierno Federal y que se había creado para dar respuesta a situaciones de emergencia y desastre nacional.
Dado que hasta el momento de su creación esas actividades habían estado fragmentadas entre diferentes organismos independientes, lo que les restaba eficacia, se decidió crear la agencia a través de un decreto presidencial dictado en 1979, por el que se ordenaba la fusión de muchas de las responsabilidades relacionadas con las situaciones de desastre nacional en una nueva agencia federal que gestionaría el manejo de emergencias.
Este nuevo organismo había absorbido lo que en tiempos fueron las actividades de la Administración Federal de Seguros; de la Administración Nacional de Prevención y Control de Incendios; del Programa de Preparación de la Comunidad del Servicio Meteorológico Nacional; de la Agencia Federal de Preparación de la Administración de Servicios Generales y de la Administración Federal de Asistencia en Desastres del HUD.
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