Alberto Fernández Rhenz - Equilibrium

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Miriam y Leo son dos jóvenes que cruzan sus destinos una noche en la que se produce un acontecimiento devastador en la ciudad de Castellón de la Plana. Juntos vivirán momentos difíciles junto a otro grupo de supervivientes a la catástrofe con los que compartirán sus vidas. Mientras, el planeta pasará por un momento de especial inestabilidad física que tendrá su culminación en el incidente de Castellón.Por su parte, los miembros de un antiguo grupo de estudiantes universitarios, llegada su madurez, intentarán sacar a la luz los problemas que acechan a la Tierra y el peligro que atraviesa la estabilidad de la especie humana. El afán de Alexander Grodding y Willian Carber llevará a los Milenaristas a tomar una decisión fundamental para la Tierra, nuestro hogar. La realidad nunca será lo que parece y nadie confiará en nadie. A través de la páginas de la novela se irán desarrollando acontecimientos que pondrán al descubierto la existencia de algo más que un problema físico que afecte a nuestro planeta.

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Unos escalones más arriba se adivinaban tirados en el suelo varios objetos: unas gafas de aumento pisadas, un viejo bastón partido, papeles, bolsas de plástico, botellas de cristal rotas y restos de envoltorios de comida preparada; todo un collage de prisa, desorden e improvisación.

Al llegar al rellano que daba acceso a la primera planta del edificio, se apreciaba una bifurcación en dos pasillos, uno a mano derecha y otro a mano izquierda. Un profundo olor putrefacto delataba lo que podíamos encontrar si tomábamos dirección al pasillo de la derecha. En aquella zona, las autoridades instalaron una improvisada morgue durante las primeras horas de desconcierto. Allí se apilaban los cadáveres de cuantos habían sucumbido a la deflagración y que fueron recogidos en la calle por los primeros efectivos de los servicios de emergencia que prestaron su auxilio instantes después de la catástrofe. Esa circunstancia empujaba instintivamente a dirigir los pasos hacia el pasillo de la izquierda, que a su vez daba acceso a una escalera que recorría el resto de las plantas del edificio.

Al final de un largo pasillo interior se accedía a una sala diáfana en la que se hacinaban colchones, colchonetas y algunos sacos de dormir. El resto de aquel viejo inmueble advertía las huellas de la desbandada general provocada por el pavor y el miedo, algo que se había reproducido en el resto de la ciudad.

Lo que en su momento debió de ser un improvisado dormitorio comunitario ahora se asemejaba a un mercado persa en el que podían encontrarse saldos de ropa, calzado y otros complementos de vestir, precipitadamente abandonados.

Las autoridades habían declarado el estado de emergencia y habían dispuesto distintos puntos de encuentro y de atención a las víctimas. Uno de ellos era el situado en aquel edificio oficial de la avenida de Lidón. El silencio reinaba en aquel viejo caserón convertido en improvisado refugio. Se trataba de un antiguo edificio que, en sus días de mayor gloria, llegó a albergar los Servicios Agrarios Municipales del Ayuntamiento de Castellón y un irrelevante organismo de la Generalitat Valenciana.

A espaldas del edificio se encontraba la plaza de María Agustina, lugar donde se ubicaba la antigua Subdelegación del Gobierno y en cuya fachada se podían apreciar algunas pintadas realizadas en color rojo y negro, que hacían alusión a la incompetencia de las autoridades, y otras proclamas malsonantes y desahogadas.

Se advertía algo inquietante: no podía oírse a ninguno de los cientos de pájaros que siempre reposaban en el enorme ficus centenario que reinaba impertérrito desde tiempo inmemorial en la plaza. Es más, era complicado encontrar el menor atisbo de aquello que algún día hubiese podido conocerse como vida.

Instantes posteriores a la deflagración, Leo recordaba los primeros consejos que facilitaron las autoridades a través de los medios de comunicación y mediante los conductos oficiales. Se prohibió a la población salir de sus domicilios y se pidió a los ciudadanos que esperasen en sus casas a que los servicios de emergencias hicieran su trabajo. La fuga de ácido clorhídrico había sido de tal magnitud que las consecuencias no tardaron en comprobarse.

El estallido de varios depósitos de ese veneno invisible dentro de la fábrica petroquímica del Grao, adyacente al puerto, había convertido aquel compuesto en un aerosol letal que hizo su trabajo de forma eficaz y certera. Tras el siniestro, todo aquello que se encontraba a menos de tres kilómetros fue pulverizado. Los servicios de emergencias colapsaron pasada una hora desde la explosión y se disipó cualquier atisbo de control sobre la situación. La gente moría por las calles, en sus casas o dentro de sus vehículos; allí no existía lugar seguro. La inhalación del vapor de la solución de ácido clorhídrico, sumada al calor de la explosión, provocó en los afectados un considerable cúmulo de síntomas, como irritación nasal, garganta inflamada, sofocamiento, tos y dificultad para respirar.

Se aventuraba el peor de los escenarios. Aquel compuesto provocó en las víctimas una acumulación de fluido en los pulmones y edema pulmonar; no obstante, aquello debía ir acompañado de algún otro agente corrosivo que destrozaba desde el interior a cualquier ser viviente que hubiese inhalado su mortífero hedor.

En cuestión de seis horas, Castellón se había convertido en la zona cero del comienzo del fin. Lo que en un principio se suponía un desgraciado accidente en la planta petroquímica del Grao, con el paso del tiempo fue tornando en un acto intencionado. Los muertos se contaban por miles; sin embargo, la destrucción que causaron aquella deflagración y el posterior escape tóxico no encajaba únicamente con la explosión de un depósito de ácido clorhídrico; es más, para que se hubiese podido llegar a una deflagración de esa envergadura debían haber coincidido otro tipo de compuestos químicos en gran cantidad.

Los comunicados oficiales posteriores a la explosión se habían limitado a justificar aquel acontecimiento como un accidente acaecido en una planta química cercana al Grao de Castellón. Pese a ello, nadie pudo explicar la potencia ni la intensidad del resplandor que causó la explosión que se observó desde localidades cercanas, como La Vila Real, Nules y Benicassim. Muchos vecinos dijeron haber visto una llamarada que se expandía hasta el cielo y una nube blanca a su alrededor que ganaba gran altura.

Todo eran conjeturas. El caos se apoderó del lugar. Las autoridades se vieron desbordadas por la magnitud de los acontecimientos y la ayuda tardó en llegar. Algunas informaciones hablaban incluso de que se había producido también otra explosión en una refinería en la cercana ciudad valenciana de Sagunto. La confusión era general y la información llegaba con cuentagotas. Únicamente una agencia independiente de noticias se atrevió a proporcionar, varias horas después el suceso, una información diferente a la facilitada por los canales oficiales: «La agencia New Line Time Press, según fuentes científicas consultadas, tuvo conocimiento de que las magnitudes físicas que se habían detectado en el momento de la explosión solo podían deberse a la deflagración de miles de kilos de TNT, algo que solo podía originarse a través de una reacción nuclear de grado medio».

Esa teoría resultaba ser acertada desde el momento en que los marcadores de radiación en media Europa se habían disparado después de la explosión de Castellón. Los datos habían sido recogidos en distintas estaciones de medición situadas en Francia y Alemania, instalaciones que se integraban en la Organización para la Prohibición Total de Pruebas Nucleares, con sede en Viena. Allí contaban con equipos de última tecnología que requerían una atención científica local para poder transmitir datos todos los días del año hacia la central del organismo. Por ello, sus mediciones debían ajustarse a la realidad hasta límites insospechados. A través de ellas pudo determinarse la presencia de partículas radiactivas en las capas altas de la atmósfera en la costa mediterránea española y que el nivel de contaminación alcanzado no era natural.

En el caso de la explosión de Castellón, la energía liberada debió de ser algo superior a un kilotón, pero con la suficiente potencia como para causar daños generalizados en un perímetro de algo más de tres kilómetros y para hacer saltar las alarmas de detección radiactiva en media Europa.

Los reporteros de la agencia New Line Time Press aseguraban que una explosión de un kilotón de TNT podría ser, más o menos, equivalente a un terremoto de magnitud 4, lo que podía coincidir con la magnitud del temblor que había experimentado Castellón después de la explosión ocurrida en la madrugada del lunes. Aquello corroboraba las primeras informaciones que consideraban que el temblor no había sido el causante de la explosión en la planta química, sino que el proceso fue a la inversa y que fue tras la explosión cuando se produjo el temblor de tierra.

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