Durante más de tres años, varios equipos compuestos por decenas de científicos habían trabajado sobre el terreno: unos en Europa, África y Asia y otros en territorio de los Estados Unidos, Sudamérica y Oceanía. Habían recopilado un mar de datos y aportado miles de valoraciones físicas, todos ellos suficientes como para sacar punta a lo que podía ser la noticia entre las noticias.
El cúmulo de informaciones compiladas, relacionadas con la inestabilidad que estaba sufriendo la corteza terrestre, iban en aumento. Pero la cuestión era encontrar, sin género de dudas, las causas de dicho cambio planetario, algo que conllevaría un precioso tiempo del que la humanidad ya no disponía.
Los grupos de trabajo de Grodding coincidían en que la posibilidad de que se estuviese fraguando un cambio en la orientación de la polaridad planetaria era poco probable, y no consideraban que, por tanto, aquella fuese la causa del aumento de la actividad sísmica en del planeta. Dicha hipótesis no podía ser científicamente constatada pero, sin embargo, abrieron una línea de investigación que ponía de manifiesto una relación directa entre el aumento de la actividad sísmica y la actividad solar.
A Grodding le causó especial sorpresa comprobar cómo las versiones que estaban facilitando al respecto los diferentes organismos oficiales y agencias espaciales coincidían con la información de la que él mismo disponía a través de un proyecto que pensaba dar a conocer a la opinión pública mundial en pocos días. Sin embargo, el Irlandés disponía de informes secretos que llegaban a la conclusión de que el cambio que estaba experimentando el planeta no tenía un origen natural y que estaba siendo provocado por un plan sistemático y programado. De ahí la importancia de dar a conocer aquella información a la opinión pública. Ese fue el motivo de la precipitada convocatoria del Grupo de los Milenaristas en Ginebra.
Ante el giro de los acontecimientos, Grodding decidió ponerse en contacto con su viejo amigo Thomas Torgessen, científico y catedrático de la Universidad de Stavangen que se había ocupado de coordinar y organizar los distintos grupos de trabajo junto con Alfons Demirel. Grodding necesitaba tener de primera mano la confirmación de que los datos que arrojaba el informe se ajustaban a la realidad.
Torgessen y Grodding se conocían desde su época universitaria. El noruego era un científico vocacional y un apasionado oceanógrafo que había flirteado en tiempos con el mundo de la política. Como miembro militante del Partido Verde, fue Ministro de Medio Ambiente en Noruega durante tres años, y en la actualidad era director de un grupo de investigación multidisciplinar adscrito al Departamento de Biología Oceánica de la Universidad de Stavangen.
Ambos se conocieron en Oxford en 1968 y trabaron una gran amistad. Les unían las mismas inquietudes renovadoras y modernistas, nacidas en aquella generación al albor de los nuevos tiempos, pasado el oscuro periodo de posguerra. Las nuevas corrientes de pensamiento habían calado en aquella generación de estudiantes que estaban llamados a ser el ariete que nos facilitaría la entrada en el cercano siglo XXI. Europa se había pasado gran parte de su historia desangrándose en guerras fratricidas y, ahora, a punto de comenzar la década de los setenta, un nuevo espíritu de concordia y colaboración impregnaba gran parte de los Estados europeos, que hasta entonces solo habían entendido como solución a sus problemas el enfrentamiento militar. El nacimiento del germen de una gran Europa unida era inquietante y apasionaba a los entonces europeístas más visionarios.
Thomas Torgessen amaba su tierra, sus islas entre montañas escarpadas, sus fiordos situados entre acantilados profundos, sus caminos enrevesados, sus glaciares y los cielos embellecidos por el resplandor de las auroras boreales. Noruega era un país con gran parte de su territorio ubicado en zonas glaciales, un territorio vasto y poco poblado. Torgessen adoraba la naturaleza que le rodeaba pero sobre todo amaba el mar, aquel mar de un azul oscuro intenso y profundo. Se sació estudiándolo, amándolo, viviéndolo, sintiéndolo, y cuando hubo satisfecho su curiosidad, se encerró en un oscuro despacho y brindó el resto de su vida a salvarlo de la acción del hombre, a apartarlo de las garras de aquella especie que llevaba menos de 100.000 años sobre la tierra y que se había arrogado el título de dueña y señora de todo cuanto había en aquella maravillosa y frágil esfera azul.
Desde su acceso a la política, Torgessen intentó sensibilizar al pueblo noruego de la importancia que debía darse al respeto de los distintos ecosistemas que coexistían en el país. Como diputado del Partido Verde, en coalición con los socialdemócratas, fue nombrado Ministro de Medio Ambiente. Desde el poder, impulsó una política de defensa y conservación de las especies que habían adoptado aquellas aguas y aquellas tierras como su santuario de vida.
Su trabajo al frente del ministerio caducó en menos de tres años, harto de darse golpes contra el muro de la incomprensión mostrada por sus colegas europeos y seriamente afectado por los desengaños políticos sufridos dentro de su propio país. Siempre cansado de remar a contracorriente, Torgessen abandonó la política y se encerró en sí mismo, en sus estudios y en su bendita universidad. Stavangen era su santuario y aquella universidad era lo que le quedaba en su vida. Nunca se planteó formar una familia, el trabajo absorbió su tiempo por completo y se convirtió en un ermitaño que consagró el resto de su vida a la investigación y al conocimiento.
Desde que abandonó la vida pública, Torgessen volcó todos sus esfuerzos en la investigación y siendo todavía catedrático en la Facultad de Ciencias y Biología de la universidad, solicitó una excedencia para llevar a buen puerto uno de los proyectos de investigación más ambiciosos que jamás le habían planteado. Debía estudiar la situación de los ecosistemas marinos a nivel planetario y valorar sus posibilidades de supervivencia en relación con la ausencia de sostenibilidad de la actividad humana.
Cuando Grodding tuvo conocimiento de las conclusiones de aquel informe, no pudo por menos que releer el contenido de un pasaje de las mismas:
«Los cambios que estaba experimentando el planeta a escala global, el aumento de la actividad sísmica en todos los continentes, el evidente agotamiento de los recursos naturales, la esquilmación de los bosques tropicales (en especial la deforestación experimentada en la selva amazónica) y el agotamiento de las especies marinas por una brutal sobreexplotación, sin que se respetasen las épocas de veda reservadas a la época de cría, estaban llevando al planeta a un punto de no retorno […].
Se estaba experimentando un cambio inexorable en el rumbo de los ciclos solares que las agencias oficiales no querían reconocer (sobre todo la NASA), cambio que estaba afectando de forma indefectible a la estabilidad de las placas continentales y actuando sobre el campo magnético terrestre […]».
Mansión de Grodding, campiña de Gales, verano de 2017
Carber leía de forma despreocupada la prensa del día sentado en una terraza exterior situada frente a un hermoso jardín, mientras tomaba un café que desprendía un intenso aroma. Con el paso de los años, la relación entre los cinco milenaristas había perdido frescura. Pese a ello, todos mantenían una conexión especial y les unía un interés común; sin embargo, Carber y Grodding conservaban desde su época universitaria una profunda amistad que se había ido reforzando con el paso de los años. Por ello, cuando el director de la FEMA recibió la invitación de su amigo, no pudo resistirse a la idea de pasar unos días con su mujer Martha en la campiña galesa junto a su viejo amigo. Además, sentía la necesidad de tomarse un respiro, apartar la agencia de su cabeza y dejar de lado las presiones de su cargo durante una semana.
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