Las vocales malditas
Óscar de la Borbolla
(Fragmentos)
Cantata a Satanás
Abraham amaba a Sara cada mañana clara: pasaba la manaza, arañaba la lana, arrancaba la bata, la abrazaba; clavaba las garras hasta matarla. Sara atarantada callaba harta, Abraham la cansaba.
El hereje rebelde
En el verde césped del edén, célebre sede de creyentes, el decente Efrén se estremece. Tres deberes del mes lee en el templete del regente: “Defender el vergel del Hereje Rebelde, tener fe en el celeste Jefe de tez perenne, ser excelente”.
Mimí sin bikini
Insistir, ¿Crispín?… Mi visir, mi bichín, mi cid: si sin ti viví difícil chipichipi sin fin: crisis y crisis: bilis, rinitis, tisis. (Snif, snif.)
—…
—¡Fingir!, ¿fingir mis crisis?… ¿Ni tisis, ni rinitis, ni bilis? ¡Sífilis! … ¡Cistitis!… ¡Sífilis, Crispín!… ¿Infringir mi civil vivir?, ¿crispir mi hipil?… Si sin ti, ni vi films. Viví gris sin brindis ni picnics… Si inhibí mi ji ji y vi mi fin… Sí, Crispín, vi mi fin y mi tris…
Los locos somos otro cosmos
Otto colocó los shocks. Rodolfo mostró los ojos con horror: dos globos rojos, torvos, con poco fósforo como bolsos fofos; combó los hombros, sollozó: “No doctor, no… loco no…” Sor Socorro lo frotó con yodo: “Pon flojos los codos —rogó—, ponlos como yo. Nosotros no somos ogros”. Sor Flor tomó los mohosos polos color corcho ocroso; con gozo comprobó los shocks con los focos: los tronó, brotó polvo con ozono.
Un gurú vudú
Un gurú vudú, un Duvulur, supusu un mundu futuru mu suyu; un mundu cuyu multutud frustrudu pur sus Tuntuns Mucutus nuncu luchuru, nuncu junturu sus músculus puru hundur su curul. Su tutur, Pupú Duc, un sultún mu crul, un furúnculu du Luzbul, fundú su brutul club cun un grupúsculu du brujus du truculuntus trucus cun sustu vudú. Muchus uñus ul publu sufrú pústulus, sudú jugus púrpuru, tuvu tumurus du pus, susurrú su runcur, su humbru, su murtu, su cruz.
4. Ahora reúnete con un compañero. Entre los dos traten de encontrar el sentido de uno de los textos y escriban un breve relato sobre los personajes y la situación que se esboza.
Ejercicio 2. El ritmo y la cadencia del texto
Hay aspectos del texto que pasarían desapercibidos si no se leyera en voz alta, como el ritmo, la musicalidad, las rimas, por ejemplo.
El ritmo de la lectura es la forma como se distribuyen los sonidos de las letras y sílabas, los acentos y las pausas. Estos aspectos del escrito marcan el compás y la cadencia con que debe leerse.
Practica el ritmo de la lectura con el siguiente canto del escritor cubano Nicolás Guillén, quien integró a sus composiciones poéticas los ritmos de los naturales de la isla.
1. Lee el canto en voz alta varias veces siguiendo el ritmo que marcan las palabras y los versos.
2. En grupo, organizados por su maestro, traten de memorizar el canto (algunos versos por subgrupos) para interpretarlo como si fuera una composición a varias voces; pueden incluir percusiones donde prefieran. El ritmo del propio texto les ayudará a memorizarlo y caracterizar su interpretación.
Canto negro
Nicolás Guillén
¡Yambambó, yambambé!
Repica el congo solongo,
repica el negro bien negro;
congo solongo del Songo
baila yambó sobre un pie.
Mamatomba,
serembe cuserembá.
El negro canta y se ajuma,
el negro se ajuma y canta,
el negro canta y se va.
Acuememe serembó
aé,
yambó,
aé.
Tamba, tamba, tamba, tamba
tamba del negro que tumba;
tumba del negro, caramba,
caramba, que el negro tumba:
¡Yamba, yambó, yambambé!
3. Escucha en YouTube este poema en la voz del poeta, así como versiones musicalizadas por distintos grupos.
4. Investiga en internet u otros medios sobre el poeta, la historia de Cuba y sus ritmos autóctonos. Después, comenten en grupo por qué creen que tituló así su poema y le dio ese ritmo.
Pero no pienses que sólo los poemas en verso y las canciones tienen musicalidad y ritmo. Estas características también son propias de algunos textos en prosa, como el siguiente que te invitamos a leer.
1. Lee en voz alta, cuidando el ritmo y la entonación.
Mariposa de obsidiana
Octavio Paz
Mataron a mis hermanos, a mis hijos, a mis tíos. A la orilla del lago Texcoco me eché a llorar. Del peñón subían remolinos de salitre. Me cogieron suavemente y me depositaron en el atrio de la Catedral. Me hice tan pequeña y tan gris que muchos me confundieron con un montoncito de polvo. Sí, yo misma, la madre del pedernal y de la estrella, yo, encinta del rayo, soy ahora la pluma azul que abandona el pájaro en la zarza. Bailaba, los pechos en alto y girando, girando, girando hasta quedarme quieta; entonces empezaba a echar hojas, flores, frutos. En mi vientre latía el águila. Yo era la montaña que engendra cuando sueña, la casa del fuego, la olla primordial donde el hombre se cuece y se hace hombre. En la noche de las palabras degolladas mis hermanas y yo, cogidas de la mano, saltamos y cantamos alrededor de la única torre en pie del alfabeto arrasado. Aún recuerdo mis canciones:
Canta en la verde espesura
la luz de garganta dorada,
la luz, la luz decapitada.
Nos dijeron: una vereda derecha nunca conduce al invierno. Y ahora las manos me tiemblan, las palabras me cuelgan de la boca. Dame una sillita y un poco de sol.
En otros tiempos cada hora nacía del vaho de mi aliento, bailaba un instante sobre la punta de mi puñal y desaparecía por la puerta resplandeciente de mi espejito. Yo era el mediodía tatuado y la medianoche desnuda, el pequeño insecto de jade que canta entre las yerbas del amanecer y el zenzontle de barro que convoca a los muertos. Me bañaba en la cascada solar, me bañaba en mí misma, anegada en mi propio resplandor. Yo era el pedernal que rasga la cerrazón nocturna y abre las puertas del chubasco. En el cielo del Sur planté jardines de fuego, jardines de sangre. Sus ramas de coral todavía rozan la frente de los enamorados. Allá el amor es el encuentro en mitad del espacio de dos aerolitos y no esa obstinación de piedras frotándose para arrancarse un beso que chisporrotea.
Cada noche es un párpado que no acaban de atravesar las espinas. Y el día no acaba nunca, no acaba nunca de contarse a sí mismo, roto de monedas de cobre. Estoy cansada de tantas cuentas de piedra desparramadas en el polvo. Estoy cansada de este solitario tronco. Dichoso el alacrán madre, que devora a sus hijos. Dichosa la araña. Dichosa la serpiente, que muda de camisa. Dichosa el agua que se bebe a sí misma. ¿Cuándo acabarán de devorarme estas imágenes? ¿Cuándo acabaré de caer en esos ojos desiertos?
Estoy sola y caída, grano de maíz desprendido de la mazorca del tiempo. Siémbrame entre los fusilados. Naceré del ojo del capitán. Lluéveme, asoléame. Mi cuerpo arado por el tuyo ha de volverse un campo donde se siembra uno y se cosechan ciento. Espérame al otro lado del año: me encontrarás como un relámpago tendido a la orilla del otoño. Toca mis pechos de yerba. Besa mi vientre, piedra de sacrificios. En mi ombligo el remolino se aquieta: yo soy el centro fijo que mueve la danza. Arde, cae en mí: soy la fosa de cal viva que cura los huesos de su pesadumbre. Muere en mis labios. Nace en mis ojos. De mi cuerpo brotan imágenes: bebe en esas aguas y recuerda lo que olvidaste al nacer. Yo soy la herida que no cicatriza, la pequeña piedra solar: si me rozas, el mundo se incendia.
Toma mi collar de lágrimas. Te espero en ese lado del tiempo en donde la luz inaugura un reinado dichoso: el pacto de los gemelos enemigos, del agua que escapa entre los dedos del hielo, petrificado como un rey en su orgullo. Allí abrirás mi cuerpo en dos, para leer las letras de tu destino.
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