[Víctor Roura - Treinta decasilabos descalzos

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Treinta decasilabos descalzos: краткое содержание, описание и аннотация

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Treinta decasilabos descalzos, de Víctor Roura. Una relación muerta no puede ser revivida ni con palabras de aliento, a menos que ambos amantes quieran proseguir indiferentes con el simulacro.

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4. En el primer osado plañido

5. Como la descalza primavera

6. Muertos, bien muertos una y otra vez

I. Divertimiento urgente

e insensato

1

Incluso sin sangre aún palpitan

Dos cuerpos nunca, jamás, son uno.

Y que me lo diga enfrente mío

quien asegure ese tal escándalo.

Por supuesto, hacer el amor no

une a dos personas sino acaso

de manera fugaz, momentánea,

aunque hay los que escapan de ese rito:

vaya uno a saber cómo demonios

permanecen intactos, inmunes,

invulnerables, indiferentes.

Salen ilesos de los ardores

corporales, lejos de las llamas

que incendian, ¡ay!, a los corazones

que, incluso sin sangre, aún palpitan.

Un cuerpo no lo arman dos figuras

en movimiento; sólo aparentan

un pétreo enlace, una conjunción

tonal en perfecta simetría.

¿Quién, pregunto, de los sumergidos

está más compenetrado, más

inmerso en el otro, ajeno, cuerpo?

¿El que ama, tal vez, o el que es amado?

¿Puede amar acaso el que es amado

más que el que ama con todas sus células?

Quizá pierden menos los que no aman

(o no pueden amar, que es distinto):

por eso se dejan querer, débiles;

por eso sus simulacros cálidos

pasan por verídicos, genuinos,

axiomáticos, certificados.

Pero ellos únicamente saben,

pueriles e intensos, que el amor

es sólo un divertimiento extraño:

ingenuo y recio, urgente e insensato,

que eso representa muchas veces

el amor en su hosco anudamiento.

2

Huye el torrente de la pasión

Una hoja, postrada en una lápida,

tiembla inmovilizada, vencida.

Breve colibrí en una estampida

de una dicha domada, invadida.

Elementos inertes, carnada

de lenguas mancilladas, morada

de muertas naturalezas, nada

retorna al amor ciega, callada,

sorpresivamente: entonces huye

el torrente de la pasión, fluye

el rumor acrisolado, arguye

el inopinado silencio, huye

la palabra, el gesto, el reconcomio.

Conduce el amor al manicomio

(¿duerme al despertar?, ¿despierta insomnio?,

¿celebratorio, enfermizo, momio?),

pero también a la negra tumba.

Aturde el sentimiento, retumba

en la cabeza, arde, explota, zumba:

nace, vive y de nuevo a la tumba.

Una hoja, un colibrí, una morada,

elementos inertes, carnada

enferma, sorpresiva y callada:

aprensión invisibilizada.

3

Pared blanca con niña en la cuerda

Dice la gente que las paredes

se pintan de blanco para darles

luz a las casas. Puede ser. Yo

las pinto de blanco por razones

diferentes. Para que me escriban

dos o cinco poemas, por ejemplo.

Una mujer que se dice tonta

vino a mi casa. Le hablé de barcos

solitarios que navegan en

los jardines, de árboles que crecen

en la palma de la mano izquierda;

de hormigas que en los anocheceres

con sus cánticos hacen cosquillas,

de monstruos que habitan al cerrar

los ojos. De su desnudez en

mis labios entreabiertos. Le hablé

también de los trenes que recorren

mi cuerpo y de los vientos que silban

con violencia cada amanecer.

Pero ella sólo miraba las

paredes blancas. “Voy a escribir

un poema”, dijo. Entonces le di una

pluma, en el preciso momento en

que un tren empezaba a circular

en mis brazos rumbo a no sé qué

destinos. Escribió en la pared:

“No lo digo porque tú me lo

dijiste. Cree lo que quieras, pero

esto es verdad: ese hermoso día

quise besarte, vive Dios, porque

sí”. Vi de nuevo la pared blanca.

Ciertamente, las paredes blancas

dan más luz a una casa. Apagué

la lámpara. Y me puse a inventar

un cuento. Nada más para mí.

Un relato donde nadie hablara,

sino sólo se contemplara una

pared blanca. Ella se tendió, mientras,

en la alfombra. Para contarse un

lírico cuento también, supongo.

Pregunta, de pronto, ¿qué hay detrás

de esa pared blanca? La miro, a ella.

Y luego a la pared blanca. Hay una

niña saltando la cuerda, digo,

y hay un enloquecido arlequín

tomando una espumosa cerveza,

un matemático de una raíz

cuadrada ocultándose, una dama

bebiendo agua en ríos silenciosos

y dos amantes, le digo, amándose

con violencia edulcorada, como

nunca lo haremos, mujer, tú y yo.

4

Notas sordas, sutiles, de un piano

Yo no sé si estoy en un desierto

pero no miro a mi alrededor

un árbol, tampoco una montaña,

ni arena en mis pies, ni un ser humano,

no oigo una voz, no miro una casa,

ni el bruñido murmullo de un río,

ni el terso silbido de los pájaros,

no siento mi cuerpo, ni el sonido

del viento.

§

Me levanto sin prisa.

Escucho, sordas, las notas de

un piano: nimias, finas, sutiles.

Las cortinas se encuentran cerradas.

La luz del sol está fuera, no entra;

luz apenas percibida, es nada.

Oscuridad, tibia oscuridad.

Quiero dormir con los ojos tensos.

Pienso en una sonrisa que no es

la mía. Miro un papiro de

Giza en un libro caído al suelo.

Miro un lápiz que no tiene punta.

Veo unos ojos que no están conmigo.

Las notas del piano inundan, lentas,

la alcoba, la casa, el corazón.

§

Descansa, atónita, la palabra,

que la han mencionado sin rubor.

Han gritado: “¡El futuro se labra,

mujer, con un poco de pudor!”

¿La palabra, acaso, es pudorosa?

Me espino mil veces en la rosa.

Como todos, olvida el decoro.

Vamos, vamos a cantar en coro:

“En el amor ninguna caricia

vale menos, ¡ay!, que la avaricia”.

Labra la palabra pudorosa.

Y ella, airada, se espina en la rosa.

§

¿Quién no quiere correr en un bosque

con lluvia, escalar cerros pequeños,

subir a la rama de ese árbol,

el más alto, acostarse en la yerba

a la sombra de una nube volátil,

escuchar el sonido de un río,

oír el diálogo del amor

que no —nunca, nunca— se ha tenido?

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