Y así fue. A los pocos días Raúl volvió a la clínica para sonsacarle el número de teléfono a la fisioterapeuta que los había tratado a los dos.
—Dolores, no seas así. No se lo voy a decir a nadie, pero necesito su número, por favor.
—Raúl, te conozco lo suficiente para saber que no te tomas nada en serio, empezando por tu propia salud. ¿Has seguido haciendo los ejercicios?
—No me cambies de tema. Después me regañas, pero dame el número.
—¿Por qué esa insistencia? Si ella no te soportaba. ¿No te has dado cuenta en estos tres meses? Siempre ha dicho que eras un niño de papá, un pijo repelente, prepotente y creído.
—Eso me está doliendo, así que merezco una recompensa por tus hirientes palabras —le dijo en tono irónico y con intento de poner cara de pena.
—Está bien, pero esta conversación nunca ha existido. Aquí lo tienes. Fotografía la tarjeta de paciente y vete.
—Dolores, eres la mejor. Sin duda, Dios te lo va a compensar con muchos hijos.
—Vete y no digas tonterías. Pero una cosa te digo, como mujer y como madre tuya que podría ser: no es de las tuyas, no es tu tipo.
—¿Y cuáles son de mi tipo? —Le dedicó la mejor sonrisa picarona.
—Sabes a lo que me refiero. Esta chica no te va a ser nada fácil. No es para nada hueca y es de las que te cortan el rollo rápido.
—Me gustan los retos —exclamó mientras le daba un beso en la frente y se fue de la consulta.
No esperó ni siquiera a salir por la puerta principal del hospital cuando ya estaba llamando; sin embargo, no tuvo fortuna y la chica no se lo cogió hasta el día siguiente por la noche. Tardó todo un día, para desesperación de Raúl, quien no pudo evitar que se le notara cuando por fin le cogió el teléfono:
—Sí, dígame.
—Rubia, ¿tú que pasa? ¿Que no sueles devolver las llamadas perdidas?
—¿Raúl? —La chica se mostró totalmente sorprendida.
—Así me llamo. ¿Qué tienes que hacer esta noche?
—Pues acostarme, mañana tengo clase. Te recuerdo que estoy en bachillerato y tengo selectividad en un mes.
—Es verdad, que eres toda una baby —bromeaba por la diferencia de cinco años.
—¿Me has llamado para decirme tonterías? ¿Qué quieres? ¿Y cómo tienes mi número?
—¿Te apetece ir a cenar este sábado?
—Prefiero comer. Por la noche he quedado para salir. ¿A qué hora?
—Te recojo a la una en el parque de la otra vez.
—Vale. —Colgó sin dar oportunidad de decirle nada más.
Durante mes y medio estuvieron quedando los sábados para comer y besarse a ratos. Se mandaban mensajes casi todos los días, cuyo contenido no era más que burlas del uno hacia el otro, junto con las trivialidades que les pasaban a lo largo del día, provocando el mismo efecto en ambos: una sonrisa pura, sincera, y la sensación de que algo más se estaba gestando.
El sábado siguiente de la Noche de San Juan quedaron a cenar y posteriormente decidieron irse a un mirador en la montaña donde poder hablar, hacer y deshacer sin dar explicaciones. Allí, nada más salir del coche, la chica se apoyó en el capó. Raúl, muy peliculero, comenzó diciendo lo bonitos que estaban el cielo y las estrellas hasta que, de repente, se giró hacia la chica y se colocó frente a ella, rozando nariz con nariz:
—¿Sabes una cosa? Eres como el vino: de las que mejoran cuando se las conoce y de las que van a madurar muy bien.
Acto seguido la besó, cogiendo con su mano derecha su cuello y mejilla mientras con la izquierda acercaba su cuerpo al suyo. Ella, totalmente receptiva, rodeó con sus piernas la cintura de él mientras le metía la mano en el bolsillo trasero para acercarlo aún más. Tras varios minutos en los que las chispas no paraban de saltar entre ambos, besándose en la boca y el cuello, de nuevo y de repente ella le mordió el labio; inmediatamente, él abrió los ojos y, con sus manos aún en su cuello y cintura, le dijo:
—Ni se te ocurra, rubia.
La chica, entre risas, le volvió a morder, pero esta vez más lentamente, y en un susurro le dijo:
—Era broma, rubio.
Cuando acabaron, Raúl se tumbó y rodeó con su brazo a la chica, besándola de nuevo en los labios y la frente; sin embargo, ella se levantó y comenzó a vestirse.
—¿Dónde vas? —preguntó con cara de preocupación.
—Ha valido la pena la espera, ¿no? Pero ya tienes lo que querías, ¿no? Pues entonces me voy.
—Yo no he dicho eso en ningún momento. —Se quedó totalmente incrédulo.
—Raúl, en todos estos meses te he escuchado decir mil barbaridades sobre todas aquellas chicas con las que te acuestas y cómo ninguna significaba nada. Sé que soy una más; soy consciente de ello desde la noche del parque. Pero no te preocupes. Cada uno lleva la vida que quiere.
—Pero… Pero… Rubia. —No podía decir una frase completa. Los nervios no le dejaban vocalizar bien; estaba totalmente sorprendido.
—No te preocupes, que hay una parada aquí. Aquí tienes una amiga para lo que necesites, ya lo sabes.
Le dio un beso y se fue.
Esa noche, al llegar a casa, la conversación entre los dos amigos fue totalmente distinta a la del comienzo:
—Me gusta la niñata, Germán. Y no sé qué hacer.
—Normalmente, y es algo que ya sabes porque no llevas soltero toda tu vida, cuando te gusta alguien intentas salir con esa persona. Seguramente se te habrá olvidado, pero yo te lo recuerdo. —Su tono irónico crispó a Raúl.
—Muy gracioso, pero ella no está receptiva a tener nada conmigo.
—No, Raúl. No está receptiva a ser una más. Simplemente te está diciendo que no es fácil; no es una chica de una noche. Tú eres quien debe decidir si lo es o no.
—Cuatro años estudiando Psicología para al final decidir yo, Germán. Así no se puede ir por la vida siendo psicólogo —le dedicó a su amigo en tono de broma.
La siguiente llamada para quedar de nuevo fue por parte de Raúl. Necesitaba verla, contarle sus cosas y que la chica formara parte de su vida. Se estaban enamorando el uno del otro entre flirteos y borderías, entre cenas y noches de pasión. Llevaron durante más de nueve meses vida de pareja sin llegar a serlo. No quedaban con otras personas, no se eran infieles, pero al mismo tiempo no paraban de justificarse el uno al otro que no eran nada. Hasta que llegó el día donde los sentimientos no pudieron ocultarse más, siendo Raúl de nuevo quien dio el paso. Tras otra noche juntos, donde ella ya no se vestía y se iba, sino que se quedaban hablando horas hasta dormirse, fue cuando, mirándola a los ojos, él le dedicó un «te quiero» sincero y puro, brillándole los ojos, encontrándose con una respuesta que lo dejó totalmente frío: «Gracias».
La chica se hizo la dormida de inmediato, al igual que él. Ambos estaban nerviosos y no paraban de moverse. Él no comprendía qué acababa de pasar. Sentía ser el mayor calzonazos del mundo por abrirse y por cómo ella estaba jugando con él, y eso no podía permitírselo. La chica no comprendía por qué le acababa de decir «gracias» cuando realmente quería gritarle que lo quería y amaba cada segundo que pasaban juntos. Sabía que había generado una fractura en aquella relación o intento de iniciarla.
Cuando a la mañana siguiente se fue para casa, notó la mirada vacía de Raúl, quien se despidió muy fríamente y sin casi mirarla a los ojos. Estuvieron toda aquella semana sin hablarse, cinco días exactamente, en los que él se negó a llamarla mientras que ella no paraba de pensar y planear algo perfecto para poder recuperar la confianza y confesarle su verdadero sentimiento. Ese mismo viernes, el vuelo de Madrid a Málaga aterrizaba a las 14:10, como era habitual. Raúl tardaría en llegar a casa una hora aproximadamente, por lo que el plan de la chica tenía que estar listo a las 15:00. Y así fue: la chica confió en que, como de costumbre, Raúl bajaría a Marbella el fin de semana y, cuando este abrió la puerta, tenía su comida favorita preparada en la mesa, todas las persianas bajadas y el salón alumbrado con un par de velas.
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