—Siéntese, señorita. —Le señaló la silla—. Cuénteme en qué puedo ayudarla.
—Vengo para la revisión de mi examen. Teníamos la cita de tutoría fijada desde hace semanas.
—Disculpe, ni recordaba ese tema. Le busco el examen mientras me comenta qué percepción tuvo al hacerlo, si fue buena o mala, y por qué cree que está suspensa.
—Sinceramente, a esa última pregunta esperaba que usted me pudiera dar respuesta diciéndome en qué he fallado, qué debo mejorar y cómo puedo superar su asignatura. Yo salí del examen pensando que tenía un ocho como mínimo y aquí me hallo… —Aquella frase sonaba más humilde en su cabeza.
—No se preocupe. Su cara me suena de que es de las habituales en clase. Seguro que tiene solución el problema. Si no ahora, en septiembre. Aquí tengo su examen. Léaselo y pregúnteme lo que quiera sobre él.
Mientras la chica revisaba lo escrito semanas atrás, el Señor se encendió un cigarro contemplando su manera de sentarse, la forma en que pasaba las hojas. Pero sobre todo miraba sus ojos. Quería leer en ellos qué estaba sintiendo, qué ocultaba y qué pensaba. Tenía la necesidad de saber. Estaba tan absorto en ella y en sus interrogantes que no se dio cuenta de que la chica había acabado de leer y le hablaba. Se conectó a la conversación tarde, pero fue suficiente para no perder el hilo.
—No sé en qué he fallado. Me gustaría saberlo, porque no entiendo la letra de las anotaciones en rojo. Dígame, por favor, cómo puedo mejorar. Y no solo aprobar en septiembre, sino sacar nota.
—Mire, señorita, usted seguramente tendrá muy buenas notas en el resto de las asignaturas, pero en este departamento no somos de regalarlas. Si usted cree que su examen está aprobado, le hago una fotocopia ahora mismo y se lo lleva al decanato para reclamar una revisión distinta. Hágalo si tan segura está de su potencial. —Le devolvió la prepotencia anterior—. Ahora, le advierto que en esa revisión su nota se puede ver perjudicada, pues estará la profesora Úrsula, seguramente, y después dudo entre la asistencia de Facundo o Saúl, todos becarios y leales a mi persona.
—Estoy segura de que he aprobado, pero sé que tengo las de perder si reclamo; me marcaría para el resto de la carrera. Es de estas ocasiones en las que si volvieras atrás lo volverías a hacer exactamente igual. Pues así me siento, pero frente a su poder no puedo hacer nada, y más cuando usted mismo me dice que será inútil. —No pudo callar.
—Le repito que yo en su lugar iría a reclamar. Recuerdo el día que me dijo: «Quien no arriesga, no gana». Sin embargo, a las primeras de cambio saca la bandera blanca. Señorita, déjeme aconsejarle que estudie mucho en verano y se tranquilice; se está poniendo muy nerviosa. —Se encendió un cigarrillo y le ofreció.
—Me está diciendo claramente que estoy aprobada, pero que ni reclamando obtendré esa nota. Como comprenderá, no solo me pongo nerviosa, sino que me enfado por la injusticia que estoy padeciendo.
—No me malinterprete. ¿Le he dicho en algún momento que está aprobada? La he guiado hacia una oportunidad poco probable, pero la he ayudado. Señorita, no se victimice. Está suspensa. Asúmalo y póngase a estudiar, que es lo que debe hacer para aprobar. Viniendo aquí a intentar agradarme no lo conseguirá. No soy simple, no soy normal, no soy como el resto. Ya tendrá oportunidad de comprobarlo.
—No me victimizo, y mucho menos por un suspenso, pero voy a cruzar esa puerta más segura de mi aprobado que cuando entré, al igual que la cruzaré sabiendo que no ha sabido explicarme el motivo de mi suspenso. No tenemos nada más que hablar. Muchas gracias por su atención —dijo tan tajante y contundente que ella misma se asombró.
Y se fue, malhumorada y dejando con la palabra en la boca al Señor, quien no se la había imaginado nunca como una chica brusca, con temperamento y segura de sí misma. Si bien es cierto que había intuido ciertas aptitudes, las cuales le hacían pensar que la chica tenía carácter, era algo impulsiva e incluso bastante sincera, no sabía los niveles de cada uno de estos rasgos. Tampoco intuía qué más escondía tras cada uno de sus interrogantes. Una chica con un escudo de hierro, con el que intentaba aparentar que era fuerte, y él con una mente capaz de aflojar aquellos tornillos lentamente, pues el objetivo que se acababa de fijar era encontrar sus debilidades, saber por qué tenía aquella fachada cuando sus ojos no siempre mostraban felicidad, pues le enseñaban en cada segundo un sentimiento o pensamiento distinto. Tenía que descubrirlo para poder seguir pensando que era el mejor en lo suyo, analizando a las personas y poniéndolas a prueba.
La chica volvió a clase. Sin darse cuenta volvió a destacar con su entrada, su cara de enfadada y su portazo al entrar hicieron que todos centraran sus miradas en ella, incluso la profesora, Elena, la cual preguntó con un tono amable y empático:
—¿Todo bien, nena?
La chica, sorprendida por el interés de aquella profesora y con ganas de gritar que el Señor era un cabrón injusto, mintió y sonrió mientras decía:
—Todo bien, como siempre. Disculpe la interrupción de nuevo.
Volvió a su sitio, tras levantar a varios de sus compañeros, para sentarse junto a su fiel compañera desde el primer día, su amiga Laura, quien nada más verla sabía que todo había ido mal y venía con todo tipo de novedades, salvo con un aprobado. La chica aprovechaba cada minidebate que la profesora creaba en clase para contarle todo lo ocurrido y Laura se indignaba por la soberbia del Señor con cada palabra que su amiga refería sobre aquella tutoría.
La clase finalizó. Ambas seguían hablando, notándosele a la chica que tenía algún problema por la alteración con la que hablaba. Elena recogía lentamente. Intuía que lo estaba pasando mal y quería hacerle ver que estaba ahí para oírla si ella quería. Cuando pasaron frente a ella, con tono de orden les pidió que se quedaran las últimas. Ambas esperaron a que todos sus compañeros salieran para hablar más cómodamente.
Lo hicieron. Tanto Laura como la chica sabían que las palabras de Elena podrían servir de mucha ayuda en aquellos momentos. Una vez que todos estuvieron fuera, la profesora fue directa y clara:
—¿Qué te pasa? ¿Está todo bien? ¿Te puedo ayudar en algo?
La chica le contó todo lo que no hacía ni una hora acababa de suceder en el despacho del Señor, como si una amiga más fuese. Era la primera vez que hablaba con ella de algo que no fueran dudas o relacionado con la asignatura que impartía. Sería la primera de las muchas veces que hablarían juntas sobre el Señor.
Elena, como la propia chica, no se imaginaba las verdaderas intenciones del Señor, por lo que los consejos de la profesora hacia su alumna fueron típicos:
—Es así. Estudia y demuestra en septiembre que puedes con la asignatura. Si necesitas ayuda con cualquier cosa, ya sabes dónde tengo el despacho. Suerte y ánimo.
Unas pocas palabras que no pasaban de ser un mero y cordial consejo, el primero de muchos que Elena daría a la chica. El primero de muchos que la chica escuchó y no siguió.
Elena se marchó de clase, dejando a Laura y la chica juntas, las cuales decidieron no hablar más de aquel tema hasta que llegara septiembre, para lo que faltaban siete largos meses aún. Irónicamente, la chica tuvo la desgracia de hablarlo de nuevo con el propio Señor en los primeros encuentros casuales que se comenzarían a dar las semanas siguientes y que llegarían a hacerse habituales.
La chica volvió a casa con su típica sonrisa nerviosa. Allí estaría Cristina, impaciente, esperando noticias sobre la tutoría. Su mejor amiga era totalmente opuesta a ella: callada, noble, cariñosa, tranquila, entre muchos otros rasgos, ninguno de ellos compartidos, aunque juntas eran la combinación y el contraste perfectos. Sin duda alguna, Cristina era quien más la conocía. Seis años de amistad, entre los cuales cuatro eran de convivencia, habían dado pie a una confianza y un vínculo extremo de la una con la otra. Más que amigas, eran y son hermanas. La chica se sentía totalmente afortunada por poder contar con ella en su vida.
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