LAS RAMONAS
Título original:
Las Ramonas
De esta edición:
© De Conatus Publicaciones S. L.
Casado del Alisal, 10
28014 Madrid
www.deconatus.com
Primera edición en De Conatus: marzo de 2020
Copyright © Editorial Galaxia S.A. 2018
Título original As Ramonas
Primera publicación en 2018
Diseño: Álvaro Reyero Pita
ISBN: 978-84-17375-37-9
Producción del ebook: booqlab.com
Todos los derechos reservados.
Esta publicación no puede reproducirse total ni parcialmente, ni almacenarse en sistema recuperable o ser transmitida, en ninguna forma ni por ningún medio electrónico, mecánico, mediante fotocopia, grabación ni otra manera sin previo permiso de los editores.
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PRIMERA PARTE
Verano
Otoño I
II
SEGUNDA PARTE
Invierno I
II
III
Primavera I
II
Verano I
II
Otoño I
II
TERCERA PARTE
Invierno
Mi marido se acuesta con esta pobre ilusa, vuelve a pensar Mona Otero. Vuelve a pensarlo por tercera o quizá ya por cuarta vez desde que se subió al coche y se desespera, porque no llevan ni tres minutos de trayecto. Esta imagen, la de la pobre ingenua seducida, ya la ha tenido antes, al menos unas veinte o treinta veces más durante la boda del sábado. Y en simultáneo también piensa que ya es mala suerte que le haya tocado ir en el maldito coche con ella.
Todavía van a la altura del cruce del gallinero, que además de no ser lo que se dice un cruce, no tiene cerca ningún gallinero, solo la granja de pollos de los Novo, que forma parte del paisaje histórico del entorno desde que a Mona le alcanza la memoria. Lo que sí es cierto es que ese cruce, que es más bien el empalme de una pista en otra, es como una frontera, el final de Saídres, la parroquia de Mona y el comienzo del exterior, sea cual sea ese exterior, Silleda o Lalín, o incluso Pontevedra o Compostela, esos sitios a los que habitualmente hay que ir por alguna causa: comprar, ir al médico o arreglar algún papel.
Ahora ya no es sábado, es lunes, y Mona Otero tiene, en efecto, todo el cuerpo de lunes, ácido y pesado, y se ve metida en un coche con una tía que sin duda es la amante de su marido y se siente arrasada por dentro por el fin de semana terrible que acaba de padecer, que ha sido como un rosario de pesadillas extenuantes. Mona Otero sonríe. No será ella la perdedora de la historia. Nunca lo ha sido en casi quince años de matrimonio.
—Oye, me alegré mucho el sábado cuando vi que te habían contratado. Eres la única fotógrafa que conozco que saca guapa a cualquiera.
La conductora del coche, la amante de su marido, Ra Meixide, entabla la conversación justo con lo que más le puede doler, el machaque de su espíritu profesional con la maldita frase de sácame guapa . Ambas saben que esa fue la causa del encontronazo del sábado y Mona trata de dilucidar si su interlocutora es valiente o una simple inconsciente al volver a hurgar en la herida.
—A ti te ha pasado como a mí. Por un lado teníamos que trabajar y, por el otro, íbamos de invitadas, y de tanto atender al trabajo al final no disfrutas de la fiesta.
Ra Meixide sigue perorando animada sobre la maldita boda. Demasiado animada, le parece a Mona. Empieza a preocuparse por el rumbo que está tomando la conversación, pero no le queda más remedio que entrar en el juego.
—Era la primera boda que hacías, supongo. Como llevas aún tan poco tiempo de concejala…
—Sí, sí, me hizo muchísima ilusión, ¿sabes? Porque los novios pidieron ex profeso que los casara yo.
Al oírla, a Mona le viene como una ráfaga de compasión. Ya no es solo que Ra Meixide le parezca algo ingenua, sino también ególatra profunda. Entiende que la flamante concejala de Participación Ciudadana y Turismo está ensayando para labrarse la pose de política humilde, de las que quieren seguir siendo pueblo llano. Para empezar, hoy pone su coche particular a disposición del prójimo, en este caso, a disposición de Mona, para los viajes compartidos. Ra Meixide, una política de su tiempo que no malgasta el erario público, que contribuye a la conservación del medio ambiente y bla, bla, bla, una persona maravillosa. ¡Cuántas como ella ha conocido!
Apenas están llegando al atajo que atraviesa la parroquia de Negreiros y que va a dar a la nacional 525, justo antes de la recta de Rolán. ¡Lo que aún le queda metida en ese coche! Cuarenta kilómetros por lo menos.
—¿Cómo es que vas hoy a Compostela? Y tan temprano.
—Tengo una reunión a primera hora en San Caetano, a primerísima hora, la verdad. Por eso cuando vi tu solicitud en BlaBlaCar me pareció perfecto aprovechar el viaje.
A Mona le parecen demasiadas explicaciones. Una reunión en la Xunta en agosto ni siquiera le suena creíble, pero Ra Meixide continúa hablando como una metralleta, con un soniquete estridente, tal como la recuerda en los mítines de la campaña electoral.
Al pasar por el trecho de carretera desde donde se ve el lugar de Riobó, todavía en la parroquia de Negreiros, Mona deja volar la parte tonta de la neurona hacia el grupúsculo de casas donde pasó su primera infancia, en casa de tía Milita, que ni era tía suya ni nada. No era más que la casa en la que se había criado su padre después de que lo hubieran recogido de dios sabe dónde. Nunca le han contado ese momento de la historia familiar. Allí queda, escondido, no se ve desde la carretera, el puente de piedra que pasa sobre la vía del tren, junto a la casa de Penido. Era en otro tiempo un territorio autónomo, una reserva independiente y secreta, todo un mundo propio, con un pretil de piedra que se curvaba en arco por encima de los raíles, que se veían allá al fondo y que atesoraban todo un universo maravilloso de fábulas pobladas de monstruos que vivían entre las zarzas de las lindes y entre las traviesas de la propia vía. Era un mundo oscuro, el de los cuentos que se inventaban desde la atalaya del puente, donde no había espacio para princesas, porque en los cuentos de aldea solo habitan ogros y dragones deformes y amenazantes contra los que hay que luchar a muerte en batallas terribles e imaginadas cada día, siempre peligrosísimas. Por eso llegaba tarde a comer a casa de tía Milita. Piensa, como de pasada, como si fuera un pensamiento dormido en una galaxia paralela, que debería plantearse algún proyecto sobre los puentes de piedra, o sobre las vías del tren, o sobre los terraplenes que las limitan infestados de zarzas y maleza, algo que por fin impactara a su galerista.
—Me encantaron tus zapatos, de lo más elegante que he visto en mucho tiempo.
La gran Ra Meixide, la concejala animosa, parece sonreírle en señal de paz. Acaban de entrar en A Bandeira, y ante el semáforo en rojo, paradas de un modo absurdo en una calle desierta, silenciosa, desolada a esas horas tan tempranas, se ve a sí misma y a la amante de su marido como si estuvieran en la vía principal de un poblado del Oeste después de un tiroteo. Mira con algo de ansia a las aceras, a las ventanas de los bajos, a los escaparates, y no ve ni un triste gato ni un perro callejero ni un pájaro despistado que surque el aire a esas horas de la madrugada. Son apenas las siete y cuarenta de una mañana de lunes. Y además de ser lunes, es agosto, y llueve malamente y sin ganas, como por tocar las narices. Y ya ha pasado mucho desde la espera en el punto de encuentro, a la puerta de la taberna de Saídres, la de Concha, rogando a los dioses profanos que el conductor de BlaBlaCar no se hubiera perdido. Andar por las aldeas no siempre es tan fácil como parece en Google Maps. Diez minutos resguardada bajo el balcón del bar, mirando obsesivamente hacia el lado de A Pena, que era por donde tendría que aparecer el coche, atisbando a la nada, o sea, hacia unas cuantas fincas y la casa abandonada del cura al fondo, con la iglesia en lo alto, y al final, Ra 32 años conductor nivel experto era la maldita concejala parlanchina.
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