—Y además de elegantes, parecían cómodos. Eran cómodos, ¿no?
La voz aguda no le da tregua, voz de política competente y dispuesta, que la devuelve a la noche del sábado, al claustro en ruinas del monasterio de Carboeiro, decorado para la ocasión por algún pijo con ínfulas artísticas, imitando una especie de jardín silvestre entre piedras históricas. Allí estaba ella, a las siete de la tarde, con sus zapatos dorados recuperados directamente del arcón del desván de la casa de Saídres, que acumulaba quincalla de cuya procedencia ya nadie en su familia sabía responder; podían ser las cosas del tío Ernesto de cuando estuvo embarcado, o los restos del equipaje de una hermana de la bisabuela que volvió de Brasil rota y moribunda, o simplemente trastos sin historia, restos desvalidos de la vida de cada uno que habían ido llenando, a lo largo de los años, el arcón del desván.
—Sí, eso sí, comodísimos.
Van pasando por Loimil y grandes nubes grises y bajas siguen lagrimeando mansas. Ra Meixide conduce al límite de la prudencia, pero sin sobrepasarlo, con un punto de correcta contención. Habla animadamente de la boda, de cómo conoció a los novios, ahora ya matrimonio, de cómo le pidieron que fuera ella, la nueva concejala, la del recién formado Gobierno municipal, la que oficiara la ceremonia civil. Ni diez semanas hacía que ostentaba el cargo, era su primera boda.
—Me ha encantado la experiencia, la verdad. En general las bodas son momentos de tanta felicidad, todo el mundo se esfuerza para que salga todo perfecto, para que tenga ese toque como de magia, ¿no? Además, la novia iba taaan espectacular, ¿a que sí?
Para Mona, la novia podría haber ido envuelta en celofán y no habría ido más espantosa. En realidad, no le apetece hablar de la boda. No quiere hablar de nada con esa tía, pero contribuye a la conversación como cabe esperar.
—La que iba espectacular eras tú. Me encantó el vestido que llevabas, ¡qué tela!, con esos brillos, con esos matices irisados…
Le agrada comprobar que Ra Meixide es tan simple como ególatra, y no tiene reparo en seguir con frivolidades.
—Bueno, chica, es que en eso de las telas yo juego con ventaja, quieras que no, es una asignatura que me ha tocado estudiar desde la cuna.
Mona recuerda la tensión en la fiesta patronal de San Juan, cuando ella y sus primas estrenaban sus vestidos, todas tiesas y temerosas de mancharlos o estropearlos. Por aquel entonces, conocía a la gran Ra Meixide por ser la hija de Mucha, la de los retales, en cuya tienda la tía Milita compraba las telas para hacerles los vestidos, todos idénticos, a lo mejor cambiando el color de un lazo o de un volante. Las llevaba a sesiones interminables para escoger el género en los escasos diez metros cuadrados de local, que más bien parecía el despacho de un estanco, con estanterías y cajas de rollos de tela, de hilos, de gavetas llenas de muestras de botones, de presillas, de pasadores, de corchetes, allí toqueteando, sobando y palpando calidades, consistencias y resistencias, mientras se desgranaba, una a una, la vida de cuanta conocida había. Y allí estaba ella, la hija de Mucha, la de los retales, sentada en una banqueta en un rincón, entre el mostrador y el escaparate, con el libro abierto sobre las rodillas, atenta a lo que se le mandase: niña, cógeme ahí en ese cajoncito los botones nacarados, ese, sí; sácale aquí a la señora esa tira de puntilla fina que acaba de llegar, que me parece a mí que le va perfecta a la cinturilla de estos conjuntos . La pequeña Ra Meixide, callada y obediente, podría muy bien haber protagonizado una película de esas de cómo se alcanza el gran sueño americano, con tesón y esfuerzo, la hija de soltera que ayuda en el negocio familiar, estudia con becas públicas y suda sangre y lágrimas hasta que consigue la plaza en propiedad de profesora de química en un instituto, que llega incluso a directora del centro, y que se permite una excedencia para ponerse al servicio de la ciudadanía en el Gobierno municipal. Y todo antes de la edad de Cristo. Sin perder, por tanto, ni un minuto de su vida.
—La del vestido rojo con cristalitos cosidos, ¿sabes cuál te digo?
Claro que Mona sabe cuál le dice. Iba armada con una réflex último modelo y un juego de flashes nuevecitos. Mucha idea de fotografía no se le veía, porque se movía de una punta a otra como si tuviera que hacer fotos desde todos los ángulos, cuando una profesional de verdad lo que hace antes de empezar es buscar la dirección de la luz y localizar los espacios para ir a tiro fijo.
—Me tocó compartir mesa con ella, y era simpatiquísima. ¡Vaya personaje! Estuvo contando anécdotas de sus viajes. Resulta que ha recorrido medio mundo.
Simpática sería, pero Mona recuerda a la supuesta señora viajera usando la cámara en automático y disparando cuando se le antojaba, muchas veces al mismo tiempo que ella, quemándose mutuamente el trabajo con tanto flash, y consiguiendo que le cayeran bien todos los demás invitados que andaban por allí incordiando con sus móviles de última generación para hacerse el típico selfie con los novios.
—¡Qué risa! Nos contó que en la India tenía que ducharse con un cubo y un cazo, y que un día por lo visto le tocó un cubo con rana y que se fue duchando como pudo mientras la rana la miraba fijamente. ¡Nos tronchamos! ¡Si hasta imitaba a la rana y todo!
La concejala prosigue animada con las anécdotas del sábado, y Mona, viendo lo mucho que se enrolla con ese tema, sabe que acabarán llegando a la parte espinosa. Dejan atrás el puente sobre el río Ulla, cubierto de niebla y calabobos, y se van acercando ya a Santa Cruz de Ribadulla. Mona se da cuenta de que Ra Meixide hace gala de una mezcla curiosa de política abierta y dicharachera, de conversación amable y campechana, con un poso cotilla y desinhibido, que identifica con la herencia de los años que pasó en la tienda materna de los retales. Ya a la altura de la señal de la limitación a cincuenta, en la entrada de Lestedo, a Mona le viene a la boca un regusto a bilis. Allí, justo allí, pero yendo en sentido inverso, le había puesto la guinda a la desastrosa jornada del sábado.
Allí la paró el agente de tráfico, barra luminosa en ristre, y perdió los pocos puntos del carné que le quedaban. Atraviesan Lestedo, y la boda y toda la hecatombe que desencadenó siguen planeando sobre su ánimo. Es justo en ese punto cuando cae en la cuenta de que la concejala no le ha preguntado qué hacía en Saídres, sola y sin coche, un lunes por la mañana, cuando ella y su marido viven en Compostela. Y piensa de nuevo lo que ya pensaba en aquel instante preciso de la boda, el sábado por la tarde, lo que lleva pensando desde que se montó en ese coche: mi marido se acuesta con esta pajarraca. Y a continuación algo aún peor, y el muy cabrón me la manda para que me haga de choferesa hasta Compostela. Le entran ganas de abrir la puerta y tirarse en marcha. Quién la habrá mandado montarse.
A las ocho y diez atraviesan A Susana, con un orvallo espeso y gris por toda compañía. Mona intenta tranquilizarse. Ya queda menos. Siete kilómetros escasos.
—¿Y cómo llevas el mandato? ¿No me digas que no piensas coger vacaciones?
Observa como Ra Meixide sonríe con suficiencia antes de contestar. Le encanta tener la oportunidad de responder a esa pregunta.
—¡Solo faltaba que me cogiera vacaciones! Si no hace ni tres meses que tomamos posesión.
Y mientras Ra Meixide explica sus planes de trabajo, haciendo alarde de sus ansias de servicio a la ciudadanía, de su abnegación, Mona tan solo ve a una vulgar engreída, pura fachada, y es incapaz de entender qué ha podido ver su marido en semejante mujer. Se fija en sus curvas. Ya se había fijado el sábado y se da cuenta de que sabe vestir, de que escoge las prendas que le favorecen y le disimulan las lorzas. Porque lo cierto es que Ra Meixide, a sus treinta y pocos años, está gorda. Tiene barriga y unas caderas anchas y gruesas. Quizá lo que lo pone a cien es el contrapunto, piensa. Quizá le guste su descaro, la forma directa y nada disimulada de darse importancia, ese modo de creerse que es la guinda de cualquier pastel. Piensa que a lo mejor así se siente triunfador, incluso poderoso, al lado de una chica casi diez años más joven que él y con cierto éxito público.
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