La clase finalizó y al Señor se le encendió una llama pequeña, nacida de la curiosidad. Acababa de descubrir con aquella coletilla que había prejuzgado y fallado en su apreciación inicial, algo que su ego no podía permitirse. Debía investigar para averiguar más sobre la misteriosa chica, en la cual él mismo creía no haberse fijado nunca aunque, sin saber por qué, supiera su nombre.
Ocho horas al día durante trece días seguidos para un examen de tan solo ochenta folios de apuntes, cuando a asignaturas de densidad triplicada dedicaba la mitad de tiempo. La chica sabía que sería difícil, pero nadie le dijo que fuese imposible.
Los días previos al examen, tres días antes exactamente, se encontraron la chica y el Señor casualmente en un bar de mucha influencia académica, donde él no solía acudir. La curiosidad le estaba haciendo relacionarse, involucrarse con aquel ambiente que siempre odió, pues su llama necesitaba saber más sobre la chica y era el sitio perfecto para encontrarla.
Ella ni siquiera había notado su presencia; sin embargo, él tomaba sorbo tras sorbo de su café sin poder retirar su mirada de la mesa de aquella chica. Se dejó llevar por su impulso —algo que siempre había podido controlar— y se sentó junto a ella:
—¿Estos apuntes son sobre mi asignatura? —Curioseaba los folios de la mesa.
—Sí, Señor. Estoy rehaciéndolos por segunda vez a mano para repasar mejor. — Evitó mirarle directamente; no le daba buena espina.
—Es inútil. Lo sabes, ¿verdad? Ni tú ni la gran mayoría de tus compañeros aprobaréis. —Sonreía tras aquella mitad broma y mitad verdad.
—Si no lo intento dejaría de ser yo, Señor. No puedo tirar la toalla así, sin más, en la asignatura. Quien no arriesga, no gana. —Quería mostrarle su interés sobre la misma.
—Positiva y valiente. Me sorprende de una chica tan retraída como usted. Sin embargo, me acaba de dar una idea muy buena. Gracias.
—¿Qué idea, Señor? —La chica no lo comprendió.
—Un consejo: deje de estudiar y descanse; está mejor sin ojeras. Nos vemos el lunes.
Se alejó lentamente de ella para que no lo olvidara fácilmente. La chica, sin embargo, agachó rápidamente la cabeza. Sentía miedo y mucho respeto por el Señor, pero su carácter la traicionaba en cuanto veía una situación injusta frente a ella, aunque siempre desde el respeto y la educación.
Antes de cruzar la puerta, él se giró. Esperaba una mirada cómplice con ella, pero no obtuvo nada más que una frustración, no solo por no encontrar la respuesta esperada, sino con él mismo. No entendía por qué aquella obsesión de repente. Su mente se sentía desconcentrada desde aquel debate en clase.
Llegó aquel lunes. Los nervios de ella eran propios de una chica joven enfrentándose a un examen, pero los del Señor no eran por la evaluación, pues él mismo era quien la desarrollaba y lo llevaba haciendo desde hacía tres décadas. Estaba nervioso por verla ante su primera prueba.
Repartió los folios en primer lugar, dejando la bancada de la chica a la orden de su súbdito. No se acercó; no la miró todo lo que hubiese deseado. Sentía que en él estaba naciendo un descontrol impropio de su persona. La falta de información sobre aquella chica estaba desquiciándolo. Tras repartir a todos el papel, con tono firme y seguro dijo:
—Desarrollen cada uno de ustedes el tema que mejor se sepan.
Los alumnos se miraron entre ellos totalmente sorprendidos e incrédulos. No entendían cómo el Señor estaba concediendo ese privilegio. Nunca lo había hecho y mucho menos había sido tan benevolente. Ni él mismo sabía por qué había hecho eso. Se fue al baño a refrescarse y, cuando levantó la cabeza, contempló su reflejo y supo que algo dentro de él no estaba igual. La intriga le estaba haciendo dudar; no pensaba con claridad. Simplemente quería ponerla al límite y poder así observar de qué materia estaba hecha la chica.
Abandonó el examen dejando a sus súbditos con las labores de plebeyo y vigilancia. Se dirigió a su despacho con idea de comenzar a trabajar cuando miró el reloj y decidió irse a casa a desfogar con su esposa todos aquellos nuevos sentimientos que su cuerpo estaba experimentando, a regalarle el oído a la mujer que lo mantenía pero no lo hacía feliz. La chica, mientras tanto, ajena a los pensamientos retorcidos del Señor, tenía su mente concentrada en aquel examen, quizás de los más fáciles de su vida, sin poder imaginarse lo que todo aquello le depararía en su futuro.
Acabó el examen antes del tiempo límite, recogió sus cosas y dio las gracias al becario educadamente. Con su mochila colgada de un solo hombro, como siempre solía hacer, se marchó de la clase con su mejor sonrisa. Fuera de esta se encontró con sus compañeros, quienes también estaban asombrados por la generosidad y benevolencia del Señor en el examen. Juntos se fueron al bar a celebrarlo. Esperaban que para la semana siguiente estuvieran los resultados. Ninguno esperaba suspender esa evaluación tan asequible.
Efectivamente, las notas fueron excelentes y favorables para todos, salvo para ella. Ilógicamente, había suspendido con una nota un tanto llamativa: 4,9. Por tan solo una décima sus posibilidades de aprobar la asignatura se prorrogaban. Debía seguir intentando superarla o pasando pruebas, como luego descubriría. No lloró en aquel momento. No sintió que verdaderamente fuese injusto, a pesar de las buenas sensaciones tras acabar el examen, dudó incluso de si había fallado en algo grave, pues todos cometemos errores. Lo que no pensaba es que el suyo hubiera sido ser ella misma en todo momento.
Se citaron en tutoría dos semanas después. Algo tarde, pero el Señor, como en el futuro sería muy propio, quería forzar a la chica, situarla al límite de sus nervios para comprobar de primera mano cómo actuaba en cada una de las situaciones que la vida le brindara. Quería que el nerviosismo de por qué estaba suspensa y de si tenía opción a rascar esa décima que le faltaba le mostrara a la chica real, a la chica que se encontraba tras la fachada educada, tímida y simple que mostraba siempre en clase al profesorado.
La hora fijada para la tutoría era justo en medio de una clase, con lo cual tuvo que levantarse en mitad de ella e interrumpir con su salida a la profesora, quien la observaba mientras seguía explicando con gestos de curiosidad. No solo molestó para poder salir de clase. Levantó incluso a tres de sus compañeros para salir de la bancada, haciéndose notar sin querer.
Ahí estaba, un día cualquiera de marzo, esperando a que el Señor se desocupara para poder entrar en el despacho. Sus piernas volvían a temblar. No paraba de dar vueltas por el hall mientras oía las voces del Señor, siempre déspota, con uno de aquellos súbditos que rondaban por la torre. Este salió, con cara blanca y descompuesto por toda la humillación que allí acababa de sufrir; miró a la chica fijamente e incluso llegó a pararse frente a ella, pero sin pronunciarse, una mirada cómplice que la chica no entendía de ninguna manera, pero que en un futuro sería lo más humano que sentiría por aquellos pasillos.
Se acercó muy silenciosamente a la puerta; sin embargo, tocó de forma firme y segura para que el Señor supiese que estaba allí, esperando la orden de entrada. Para alargarle más la espera, contestó desde su cómoda silla:
—Un minuto.
De esta manera la hacía temblar un poco más mientras él disfrutaba de un cigarrillo cargado de imaginación sobre lo que podría pasar, sobre qué cara mostraría. Lo irónico fue que pasó lo único que no había pensado.
Tras su entrada al despacho, se quedó observándola de arriba abajo mientras ella permanecía en silencio, de pie, pues no pensó en ningún momento sentarse sin que el Señor se lo ofreciera.
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