este hombre, aunque lleno de piedad, no era bastante lúcido ni bastante asiduo. Todo su celo se reducía a buscar hacer establecimientos sin esforzarse en perfeccionarlos. Los movimientos continuos a los que estaba obligado para lograr sus fines le quitaban la atención necesaria para proveer a las dificultades que se encuentran en esos comienzos. (Maillefer, 1966, CL 6, ms. 1740, p. 39)
En síntesis, Nyel aparece a modo de un activista un poco oscuro, retrato corregido con razón por Poutet. Recordemos que él llega a Reims con el modelo de Ruan como horizonte. La fundación realizada en la parroquia de San Mauricio le hizo comprender que dicho modelo no se podría transportar de manera idéntica y, en particular, que era preferible no abrigar a las futuras escuelas a la sombra de la institución hospitalaria. Por el contrario, la composición de la asamblea que eligió la parroquia de San Mauricio le hizo comprender que en Reims, como en Ruan, la iniciativa sería grandemente facilitada si ella obtenía el apoyo de la red devota.
Bernardo, retomado luego por Blain y Maillefer, le atribuye la iniciativa de la fundación de la segunda escuela gratuita de niños. «Él tomó la libertad de ir a ver […] una señora, viuda, sobre la parroquia de Santiago, que era muy rica y sin niños, y tenía la intención de fundar una nueva escuela en su parroquia». Esa señora no es totalmente desconocida para Juan Bautista. Se trata, en efecto, de
Catalina Leleu57, quien, habiendo enviudado en 1673, donó mil libras para la fundación de Roland. En este sentido, ella se encontró muy seguramente con Juan Bautista en agosto de 1678, cuando él le solicitó la confirmación de esta donación. Ninguno de los biógrafos explica por medio de quién supo Nyel de su deseo de establecer una escuela sobre su parroquia; pero razonablemente se puede suponer que fueron Juan Bautista o Francisca
Duval quienes le informaron, puesto que es por su intermediación que se hace el lazo entre Nyel y la comunidad del Niño Jesús, en cuya órbita gira Catalina Leleu.
Los biógrafos insisten también en las dudas del joven canónigo para lanzarse a una nueva fundación: sin embargo, si, según Bernardo, él está «solamente un poco asombrado por esta solicitud», según Maillefer, «[la gestión] le pareció precipitada y, como temía siempre que lo comprometieran demasiado, él sintió renacer sus repugnancias naturales». La misma divergencia continúa en la evolución del relato: según Bernardo, La Salle «fue inmediatamente a encontrar la dicha señora»; en Maillefer (1966) él se hace rogar:
la
señora Levêque [apellido del marido de C. Leleu] le rogó que viniera a verla. Después de varias peticiones de su parte, él fue donde ella, escuchó todo lo que tenía que decirle de su proyecto. Ella lo felicitó incluso por la ventaja que él acababa de procurar a los pobres de la parroquia de San Mauricio […] El señor de La Salle no pudo rechazar servirle, ayudándole a ejecutar esta buena obra. (ms. 1740, CL 6, p. 68)
Blain (1733) permanece entre los dos:
el joven canónigo, tan circunspecto como celoso y atento a asumir en todo la orden de Dios, no quiso rechazar ni librarse a los deseos del señor Nyel. Tímido en esos encuentros, él temía comprometerse, y un fondo de repugnancia se unió a ese temor […] Él fue, por solicitud de la enferma que esperaba con una santa impaciencia su visita, y que lo recibió con gran alegría. (t. I, p. 166)
La devota tiene prisa porque ella siente que su fin se aproxima. El asunto es así redondamente conducido: ella promete, por una parte, quinientas libras para la Pascua, para el salario anual de los dos maestros y, por otra, la creación, en su testamento, de una renta de quinientas libras. Pero esta «virtuosa dama» muere seis semanas después de la Pascua (o sea, a mitad de mayo de 1679) y solo las quinientas libras de salario se depositan en las manos de Juan Bautista. Los herederos comienzan pagando la renta cada año y luego crean otra en la Alcaldía de París, que se pagará en billetes de banco en 1720. La escuela de la parroquia de San Santiago comienza a funcionar, quizás, al menos en septiembre de 1679 bajo la guía de Nyel y el párroco
Nicolás Lefricque. En esta fecha, Juan Bautista no participa:
en las escuelas establecidas sino solo haciendo la parte que la caridad le inspira hacia todo lo que lleva el nombre de buenas obras. Así, contento con el éxito de esta, él no llevaba su mirada más lejos: él descargaba incluso el cuidado de los maestros sobre el señor Nyel. (Blain, 1733, t. I., 167)
El agrupamiento progresivo de los maestros (Navidad de 1679-24 de junio de 1681)
En septiembre de 1679, el mismo Nyel asegura la clase en la parroquia de San Santiago con su joven compañero58. Para la escuela de la parroquia de San Mauricio, que funciona ya desde hace algunos meses, él contrató a dos maestros. El número de estudiantes aumentaba con rapidez y él recluta de manera veloz a un quinto maestro. Hay que asegurarles el techo y la comida, y en un primer momento es
Nicolás Dorigny quien los hospeda en su casa; sin embargo, la hospitalidad tiene un precio: a la pensión de trescientas libras otorgada por la
señora Maillefer se suman las quinientas libras de
Catalina Leleu. Pero esto no es suficiente y Juan Bautista completa con doscientas libras (Bernardo, 1965, CL 4, p. 35). Esta ayuda financiera no revela aún un compromiso. Ella pertenece más bien a la caridad de un canónigo bien inserto en las instituciones y en la red devota de la ciudad.
El germen del compromiso personal se comienza a formar en el otoño de 1679, cuando Juan Bautista se da cuenta de que el pequeño grupo de maestros reunidos por Nyel, según él lo hacía en Ruan, vive sin regla ni disciplina. Es exactamente eso lo que lo interpela y no su eventual pobreza material. Por lo demás, él ya ha remediado este último punto sin que su generosidad implique más que a su bolsillo. Por el contrario, el mal funcionamiento de los maestros, atribuido por los autores a las ausencias demasiado numerosas de Nyel, le plantea un caso de conciencia y él se siente interpelado por el deber de remediar el asunto. Maillefer (1966) es quien lo expresa mejor:
los maestros se relajaban en su asiduidad, este pequeño desorden comenzó a repercutir sobre los estudiantes que ya no eran instruidos con tanto cuidado. Los padres comenzaban a darse cuenta y murmuraban […] Por lo demás, [las escuelas] no podían producir todo el fruto que se había prometido primero, porque los ejercicios no estaban ordenados y porque no había allí una conducta uniforme. Cada maestro seguía su genio particular sin molestarse por aquello que podía contribuir a dar más fruto. (ms. 1740, CL 6, p. 39)
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