una ocasión en la cual el joven ministro del señor hace estallar su celo contra un eclesiástico de mal ejemplo […] provee amplia materia para hablar a esta especie de gente ociosa que hacen el oficio de murmurar y que nunca están con el temperamento dispuesto a decidirse en favor de la devoción. El señor de La Salle, después de haber intentado todas las vías imaginables de dulzura, para hacer entrar en sí a un hombre que estaba siempre fuera por una disipación continua […] creyó que había que hacerla pública, a fin de quitar a los otros el motivo de escándalo, si él no podía convertir al escandaloso. Si no venció en ese segundo designio, él triunfó en el primero, puesto que corrigió al incorregible públicamente y con tanta fuerza, que lo obligó a cambiar de cuidad, ya que no quería cambiar de vida. (Blain, 1733, t. I, pp. 133-134)
L. M. Aroz explica el procedimiento de Juan Bautista por su deseo de defender la reputación del capítulo diocesano, cuya honorabilidad no podía soportar ningún ataque. Pero quizás es el honor del sacerdocio lo que motiva a Juan Bautista, quien acababa de ser ordenado y había tomado el tiempo de prepararse para ello con la más grande seriedad:
la idea de la sublimidad de sus funciones y de la santidad que él exige a aquellos que son honrados así, le tocaba tan fuertemente que no podía ver, sin tener el corazón desgarrado, a los sacerdotes profanar su eminente dignidad por una vida secular; él les hacía reproches que le atraían algunas veces insultos.
Esta manera de sentirse obligado por el deber de moralización de la vida social nos parece insoportable hoy y, sin duda, ya es el caso en la época: hace quince años Tartufo se había creado para la fiesta de Los placeres de la isla encantada. Una vez más notamos en Juan Bautista la marca de la Compañía del Santo Sacramento y de sus maneras de proceder.
La conversión a la pobreza
La reconstitución a posteriori del proceso muestra que realmente desde finales del año 1679 Juan Bautista comienza a caminar sobre una vía nueva que se le revela de modo progresivo y que va a conducirlo hacia rupturas decisivas. Son ellas las que vamos a intentar comprender ahora. En el capítulo siguiente volveremos a la historia de las escuelas.
La ruptura con la familia y la casa familiar
La instalación de los maestros en la casa familiar lo pone en una posición delicada con sus familiares. Es el mensaje sobre el cual insisten sus primeros biógrafos. Tomemos a Maillefer, el mejor ubicado para evocar las reacciones de sus parientes cercanos. El 24 de junio de 1681 marca un giro:
él sintió, sin embargo, que era el golpe decisivo, que el mundo no dejaría de censurar su conducta, que, hasta ese momento, lo había tenido como en suspenso. Él se preparó para las contradicciones; él recibió algunas muy fuertes por parte de sus parientes y de sus amigos que no se cansaban de reprocharle su rareza; es así como se juzgaba.
Juan Bautista transgrede las normas sociales porque, al acoger a los maestros en su casa, él abole las jerarquías del rango. En los actos notariados que él pasa en este periodo los calificativos que lo designan varían de «maestro» a «venerable y discreta persona» pasando por «señor». Y he aquí que él admite en su mesa, en pie de igualdad, a hombres que no entran en esta jerarquía, cuyo vestido, tal como nos lo describe Bernardo, denota la baja condición: «seis o siete maestros de escuela que no tenían nada de brillante según el mundo, muy simplemente vestidos, que no tienen otra cosa sino un pequeño hábito negro con un rabat, sin manto ni capota». Actuando así, Juan Bautista ataca el honor de la familia. Maillefer da testimonio: «algunos más cortantes […] le reprocharon que él deshonraba a la familia encargándose de gobernar a esas gentes de bajo nacimiento y sin educación».
El joven canónigo no se habría expuesto a ningún reproche si él se hubiera contentado con financiar las escuelas, delegando la dirección de los maestros a
Adrián Nyel. Él habría permanecido en los límites de la caridad honorable, la que contribuye a legitimar la posición social de quien la practica. También habría respetado la separación entre privado y público; en cambio, al hacer de su casa la de los maestros, extraños a la familia, él realiza una confusión que rebaja la casa de La Salle a un hogar popular y común. Tanto más se le reprocha esto puesto que él no vive solo, sino con sus hermanos, de quienes tiene la responsabilidad de la educación y cuya tutela retomó en 1680. Juan Bautista tiene conciencia clara de esta transgresión. Él ha interiorizado tanto las representaciones sociales y el habitus de su medio que el hacinamiento de los maestros le repugna:
naturalmente, valoraba en menos que a mi criado a aquellos a quienes me veía obligado a emplear en las escuelas, sobre todo, en el comienzo, la simple idea de tener que vivir con ellos me hubiera resultado insoportable. En efecto, cuando hice que vinieran a mi casa, yo sentí al principio mucha dificultad; y eso duró dos años64.
Para completar el tablero, Bernardo reporta el testimonio indirecto de una tía de Juan Bautista sobre su actitud durante las comidas de familia que él, al parecer, mantiene: «cuando uno comenzaba a hablarle sobre ese asunto, él cruzaba modestamente sus brazos, escuchaba pacientemente las razones que se le esgrimían, de una parte y de otra, para llevarlo a quitar su empresa, y no respondía una sola palabra» (Bernardo, 1965, CL 4, p. 43). La situación en que se encuentra es tanto más incómoda que ella puede aparecer como la conclusión paradójica del compromiso devoto de su medio; porque su decisión no tiene otra motivación sino la de implicarse personalmente y con sinceridad en el deber de educación del pueblo en el cual se involucran las élites católicas. Él hubiera podido también actuar como
Catalina Leleu o Roland, como fundador y protector, pero evidentemente piensa que se debe comprometer aún más.
La dispersión de sus hermanos muestra que su opción está hecha desde el segundo semestre del año 1681: su lugar se encuentra al lado de los maestros. Juan Luis, en sus diecisiete años, elige permanecer junto a Juan Bautista hasta su partida al Seminario de San Sulpicio a comienzos de noviembre de 1682. El segundo, Pedro, en sus quince años, se une al hogar de su hermana María, esposa de
Juan Maillefer. Bernardo evoca «el desprecio que tenía del señor de La Salle» y Blain acentúa el rasgo: «él escuchó lo que la pasión de un cuñado le decía; entró en sus prevenciones y concibió insensiblemente aversión hacia su tutor y benefactor». Entre finales del año 1681 y el primer semestre de 1682, él deja la casa de la calle Santa Margarita. Pedro abrazará la carrera de la magistratura como su padre. En fin, a
Juan Remí, el menor, en sus once años, lo llevan a una pensión de los genovevos de Senlis para que haga allí su colegio. Nunca se ha puesto en relación esta decisión con el hecho de que Santiago, el segundo hijo de los hermanos, acaba de pronunciar sus votos en la Congregación de Santa Genoveva65. Juan Remí escogerá también la magistratura.
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