Pilar de Rosa - Seda de Florencia

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Seda de Florencia: краткое содержание, описание и аннотация

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Seda de Florencia es una novela que aborda la capacidad transformadora del ser humano, pues es desde la transformación personal que se alcanzan las verdaderas transformaciones sociales. La protagonista, Teresa Sousa, las chicas de la seda y el pueblo imaginario de Pontes son un reflejo de la misma vida. Adormecidos en la manipulación de la familia Trasosmontes, despiertan abruptamente y se encuentran devastados, empobrecidos y sin ánimos.
Teresa logra salir, gracias a su familia, en un viaje iniciático a Florencia en el que se descubre a sí misma, abandona sus miedos vitales y, transformada, regresa a Pontes para crear el taller de Seda de Florencia y para compartir su energía con las chicas de la seda. Será la ilusión y el esfuerzo de las veinte mujeres que formaran la cooperativa, así organiza la protagonista su empresa, lo que las llevará al éxito. La trama construida en tres tiempos: antes, durante y después de Seda de Florencia nos irá descubriendo las vidas de Teresa y las chicas de la seda desde su juventud hasta su vital ancianidad.

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Se dieron las buenas noches y comenzó a subir despacio la escalera mientras un montón de ideas se mezclaban en su cabeza: Seda de Florencia, sus compañeras, los Trasosmontes… Una punzada en el corazón le advirtió de la ausencia de Nicolás. Se agarró a la barandilla de madera y cerró los ojos. «¡Ay, Nico!, ¡cómo te echo de menos!» Ya en su habitación se dirigió al cuarto de baño y abrió los grifos. Mientras la bañera se llenaba buscó un pijama, eligió uno de lana de seda de color malva y una bata a juego, terciopelo casi morado con los ribetes de la seda del pijama. Sobre los setenta había empezado a diseñar batas que hacían juego con varios pijamas y camisones. Una bata de Seda de Florencia, si se cuidaba, duraba eternamente. Los pijamas y los camisones eran otra cosa, había que lavarlos a menudo y, por mucho cuidado que se tuviera, la tela se deterioraba ¡afortunadamente para Seda! Dejó el pijama y la bata sobre la cama y se alejó un poco para contemplarlos, sonrió. Al levantar la vista, se dio cuenta de que unos copos diminutos, como tímidos, habían empezado a caer. La noche iba a ser muy fría; tocó el radiador, estaba ardiendo. Debía haberle advertido a Gisela que no apagara la calefacción, que solo bajara el termostato un par de grados. Entró en el baño, echó un poco de aceite en el agua, colocó una almohadilla en el borde de la bañera y entró con cuidado. ¡Qué delicia! Debía tener cuidado de no cerrar los ojos porque se quedaría dormida.

Aquella otra noche, después de esperar a que su familia se durmiera, la joven Teresa bajó al jardín descalza, para que nadie la oyera. Ese jardín del que Elena había dicho: «Es muy mono». ¿Cómo la habría descrito a ella? Es ñoña, es cursi, es sosa… todos esos adjetivos le cuadraban, por eso Santiago no la amaba y su abuelo no había anunciado en la fiesta de su onomástica su compromiso, tal como había soñado. Todo había sido un engaño de Elena, ¡qué mala era! Lucas tenía razón cuando juzgaba con dureza a los Trasosmontes. Y ella no se había dado cuenta, no se había dado cuenta de nada. Odiaba a Elena y se odiaba a sí misma por estúpida. Los ojos le escocían y la piel le quemaba. Si pudiera sentir el frío de Ribadeo. Todo el mundo mirándola como aquella otra tarde… El nacimiento de Venus… su dibujo… El deseo de desaparecer, de no volver a abrir los ojos como aquella otra tarde… Se sentó en el banco de madera en el que tantas tardes se entretenía leyendo y soñando.

Cuando se despertó amanecía. Miró hacia el cielo, sí allí estaba Venus, un planeta ardiente e inhóspito sin nada que ver con la mujer rubia y hermosa del cuadro de Botticelli. Notaba el cuerpo entumecido. Abrió y cerró varias veces las manos, luego movió los brazos y las piernas lentamente. Debía irse a su habitación, Tecla no tardaría en levantarse y por nada del mundo quería que la viera allí. Subió con el mismo sigilo que había bajado, la casa seguía en silencio, ningún ruido llegaba del pueblo. La ventana de su habitación seguía abierta de par en par, tal como la había dejado. Vio su vestido tirado en el suelo. Lo levantó y lo miró con asco. Si su madre y la modista le hubieran hecho caso no habría hecho el ridículo con aquel espantajo. Lo dejó encima de la descalzadora, cogió la pluma de su escritorio, le quitó la funda y la sacudió con fuerza. La pechera se llenó de pequeñas manchas azul oscuro. Ya nunca se lo podría volver a poner.

«Ya entonces apuntabas maneras», se dijo riéndose de sí misma la anciana de la bañera. Se apoyó en las barras del baño para levantarse y luego en las de la pared para salir. Envuelta en el albornoz salió a su alcoba, la nieve seguía cayendo. El marido de Carmiña debía de haber empezado ya con la poda de los árboles. Se puso el pijama y dejó la bata encima de la descalzadora. Si todo sucedía como suponía, en unas semanas tendría allí a la señorita Rovira. No sabía por qué la llamaba «señorita», quizá estuviera casada, debía de tener ya más de treinta años. ¿Qué iba a contarle de los inicios de Seda? Podía decirle que había viajado con sus padres a Italia y que allí había encontrado su inspiración, en las tiendas de lencería de Roma y Florencia. En realidad, no se había fijado en ninguna, pero suponía que en la Roma de la dolce vita habría tiendas con camisones similares a los que diseñó, aunque no de la misma calidad, nadie podía trabajar igual que las chicas de la seda.

Al meterse en la cama cogió el libro que había dejado en la mesilla, Final de verano, acostada era imposible leer El molino, solo había llegado a la página veinticinco cuando las líneas comenzaron a entrecruzársele. Se giró y dejó las gafas y el libro encima de la almohada del otro lado de la gran cama que ocupaba.

—Nicolás —dijo en voz alta.

Mientras él vivió, si no se iban juntos a la cama, dejaba el libro y las gafas encima de la almohada de él y la luz encendida. Era una especie de código entre ellos, si el libro estaba encima de su almohada le estaba pidiendo un beso, un beso que muchas veces no era sino el preludio de otros muchos besos y caricias. Si estaba muy cansada o por algún motivo debía levantarse temprano, apagaba la luz. Desde que murió, todas las noches dejaba sus gafas, su libro, últimamente su e-book, encima de la almohada de él, seguía siendo de él. Si se despertaba de madrugada, besaba aquel libro o la pantalla como si el espíritu de Nicolás lo hubiera tocado y lo dejaba encima de la mesilla, como habría hecho él. Otras veces, dormía toda la noche con la luz encendida, alguna de esas mañanas se le saltaban las lágrimas porque pensaba que esa noche el espíritu de Nicolás no había pasado por su alcoba. Era una tontería, lo sabía, pero no podía remediarlo.

Una noche, al principio de empezar a trabajar para ella, bien avanzada la noche, Gisela vio luz por debajo de su puerta y llamó pensando que quizá no se encontraba bien. Le dijo que no se preocupara que a veces se dormía leyendo.

En su vida solo había habido dos hombres: Santiago y Nicolás. En realidad, solo uno: Nicolás. Santiago había sido la fantasía de la joven Teresa que tenía mucho tiempo para imaginar, poca cabeza y mucha timidez. A veces pensaba que si no hubiera sido tan apocada, habría conocido algún chico en Ribadeo, como les había pasado a sus amigas. Desde hacía mucho tiempo solo veía la parte positiva de lo que le sucedió durante su juventud, pues de haberse relacionado con algún chico tal vez se habría casado con él, no habría existido Seda y Nicolás no podría haber entrado en su tienda. Cerró los ojos, la silueta de Nicolás se dibujó en algún lugar de su cerebro. ¡Qué elegante era! No en vano su sastrería era una de las mejores de Madrid y él llevaba como nadie los trajes que hacía.

La tienda estaba prácticamente terminada cuando una mañana entró Nicolás para presentarse, así se conocieron. No fue el primero, otros dueños o encargados de las tiendas cercanas habían ido a saludarla y a decirle que podía contar con ellos si necesitaba algo. No fue un amor a primera vista, a los treinta y tantos esas cosas no pasan. Aunque Nicolás decía que lo suyo fue un auténtico flechazo. No era muy alto, aunque sí más que ella; eso no era difícil. Delgado, los ojos y el pelo muy negros; al poco de conocerse le empezaron a salir canas y eso le hizo aún más atractivo. Se sintió especialmente fascinada por su mirada, una mirada franca e intensa. Siempre miraba de frente, nunca bajaba los ojos, ni siquiera lo hizo cuando ella le dijo que no. También sus manos eran muy hermosas, sobre todo por la forma que tenía de moverlas al hablar o cuando marcaba con jaboncillo en la tela, pero especialmente cuando manejaba la cinta métrica. «Tómame las medidas», le pedía ella y él se reía, pero comenzaba a hacerlo muy serio. No dejaba de mirarlo mientras lo hacía, su soltura, el ruidito de la cinta al moverla para medir los hombros o la cintura. Nunca le dejaba terminar porque se abrazaba a él y lo besaba.

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