—Tu madre tiene jaqueca, así que no ha cenado, y tu padre parece disgustado; nada más terminar de cenar se ha vuelto a la consulta.
—Sí, lo sé. Con este tiempo ya sabes que a mamá un día sí y otro no le duele la cabeza y mi padre tiene un paciente que le preocupa, debe de estar consultando libros —mintió.
—Claro, ahora mismo te llevo la cena.
—¿Hay pescado? —Tecla asintió—. ¿Te importa llevarme una tortilla francesa a la habitación? En el taller no había calefacción y he cogido un poco de frío.
—Claro que no me importa —comentó mientras se dirigían a la cocina—. Si has cogido frío, deberías tomarte un vaso de leche caliente con un poco de coñac.
Estuvo fuera una semana, antes de marcharse le dijo a su padre que si no quería que volviera, lo entendería.
—Esta es tu casa —respondió el doctor Sousa—. Eres mayor para saber lo que haces. —Y tanto que era mayor—. Lo único que te pido es que ese hombre no venga nunca a este pueblo. Como ya te dije, tu madre no lo soportaría y creo que yo tampoco. —Las mismas palabras que cuando se lo contó.
Asintió con la cabeza, le podía haber dicho que no se avergonzaba de su relación con Nicolás, pero no tenía sentido. Ella pasaría el menos tiempo posible en Pontes y ellos no dejarían de pensar que cuando estuviera en Madrid viviría con aquel hombre.
Su hermano le contó que lo habían llamado para preguntarle cómo era Nicolás y parecía que se habían quedado más tranquilos. María Luisa le prometió que en cuanto fueran a Pontes les hablaría de lo maravilloso que era y lo mucho que habían sufrido antes de tomar la decisión de vivir juntos. Su cuñada era así.
Al morir su padre, le pidió a su madre que dejara asistir a Nicolás al entierro. Doña Isabel asintió con la cabeza. Lo presentaron a la familia y a los amigos como un primo de María Luisa con el que el doctor Sousa se llevaba especialmente bien. Llegó en coche media hora antes de que empezara el funeral y se quedó sentado al final de la iglesia, pero la huérfana Teresa supo al instante que él había llegado. Al acercarse a dar el pésame, abrazó a Lucas, a María Luisa y a ella y, cuando tendió la mano a la viuda del doctor Sousa, su hija le dijo al oído: «Es Nicolás», y entonces doña Isabel se abrazó al amante de su hija y comenzó a llorar, mientras decía algo que ni Nicolás ni Teresa fueron capaces de entender. Si Pontes se creyó o no que aquel hombre era familia de María Luisa, le fue totalmente indiferente. Sus compañeras sabían quién era hacía mucho tiempo. Y ya que era un primo de su cuñada, alguna que otra vez fue a Pontes cuando iban María Luisa y Lucas, manteniendo las apariencias por su madre. Seguro que a su padre le habría agradado Nicolás, incluso podrían haber sido buenos amigos. No fueron fáciles las relaciones con sus respectivas familias… ¡Cuánto sufrió! Miró su libro y sus gafas. A él le encantaba su lencería y que le hablara de la marcha de la cooperativa, muchas veces le enseñaba a él, antes que a nadie, sus diseños y los comentarios de Nicolás casi siempre fueron acertados… ¡Cuántos años, cuántos días sin él! María Rosa murió con más de noventa años, hacía dos años, Javier la llamó para decírselo. Nunca se enteró de su existencia, ni de que su marido había muerto de cáncer hacía muchos años, ni de que tenía nietos. Ella decidió que no tendría hijos. Tenía dinero para mantenerlos y él los habría reconocido, pero creyó que no debía. Si tenía hijos con él le arrebataría a María Rosa algo que pensaba que debía ser exclusivo de ella: ser la madre de los hijos de Nicolás. Nunca pensó que podía pedirle a Dios que Nicolás muriera, pero lo hizo, cualquier cosa antes de verlo sufrir de aquella manera. Nunca pensó, claro que nunca lo pensó. No se puede planificar la vida, se pueden hacer planes, pero la mayoría de las veces no se cumplen.
Las gafas y el libro, él se los recogía y los dejaba encima de la mesilla, luego se acostaba a su lado y la besaba, y si ella respondía comenzaban su juego amoroso. Si no había respuesta, apagaba la luz (nada de eso le interesaba a la señorita Rovira). Aunque talvez se diera cuenta de que en 1981, el año en que Nicolás enfermó y murió, no se editaron nuevos catálogos. María Luisa y Antonia se ocuparon de todo, la una en Pontes y la otra en Madrid. No hubo pérdidas, formaban un buen equipo.
Durante muchos meses no dibujó nada, apenas pisaba la tienda y no fue a Pontes, todo su tiempo estuvo dedicado a él. Seda de Florencia perdió su importancia. ¡Qué agonía tan lenta y dura! No quería recordarlo sufriendo de aquella manera sino en su sastrería con la cinta métrica al cuello, entre telas inglesas, o caminando juntos hacia su casa a la hora de comer, hablando de cuanto había ocurrido en esa mañana, o cuando la besaba al recoger su libro y sus gafas. Tampoco fue un buen año para el taller el año en que murió Adela. El taller era como una persona y tenía sus momentos felices y sus momentos tristes en los que no se tiene ánimo para trabajar, solo se tienen ganas de quedarse sentado mirando al vacío.
A Miguel le habría gustado que su madre se fuera con él a Madrid para poder cuidarla, pero ella no quiso. No quería morir en Madrid, como Nicolás no quería morir fuera de allí. A ella le daba igual cual fuera el lugar de su muerte, aunque si pudiera elegir un sitio elegiría Florencia. Un infarto al salir de la Accademia, mientras caminaba por la calle Ricasoli hacia su hotel; o, aún mejor, a los pies del David. ¡Qué de tonterías podía pensar! El susto que daría a los turistas que en ese momento estuvieran en el museo. Además, si se moría allí durante unas horas tendrían que cerrar y por su culpa alguien se quedaría sin ver al David y a los Esclavos. Nicolás se estaría riendo de ella.
Miró sus gafas y el libro sobre la almohada donde Nicolás había dormido unas cuantas noches. Esa noche dejaría la luz encendida para soñar que él llegaría de madrugada para acostarse a su lado y la besaría antes de apagar la luz. Cerró los ojos, la casa estaba en silencio, Gisela y Aníbal debían de estar dormidos. ¿Y sus amigas? Tal vez les pasara como a ella y los recuerdos se adueñaran de sus sueños. Y la señorita Rovira, ¿estaría durmiendo? Era la culpable de que todas aquellas vivencias volvieran del pasado. ¿Qué decidirían la próxima tarde? No le cabía ninguna duda. Iba siendo hora de dejar de pensar en el pasado, quizá debía de haberse tomado una pastilla para dormir. No, el ruido de la lluvia la arrullaría y si tardaba en dormirse seguiría evocando a Nicolás, ya se despertaría más tarde al día siguiente. Sonrió, solo quedaban unas horas para que volvieran a estar juntas.
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