Con una rápida mirada vio cómo de irritado se sentía Derek. Seguramente se estaría arrepintiendo de haberla llevado, pero le haría cambiar de opinión. Fingió que se rascaba la pierna.
—¿Qué haces, niñata?
—Me pica la pierna —dijo en el tono más infantil que pudo.
—Me da igual.
Pero para cuando le dio el tirón, ya tenía el cuchillo en su mano, lo empuñó con fuerza y respiró hondo. 3... 2... 1… y clavó la hoja en el muslo de su opresor lo máximo que pudo. Le sorprendió que fuese tan fácil, y lo fue... hasta que oyó el profundo grito de dolor. Eso la despertó: había hecho daño a una persona.
Derek ya estaba sobre él y le rebanó el cuello. «Estaba indefenso», pensó. Pero ella también estaba indefensa y la había capturado, así que, con un movimiento rápido, se puso de pie y miró a su alrededor. Ana y Luis se encargaban de uno.
—Vaya, hijo del fuego y del agua, si no te quisiese matar seríamos hermanos.
Pero no sirvió para intimidarlo, ya que tres segundos después, la hoja del cuchillo empuñado por Ana atravesó el pecho del hombre. Luis la felicitó y Emma no pudo evitar pensar que matar a alguien nunca debería ser digno de celebración. Carlos lo tenía más complicado; evitaba mirar a su oponente, así que Emma imaginó que tendría algún tipo de poder mental. Daba igual, porque el hombre corrió a una velocidad inimaginable y la noche lo engulló.
—No vayas tras él, Carlos, no podemos permanecer aquí más tiempo.
—Ese hijo de...
Derek le interrumpió:
—Ana, cúrale la raja del brazo en el coche, pero subid ya.
Efectivamente, Carlos tenía sangre bañándole la manga. Emma no quiso mirar; de algo estaba segura, curandera no podía ser, ni siquiera era capaz de ver sangre. Ella también se encaminó al coche, deseando salir de allí y hacer como que nada había pasado, pero una mano en el hombro la retuvo. A punto estuvo de desenvainar el cuchillo hasta que vio que era Derek. ¿Qué le pasaba? ¿Desde cuándo al mínimo sobresalto sacaba un arma? Se adelantó a sus palabras:
—Lo siento, no sé por qué dejé que me cogiese, pero no volveré a fastidiarla, solo necesito un poco de práctica.
Derek no la comprendía. ¿Una disculpa? ¿Por qué? ¿Por dejar a uno fuera de combate, por enfrentarse al peligro sin inmutarse? Era tal su asombro que solo fue capaz de decir:
—Tranquila, no pasa nada.
Ojalá hubiera sido capaz de decirle lo que pensaba.
* * *
Diez horas y treinta minutos hasta que volvieron a parar, ni siquiera para ir al baño o tomar algo de comida; solo bebían, y, muy de vez en cuando, alguien intentaba dar conversación. El brazo de Carlos se curó a una velocidad impresionante, quince minutos y ni rastro siquiera de una pequeña cicatriz.
—Si tú te hicieses una herida y cantases, ¿te curarías?
—Claro, no me curaría si me viese incapaz de cantar, lo que al mismo tiempo significa que estaría tan mal que moriría sí o sí.
Emma seguía queriendo saber el don de Derek. Podría habérselo preguntado, pero cuando estaba reuniendo el valor para decírselo, el sueño la venció.
Despertó horas antes de parar, ya había salido el sol y lo único que había era un campo de tierra. No había nada que diferenciase el horizonte de aquella tierra; de tanto en tanto, un cultivo junto con una casa de agricultor, pero ni se plantearon parar y pedir alojamiento.
Al fin, llegaron a un pequeño poblado; bueno, en realidad ni se podría llamar poblado, solo constaba de siete casas: una en ruinas; el restaurante oficial, que era más un basurero que un lugar para comer; un pequeño hostal; cuatro tiendas; y, al final, una casa de campo con tres plantas les cedió un aparcamiento.
Era antinatural allí. En un pueblo fantasma no tenía cabida una casa como aquella, con un jardín lleno de flores y una pared de tono amarillento muy vivo, casi mareante, por no hablar de la rimbombante campana que colgaba en la puerta.
La puerta la abrió una señora mayor en bata, con cara apepinada y los rulos puestos, además de un café en la mano derecha; no parecía un ápice impresionada de ver aparecer allí a cinco chicos totalmente desconocidos ni avergonzada de que la hubieran pillado sin ningún tipo de arreglo. Sus ojos color ámbar solo se iluminaron al encontrar a Derek.
—¡Derek! Creí que no llegarías nunca. Te he echado tanto de menos. Pasad, pasad.
Menos Derek, todos se miraron sin comprender: ¿De qué conocía a aquella mujer?
La estancia era igual que por fuera, llena de flores y jarrones de colores. La pared, para disgusto de Emma, también era de color amarillo chillón, y todo olía a una extraña mezcla de flores y humo. El suelo, no muy limpio, era de mármol, y en las paredes descansaban cuadros de la dueña con un bebé que, conforme se acercaban al salón, iba creciendo. Una madre soltera, pensó Emma, y casi se echó a reír al pensar que Derek podría ser el padre:
—Tomad asiento. ¿Qué te trae por aquí, Derek?
—No puedo decírtelo, Margaret. Lo siento, pero agradezco tu hospitalidad; te pagaré los gastos que tengamos.
—Tú no me vas a pagar nada, que te quede muy claro, para mí eres como de la familia.
Por primera vez pareció reparar en el resto.
—Conozco a Luis, a Carlos y a Ana, aunque supongo que ni os acordaréis. Os enseñaba idiomas cuando erais muy pequeños.
Los tres intentaron fingir entre sorpresa y reconocimiento, pero la verdad es que, de haber visto a aquella mujer por la calle, tan solo hubieran pensado en lo chillona que era su bata.
—Pero a ella no la conozco, ¿quién eres?
—Me llamo Emma, Emma Tare.
Abrió los ojos como platos y se llevó la mano a la boca mientras miraba a Derek.
—¿Es la hija de Esther?
La mención de su madre fue como clavar una astilla en un corte. ¿Cuánta gente la había conocido? Como hija suya que era, le hubiera gustado hablar sobre de quién era hija conociendo a su madre.
—Sí —respondió Derek.
—¿Conociste a mi madre?
—¿Que si la conocí? Fuimos buenas amigas, hasta… claro está, cuando abandonó a los orígenes. Entonces ya no la volví a ver. He de decir que me sentí entre sorprendida y traicionada, pero tranquila, por nuestra vieja amistad tú también serás acogida.
Le hubiera gustado preguntar más cosas, algo así como qué sabía acerca de su paradero, cómo era ella o si en alguna ocasión había hecho mención de su hermana o de ella, quizá, incluso, de su padre.
—Necesitamos ducharnos y comer. No conozco esta casa, ¿dónde dormiremos?
—Seguidme.
El segundo piso era más de lo mismo, pero en vez de cuadros, había espejos redondos, con bonitas decoraciones en los bordes y velas aquí y allá. Nada parecía tener sentido u orden en aquella casa, como si la dueña, cada vez que le apetecía poner algo en algún lugar, lo colocara sin mirar lo demás. No había muchas puertas para lo largo que era el pasillo: la primera daba a un pequeño salón de descanso; la segunda, a un baño; no fue hasta la tercera cuando pararon.
—Veamos. Carlos y Luis, ¿seguís siendo tan buenos amigos, no?
Los chicos se miraron.
—Lo puedo soportar una noche, si eso es lo que quieres decir.
—Luis, cada día estás más tonto, tío.
—Perfecto, pues podéis quedaros aquí.
Los chicos, enzarzados en una discusión sobre quién era más tonto, entraron y cerraron la puerta, dejando que sus voces, poco a poco, se apagaran.
—Con vosotros tres voy a tener un problema. Una tendrá que dormir conmigo en la cama de matrimonio. No es por nada, Derek, pero...
—No necesito detalles. —La mujer sonrió y luego las miró.
—En la otra habitación hay dos camas separadas, no creo que os muráis por dormir una noche con él.
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