Su voz cargada de sinceridad y determinación no daba lugar a réplicas.
—A ver, yo tenía cita en la peluquería, ¿sabes? Pero creo que podré hacer un hueco para ir —bromeó Luis.
—Olvida lo que ha dicho, nosotros dos nos apuntamos.
Emma no sabía si sentirse aliviada o estresada. Por una parte, sabía que todos los que estaban allí querían acabar con los rebeldes; pero, por otra, sabía que su fin era egoísta, a ella solo le importaba su hermana, y perder su vida a cambio no parecía gran cosa. Pero ¿quién era ella para decidir sobre sus vidas?
—¿Cuándo salimos?
—Espero que Derek me lo diga esta noche, no tenemos mucho tiempo.
Y así fue. Después de tomar una cena deliciosa y más abundante de lo normal, Ana, Luis, Carlos, Emma y Derek tomaron asiento en una mesa redonda de la biblioteca, y entre miradas tensas y mandíbulas apretadas, Derek tomó la palabra. Se dirigió a Emma, cosa que no sorprendió a ninguno:
—El coche ya lo tengo, ha sido fácil conseguirlo. Tendremos el depósito lleno, aunque lo más probable es que tengamos que parar a echar más gasolina. Luis y Carlos ¿tenéis algo de dinero ahorrado?
—No demasiado, pero suficiente para comer todos mientras estemos fuera —respondió Carlos.
—No será necesario tanto, también me han prometido que dentro del coche habrá algo de comida, pero llevad algo por si acaso.
—Yo también tengo dinero. —El tono de Ana era ofendido.
—Ya lo sé, pero tú me vas a conseguir las armas para mañana por la noche. A las once salimos, y con un poco de suerte, llegaremos allí en menos de tres días.
—Las tendré.
Ahora lo decía con contundencia y arrogancia. En realidad, nunca había tenido problemas con ese chico, simplemente no le gustaba su actitud ni su forma de creerse superior al resto. Pero se recordó que, le gustase o no, tenía que empezar a comportarse.
—¿Y yo? —preguntó Emma.
—Tú, ¿qué? —le espetó Derek.
—No pienso quedarme sin hacer nada.
Carlos, que ya se esperaba esa reacción, sonrió, y Luis, que de alguna forma había desarrollado el don de leerle el pensamiento exclusivamente a él, también sonrió. Ana ruló los ojos sabiendo que Emma estaba intentado con todas sus fuerzas no ser el eslabón más débil.
—Tú procurarás no romperte tus frágiles huesos caminando o morir agonizando cuando te encuentres con Bianca. ¿Crees que podrás?
Le perforó con la mirada, harta de ese tono entre condescendiente y burlesco que tomaba siempre que se dirigía a ella. Lo que ella desconocía era que, por primera vez en mucho tiempo, Derek empezaba a temer perder a alguien en el viaje.
Capítulo 5
Histérica. Así se sentía. Debería tener miedo, pensó, pero en su cerebro no había cabida para algo que no fuese emoción. En su vida no solían pasar cosas demasiado interesantes, era como un fantasma, y ahora se encontraba haciendo su sexta tanda de flexiones y con la cabeza en un plan suicida. También debería haber preguntado por su padre. ¿Dónde estaría? Allá donde estuviera, ¿la odiaría? Lo más probable es que sí, pero hasta esa idea se esfumó en cuanto entró en la ducha y el agua caliente la relajó por completo.
—¿Te has muerto? —gritó Ana.
—¿Qué?
—Que si te has muerto, llevas en la ducha media hora.
Rápidamente se secó y se puso la ropa interior bajo la atenta mirada de Ana. Era una chica exótica, al parecer de Emma: tenía unos ojos negros capaces de partirte el alma en dos, y unos labios finos pero atractivos; no tenía unos rasgos impresionantes, y a veces podía resultar un poco ruda, pero, definitivamente, no se podía considerar a Ana una chica fea.
—¿Te puedo hacer una pregunta?
—Claro.
La chica empezó a doblarle la toalla, cansada de esperarla.
—¿Luis y tú estáis saliendo?
Ana dejó caer la toalla, destrozando la parte que ya estaba doblada. Emma, que no se vio capaz de sostenerle la mirada, se agachó para recogerla.
—¿Qué te hace pensar que sí?
—Es que a veces se te queda mirando.
«Y a veces tú te quedas mirándolo».
—No, es solo mi amigo.
—Y...
La chica la cortó:
—¿Acaso te pregunto yo por Derek?
Emma se sorprendió, en parte porque se pusiese a la defensiva y en parte porque no esperaba que nombrara a Derek, no era justo que lo nombrase.
—Podrías preguntarme, pero no estaría bien.
—¿Ah, no? ¿Y eso por qué?
—Porque tú tienes posibilidades.
Se miraron tres segundos de nada. Emma, avergonzada por su comentario, mientras que Ana sintió un profundo respeto por aquella cría, quince años y nadie en su vida había sido tan sincera con ella.
—Lo siento, tienes razón, no debería haber dicho nada.
—No importa. Si no querías hablar de Luis, solo tenías que habérmelo dicho.
* * *
Salir de la base sin permiso. De las pocas normas que le quedaban por romper. Nunca se imaginó que llegaría a romper esa, era la primera norma, no salir sin permiso. Algunos habían sido expulsados para siempre, pero no le importaba, nunca lo había hecho. Y a su lado, jugueteando con su camiseta, estaba la persona que tampoco había dudado jamás.
—Carlos, juguemos a un juego.
—No voy a cerrar los ojos y adivinar por dónde me va a venir el golpe, tienes un saco de boxeo a veinte metros.
Luis sonrió, era sorprendente la capacidad de Carlos para verlo venir. Aunque, teniendo en cuenta que llevaban sus dieciocho años de vida juntos, tampoco era tan sorprendente:
—¿Qué te parece lo de hoy?
—Alucinante. Ir a por los rebeldes es nuestro sueño.
—Podemos morir.
Carlos le miró con una ceja alzada y negó lentamente con la cabeza.
—Al Luis que yo conozco, la muerte le teme a él, no él a la muerte.
—Tienes razón, el único miedica aquí eres tú.
Golpe en el hombro, esperable, y otro en la barriga, que ya dolió un poco más; aun así, se rio mientras Carlos se levantaba a hacer pesas. Siempre hacía pesas, quería compensar su corta estatura con músculos. Estaba definido, la verdad, mucho más que él, que era un pino, cerca de dos metros de altura, y aun así, su pelo rubio y sus ojos azules a pocas chicas habían atraído. Solo les oía murmurar tres palabras: «Hala, ¡qué alto!».
—Eh, tío, deja de mirarme así, sé que estoy bueno, ¿vale?
Y una vez más, Carlos le salvaba de sí mismo.
* * *
Unas horas y saldría de allí, de aquel lugar infernal, cargado de recuerdos angustiosos por las paredes, cargado de gritos en los lavabos y palizas en las habitaciones, del lugar que debería haber considerado su hogar y que no era para él más que una pesadilla escondida donde menos se lo esperase. Si se concentraba mucho, aún podía ver la casa de la playa, con la brisa del mar e iluminada por el sol; si se esforzaba mucho, aún escuchaba a su madre llamarle y pedirle que pusiera los platos en la mesa mientras su padre, sentado en el sofá, leía el periódico.
«Ayuda a tu madre y te convertirás en un gran hombre». Eso le habría dicho él, o algo muy parecido. Si seguía esforzándose, vislumbraba a su hermano, un crío que jugaba en su habitación y le destrozaba cualquier cosa. «Deja mis cosas, pesado». Pero a pesar de fingir enfado, el chico habría corrido a su lado y se habría puesto a jugar con él sin pensárselo dos veces...
Pero no quería esforzarse mucho, quería irse, aunque seguramente no volviera, aunque perdiera la vida. Daba igual, ya no le quedaba nada...
«Emma».
Su nombre resonó. Era una cría extraña, una cría que tenía poco de niña, que le había descolocado la vida en una conversación, una cría que quería ir a la base de los rebeldes sola... Loca, eso es lo que estaba, loca, y le estaba volviendo loco a él.
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